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Roberto Ponce Cordero
Roberto Ponce Cordero - ViceVersa Magazine

Mr. Film Himself (Parte I)

En nuestros tiempos, y a decir verdad desde hace un par de décadas, es prácticamente un cliché decir que Martin Scorsese es el mejor director de cine norteamericano vivo. No sería descabellado tampoco afirmar que probablemente se trate del mejor director de cine norteamericano de la historia, vivo o muerto o incluso, ¡arriesguemos un vaticinio!, por nacer, así como tampoco resultaría necesariamente exagerado quitar el gentilicio de la sentencia y nombrar a Scorsese el mejor director de cine ever a secas, Mr. Film Himself.

En efecto, las narrativas frecuentemente violentas de Scorsese parecen, por un lado, capturar algo básico tanto del capitalismo monopólico en su estadio tardío (famosamente, según Lenin, su último estadio posible) como de la animalidad atávica que subyace a la civilización, no tanto en el sentido de que aflore cada vez que hay crisis periódicas sino más bien en el de que, de hecho, la animalidad constituye la base misma de dicha civilización, su condición de posibilidad (recordemos que, para Benjamin, todo documento civilizatorio es también un documento de barbarie).

Por otro lado, estas “capturas” de las películas de Scorsese, verdaderas radiografías de cómo vivimos y morimos en la actualidad, tienen un valor estético casi indescriptible: ríos de tinta se han gastado intentando explicar por qué funciona lo que funciona en Mean Streets (1973), en Taxi Driver (1976), en Raging Bull (1980), en After Hours (1985) o en Goodfellas (1990), a nivel de puesta en escena, de actuación, de edición, de banda sonora, de ambientación, de tono, de ritmo, de guión, etc., pero lo cierto es que, para parafrasear a Morpheus en The Matrix (1999), una película de Scorsese tiene que ser vista, internalizada y vivida para ser entendida… quizás incluso para ser creída.

En una carrera en la que abundan las películas violentas y difícilmente disfrutables para personas de sensibilidades delicadas, sin embargo, Casino (1995) se destaca como la más violenta de las películas violentas de Scorsese, por encima incluso de las, a ratos, insoportables Cape Fear (1991), Gangs of New York (2002) o The Departed (2006).

En efecto, en Casino tenemos la historia de Sam “Ace” Rothstein (Robert De Niro), un administrador de casinos de Las Vegas que trabaja para la mafia de Chicago y que –aunque no es precisamente un santo– no se ocupa directamente del trabajo sucio, sino que tiene a su lado, para estos fines, a Nicholas “Nicky” Santoro (Joe Pesci), matón de rasgos psicopáticos que lidera una temible guarda pretoriana conformada por maleantes tan feroces como fieles y dedicada a imponer la voluntad del poder (en este caso, de la mafia de Chicago, pero, más concretamente, de Nicky) by any means necessary. Se trata de una estructura autoritaria totalmente volcada a la acumulación de capital y a la defensa constante de una hegemonía absoluta pero frágil que, por volteretas varias de la trama y por el claro elemento disruptivo que es Nicky, se desequilibra una vez que a éste se le sube el poder a la cabeza y él empieza a operar de manera cada vez más errática e irracional, así como, en definitiva, ya no para el enriquecimiento o para el aumento del prestigio de la empresa, del casino, sino para su propia satisfacción personal. Digamos que, al principio, Nicky es un peón al que se le suele ir la mano; luego, cuando su importancia crece y se convierte en algo así como un “ejecutivo” o un “funcionario”, se olvida de que es peón y empieza a soñar con que él, realmente, manda, y parece creer que él y sus rufianes pueden constituir su propia estructura jerárquica por afuera, e incluso por encima, de la ya establecida por la mafia.

Como toda película de mafia que se respete, Casino tiene un argumento enrevesado hasta el acabose y pretende, en su complejidad, retratar precisamente la complejidad del sistema que la mafia emula, parodia y supera, además de que a veces conquista, que es el sistema del libre mercado en sus facetas más descarnadas y sinceras. Por eso, me resulta imposible intentar resumir, aquí, los excesos violentos de Nicky y su pandilla mientras son el brazo armado de la mafia, así como las transgresiones que cometen cuando pierden la relativa mesura y se enemistan con sus propios jefes, a quienes no les conviene tener en sus filas a balas perdidas, y arribistas, como ellos. Pero lo cierto es que llega el momento en el que los jefes de Nicky se hartan de sus arrebatos y, sobre todo, constatan que el hombre es mal negocio. En un universo neoliberal operético como el de esta película, eso es una sentencia de muerte.

De modo que, por supuesto, lo matan. La escena en la que esto sucede es, hands down, la más aterradora de la carrera de Scorsese y una de las más violentas que el cine comercial estadounidense ha parido en toda su historia. No recomiendo a nadie que sea sensible a este tipo de cosas darle play al siguiente video.

 

 

Acompañado por su hermano, delincuente también pero ni de lejos del mismo calibre que él, Nicky llega a una reunión con su propia banda en la que pretende tratar, con los miembros de ésta, acólitos y leales de siempre, los pasos a seguir en sus difíciles interacciones con la mafia, con Ace y con el gobierno de Estados Unidos, que al menos nominalmente está en contra de la influencia criminal en los casinos. Pero, para sorpresa de Nicky, sus propios guardaespaldas, esos perros guardianes a los que él ha entrenado tan bien y ha usado, para los crímenes más espeluznantes, durante toda la película, lo reciben a batazos (le caen a golpes con bates de béisbol, literalmente) y matan, sin piedad alguna, a su hermano ante sus propios ojos. Se aseguran de que Nicky vea todo, de hecho, cuando rompen a palos al hermano y lo tiran a un hueco cavado en el suelo, luego de lo cual proceden a propinarle aún más batazos a él también, a Nicky, y a meterlo igualmente en el hueco. Le lanzan la tierra encima mientras todavía está respirando.

Es difícil de ver y es más difícil aun de olvidar.

Ay de aquel líder autoritario que, independientemente de los fines para los que él creía que ejercía su poder brutal, caiga en las manos de sus propios matones. Nadie en la vida es tan peligroso como un apóstata o como un guardaespaldas resentido y vengativo.

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