Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Muerte en Venecia

Piazza San Marco. Laguna. Territorio de rapiña, uso y abuso. Porque en los desastres siempre hay quien gana.

La plaza inundada. Las palomas no se acercan al agua, siempre en la tierra vuelta plaza, cornisa indefensa, recodo conocido, territorio domesticado, hogar. Sólo bordean la costa que forma el agua que invade y trata de recuperar la plaza que fue mar. El vendedor oportuno, vende botas de bolsas plásticas multicolores. Pero no de cualquier color: turquesa imposible, verde perico incómodo, amarillo químico, fucsia incomestible, colores del exceso. Los turistas más atrevidos que las palomas, compran las tóxicas botas y envenenan el paisaje sin ninguna preocupación. Y las gaviotas por su parte, dueñas de la humedad, chillan, navegan, sobrevuelan, nadan hasta que certeras atacan a la paloma que demasiado cercana al ruedo que demarca el agua invasora, apenas logra presentir la cercanía de la muerte. La paloma bate las alas con la violencia desesperada de los segundos previos al abatimiento total. Lo peor tal vez son esos espasmos, los estertores, la convulsión que muestra el último halo. De dueña de la plaza, protagonista de la foto, pasó a carne de presa, muerta delante de todos los que no miran, demasiado entretenidos en la admiración de lo que corresponde, según aconseja con justicia cualquier guía turística. Carnicería cruda sin paliativos. Asesinato público en la plaza, frente a los turistas desprevenidos ocupados en los selfies que dan constancia del traslado hasta San Marco… Mientras, ocurría la muerte, que aunque nadie vio, invadió la tarde irremediablemente.

Cada uno contará la historia del viaje mostrando la foto que prueba la hazaña de los meses de trabajo y vida que alcanzaron para comprar el pasaje. Yo estuve allí. La paloma también. Estuvo. Ya no está. Yo tampoco, me fui con la foto y te lo cuento. Ella, tiñó de rojo sangre el agua que cruzan las botas de bolsas plásticas indolentes. Drama griego escondido detrás del turismo que consume sin ver. Lo oculto detrás de lo conocido por conocer. La gaviota salió ganando, dándose banquete de paloma al fondo de la foto, difícil de distinguir. Las otras palomas tratando de cazar alguna galleta tampoco ven la muerte que les es tan similar que amenaza. Y la gaviota comió sola, las gaviotas tampoco comparten. Cada uno en lo suyo.

Me habían dicho que las gaviotas eran crueles pero no me lo creía hasta hoy. Siempre incluidas en el bucólico paisaje marino de mis deseos lejanos de infancia. Todos aprendimos a pintarlas en los dibujos de mar antes de saber escribir. Las gaviotas no matan, son los pájaros que adornan nuestros dibujos más bonitos.

Pero la luz cambia como si fuera Bretaña y las turistas gritan cuando alguna paloma se acerca tanto que se monta en sus manos, hombros, cabezas, mientras más jóvenes, más emoción, más gritan. Las gaviotas también gritan detrás de mi copa de Campari amargo y profundo como el mediodía de la Venecia nublada que se hunde insólita. Me habían dicho que se hundía y hundía y tampoco me lo creía. Y ahora que todos saben que los mares suben, ¿cómo osar imaginar la posible desaparición del milagro de Venecia? Me pregunto si mis nietos llegarán a conocer esta maravilla que cede al agua que reconquista sus predios. Imagino el espacio en otros tiempos, otros usos y costumbres gloriosos. Entiendo que todos queramos venir a conocer esto que fue, que ya no es. Hay tanta y tanta gente, que lo idílico imaginado se desdibuja en el intento de alcanzar el sueño de tantos, con el mismo derecho que yo. Me vuelvo a preguntar. ¿Cuales serán esos usos en tiempos en que mis nietos tomen el barco para llegar a estas costas? ¿Habrán tal vez viajes submarinos que permitan explicar lo que fue Venecia alguna vez? ¿Logrará interesarlos?

La nostalgia invade el momento. A pesar de que es sabido que nada es para siempre. A pesar de que ahora más que nunca, los venezolanos todos estamos aprendiendo esa lección, yo venezolana. Se sabe pero igual es raro y duele. Siempre duele. Como la muerte, aunque sea ley de vida. Pequeña Venecia, Venezuela, me repito: lo peor tal vez son los espasmos, los estertores, la convulsión que muestra el último halo… para darle paso a lo que vendrá que ya llegó aunque no lo queramos ver, como le pasa al soberbio turista avisado. En los desastres siempre hay quien gana.

Hey you,
¿nos brindas un café?