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Roberto Ponce Cordero
Roberto Ponce Cordero - ViceVersa Magazine

Mr. Film Himself (II)

Durante gran parte de su carrera, Martin Scorsese, Mr. Film Himself, fue más concretamente Mr. New York Film Himself, incluso por encima de otros directores neoyorquinos emblemáticos como Woody Allen o Francis Ford Coppola (con quienes, no por casualidad, codirigió la interesante, aunque en definitiva fallida, New York Stories [1989]). Efectivamente, hasta entrados los años ochenta del siglo XX, la gran mayoría de las películas de Scorsese, y sin duda las más relevantes de ellas, transcurrían en la Gran Manzana y, de hecho, constituyen hoy en día documentos históricos invaluables de esa metrópoli sórdida, peligrosa y tensa, pero también atractiva, vital y energética hasta el agotamiento, que desapareció, para comodificarse y convertirse en otra cosa, en la década de los noventa. Luego de esto, Scorsese siguió filmando obras ambientadas en su Nueva York natal, por supuesto, pero empezó también con más frecuencia a turistear por otras ciudades de Estados Unidos o incluso por otros países, tal y como lo hizo en sus acaso por eso menos violentas Kundun (1997), Hugo (2011) y Silence (2016), que transcurren en su mayor parte en el Tíbet, en Francia y en Japón, respectivamente.

The Age of Innocence, estrenada en 1993 y basada en la canónica novela de Edith Wharton, por la que esta extraordinaria escritora norteamericana ganara el Premio Pulitzer en 1921, fue recibida, en sus tiempos, y quizás aún es vista, como una especie de anomalía en la obra de Scorsese, ya que, por un lado, es una indudable película neoyorquina, pero, por otro, carece de los excesos violentos o histriónicos de muchos de los otros filmes de NYC de este cineasta y tiene, más bien, un tono elegíaco que, a primera vista, parecería ajeno a la visión scorsesiana más tradicional. De hecho, The Age of Innocence trata de un triángulo amoroso nunca realmente consumado, pero de suma importancia para sus miembros y a ratos igual desequilibrante, en la alta sociedad del Manhattan de la década de los setenta del siglo XIX, por lo que, en rigor, es una narrativa de amor romántico chapada a la antigua y en la que lo más erótico que sucede es que un hombre le saque un solo y único guante a su amada. Como buena película basada en una “novela de costumbres” (traducción no demasiado afortunada del término literario anglosajón “novel of manners”), The Age of Innocence tiene poca acción, propiamente hablando, y tiene en cambio mucho diálogo, mucho puntillismo en cuanto a la vestimenta de moda, los manjares de los banquetes y las convenciones sociales, así como muchos gestos, muchas miradas y muchos silencios que son más significativos que un balazo de la mafia.

Y es que, aparte del mero setting de Nueva York, The Age of Innocence comparte, de hecho, muchísimo con las películas violentas de Scorsese y, a su manera, es una película violenta más de su filmografía… me atrevería a decir, incluso, que una de las más violentas. No obstante, la violencia, en este caso, es una sublimada, latente, pero absolutamente implacable a la hora de mantener el statu quo y de condenar de forma tajante cualquier desviación de las normas no escritas y cualquier transgresión que interfiera con el imperio de la moral y, precisamente, de las “costumbres” (de las “buenas”, se entiende).

Así, cuando una relación amorosa ilícita entre el extravagante abogado de buena familia Newland Archer (Daniel Day-Lewis) y la condesa divorciada Ellen Olenska (Michelle Pfeiffer, en la mejor interpretación de una carrera llena de interpretaciones brillantes) está a punto de surgir y de prosperar, poniendo en riesgo determinados criterios morales sobreentendidos en el contexto en el que la historia tiene lugar, la sociedad entera se confabula y conspira, silenciosamente y sin que pareciera haber agencia alguna detrás, para que Archer vuelva al redil de la tradición y se mantenga casado, como estaba previsto, con la hermosa pero insulsa, y sobre todo virginal y convencional, May Welland (Winona Ryder cuando era Winona Ryder). Obviamente, en esta lucha entre la sociedad y los individuos que intentan apartarse un poco, un poquito, de ella, quien gana, y por goleada, es la sociedad: los individuos, de hecho, son aplastados, condenados a la infelicidad y al languidecimiento en vida, ya no a batazo limpio, como en Casino, sino a punta de maquinaciones tan sutiles que no pueden propiamente ser definidas y, sin embargo, ahí están. Como dice la narradora en off de la película (Joanne Woodward), en una cita casi textual de la novela de Wharton, cuando Archer se da cuenta de su fracaso durante una por otra parte completamente banal cena de la high class: “He [Archer] guessed himself to have been, for months, the center of countless silently observing eyes and patiently listening ears. He understood that, somehow, the separatiom between himself and the partner of his guilt [Ollenska] had been achieved. And he knew that now the whole tribe had rallied around his wife. He was a prisoner in the center of an armed camp”.

El orden que esta sociedad defiende a rajatabla es uno, además, altamente jerárquico y basado en estructuras de poder aparentemente naturales pero que, como las estructuras de la mafia en las películas de Scorsese, son frágiles y deben ser defendidas constantemente, ya que de “naturales” no tienen nada y más bien deben ser performadas una y otra vez, ad nauseam, para reafirmar su supuesta naturalidad. Todo sistema de este tipo (en otras palabras, todo sistema social, vaya) resulta al menos ligeramente extraño para el observador externo, incluso cuando es fascinante: Goodfellas (1990), acaso la mejor película de Scorsese, es un verdadero estudio sociológico sobre la mafia diseñado para, al mismo tiempo, atraer y repeler al espectador; The Age of Innocence, en cierta forma, lo es también, pero en este caso lo que se estudia es una alta sociedad norteamericana (la cara legal y socialmente aceptada de un sistema que, en su lado oscuro, se expresa como la mafia) que, extrapolando las cosas, acabará convirtiéndose, algo más de un siglo después, en el esperpento del capitalismo parasitario de The Wolf of Wall Street (2013). Y, en todos los casos, se trata de sistemas de convenciones contingentes con vocación de absolutas y de signos arbitrarios pero que pretenden ser indiscutibles, como la misma narradora de The Age of Innocence lo deja claro, una vez más: “They all lived in a kind of hieroglyphic world. The real thing was never said or done or even thought, but only represented by a set of arbitrary signs”. Cualquier parecido con la mafia, according to Hollywood, en la que nunca se manda a matar explícitamente a nadie y sin embargo todos saben quién va a marchar, es por supuesto totalmente intencional.

Pocas películas hay más devastadoras que The Age of Innocence, en la que no hay espacio posible para la realización individual o para la felicidad (pursuit of happiness, nanay) y en la que la violencia se manifiesta de manera menos literal pero acaso más pérfida que en otros filmes más claramente violentos de Scorsese o de otros directores. Si recordamos, ahora, que el “presidente” de Estados Unidos de hoy tiene, según algunos de sus biógrafos y según muchos comentaristas políticos e históricos, graves complejos por el hecho de ser un millonario neoyorquino que, crucialmente, no pertenece a esa alta sociedad cuyos ancestros aparecen, en toda su ferocidad, en The Age of Innocence, y si recordamos que tomar en cuenta estos complejos a lo mejor ayuda a elaborar un improbable identikit de la errática política estadounidense de nuestros días… pues nada, si hacemos esto podemos concluir que The Age of Innocence es una película muy actual, en toda su violencia latente y en toda su frágil tranquilidad.

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