Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver
Frase atribuida frecuentemente a James Dean aunque en realidad es una línea de diálogo de la cinta Knock on any door del director Nicholas Ray.
Morir, pues sí, por supuesto que alguna vez hay que morirse, pero… ¿cuándo?
El poeta y periodista mexicano Manuel Gutiérrez Nájera, uno de los iniciadores del modernismo literario, escribió, y cumplió cabalmente, pues moriría a causa de la hemofilia a los 35 años, esta estrofa final en su poema «Para entonces», publicado poco tiempo antes de su fallecimiento: Morir, y joven; antes que destruya / el tiempo aleve la gentil corona, / cuando la vida dice aún —soy tuya— / aunque sepamos bien que nos traiciona.
Aunque los versos son poética y formalmente muy buenos, la idea de morir en la plenitud radiante de la vida física e intelectual —una idea que choca frontalmente con el natural y muy humano instinto de conservación— no es en sí misma novedosa. Un personaje histórico de la categoría de Alejandro de Macedonia, el Grande, ya pensaba así, y murió, muy joven (33 años), unos 23 siglos antes de que naciera Gutiérrez Nájera.
Y no fue el único: Antes que él, Aquiles, el de los pies ligeros, y su gran rival, el príncipe troyano Héctor, murieron de manera violenta y ambos extremadamente jóvenes. Es notorio que a diferencia de Aquiles, una especie de semidiós de vivir apurado y muerte anunciada, Héctor quería seguir viviendo en paz junto a su mujer y a sus hijos, aunque no desdeñó la muerte, que sabía casi inevitable, cuando el deber de defender su ciudad se la impuso. También lo es que Patroclo, el gran amigo, o el gran amor de Aquiles, como usted prefiera, muerto en combate por la mano de Héctor, no era más que un adolescente, casi un niño, algo que veían con buenos ojos los griegos clásicos, mucho menos remilgados que nosotros al aceptar la homosexualidad y la pederastia, en este y en muchos otros casos, como un hecho común y completamente natural entre los hombres de guerra, y entre los de paz también.
Con 33 años de edad, igual que Alejandro, pero con una forma de ver, enfrentar y explicar la vida diametralmente diferente, muere, torturado y clavado en la cruz, Jesús, el Cristo. Muere por nosotros y nos deja una figura, que aunque doliente, se mantiene perpetuamente joven en el imaginario religioso y, sobre todo, en el fervor popular. Jesús, que según la tradición es hijo de Dios y dios él mismo, rompe la sempiterna norma no escrita de que los hijos deben enterrar a sus padres. Quizás por eso, y siguiendo una vez más la tradición, Dios, el padre, lo resucita a los tres días. Pero no importa si en verdad volvió a la vida o no, ya nos demostró con su martirio que podía morir, y morir joven y durar para siempre.
Jóvenes mueren, entre muchos otros personajes históricos, el faraón egipcio Tutankamón (fallece alrededor de los 18 o 19 años), el rey visigodo Recaredo II (alrededor de los 20 años) y los casi 30,000 jovencitos y adolescentes de la un poco (o bastante) mítica Cruzada de los Niños de 1212. A los 19 años es quemada viva la francesa Juana de Arco y a los 31 matan en una emboscada al valiente y magnífico táctico militar y despiadado político César Borgia, hijo de Rodrigo Borgia (Papa Alejandro VI). Fue César Borgia un personaje sumamente interesante y que ha cargado en sus espaldas con una leyenda negra que no es del todo cierta, lo que no quiere decir que fuera un santo, que muy pocos lo eran en aquellos años turbulentos. Tan interesante es este Borgia que entre otras cosas es posible que haya prestado su juvenil rostro, sin quererlo él mismo, para representar al Jesucristo que vemos usualmente dibujado en pinturas, esculturas, grabados y estampas.
En la flor de la vida se fueron también el pintor italiano Masaccio (27 años), el rey Felipe I de Castilla, “el Hermoso”, (28 años), el hombre que le sorbió el seso a la pobre Juana la Loca, la hija de los Reyes Católicos; Emily Bronte, la autora de Cumbres Borrascosas (30 años), los poetas ingleses John Keats (26 años) y Percy Bishey Shelley (30 años), el escritor español Mariano José de Larra (27 años) y el tenista y aviador militar francés Roland Garros (29 años), famoso hoy por el torneo internacional de tenis que lleva su nombre.
Pero lo cierto es que morir joven no tenía la misma connotación milenios o siglos atrás, cuando la perspectiva de vida de la población general era estadísticamente muy baja, que la que tiene hoy en día. Morir a los 33 años en la época de Alejandro el Magno, en la veintena en los tiempos de Recaredo II o incluso a los 19 años en la de Juana de Arco resultaba un evento bastante común y aceptado por todos sin demasiados aspavientos. Sin embargo hoy, con unas expectativas de vida que duplican y hasta triplican las de aquellas épocas, una muerte en las primeras décadas de la vida nos parece no solo prematura sino escandalosa.
Y aún más llamativa y publicitada es esa muerte, la que sea, mientras más exitosa, rica y famosa es la persona que nos abandona, sobre todo si el deceso es inesperado, autoinflingido o por causas violentas.
Repasemos entonces algunos casos recientes, unos pocos, porque la lista es lamentablemente larga, tanto que a veces pareciera que la gloria tiene un precio en años dejados de vivir demasiado elevado. Aunque, y ya es tiempo de decirlo, esos años dejados de vivir se convierten muchas veces en una gloria mayor, la del recuerdo que no cesa y que muchas veces no hace más que crecer y deformarse hasta convertirse en mito.
Nos viene a la mente preguntarnos, creo que es legítimo hacerlo, si un Alejandro el Grande, una Juana de Arco, un Blaise Pascal, un Mozart, un Billy the Kid, una María Montez, un Franz Kafka, un José Asunción Silva, un Rodolfo Valentino, una Jean Harlow, un Federico García Lorca, una Lupe Vélez, un George Gershwin, una Iréne Némirovsky, un Manolete, una Carole Lombard, un Antoine de Saint-Exupéry, un John Garfield, un John F. Kennedy, una Sylvia Plath, una Marilyn Monroe, un Malcolm X, un Bruce Lee, un Pedro Infante, una Miroslava, una Selena Quintanilla, una Diana de Gales, un Antonio José de Sucre, un José Martí, por incluir algunos ejemplos algo más cercanos a nosotros, todos muertos en la cima de sus posibilidades humanas, artísticas, económicas, políticas e históricas, hubieran muerto de viejos ¿qué sería de sus figuras en el imaginario popular? Pues… no sabemos, que eso queda a la imaginación de cada cual. Pero dejemos por un momento el inasible futuro y concentrémonos en lo que ya no tiene remedio.
Comencemos, para entrar en materia, por recordar la triste historia de “el día en que la música murió”.
El frío anochecer del martes 3 de febrero de 1959 tres jóvenes que comenzaban a hacer historia en la música norteamericana contratan, por $36 cada uno, un Beechcraft Bonanza, un pequeño avión privado fabricado en 1947, para evitar tomar el ómnibus, incómodo, frío y traqueteante (los tres están cansados y con gripe), que los está llevando de gira por el nevado centro norte de los Estados Unidos.
Son el texano Buddy Holly, de 22 años, que en la estela de Elvis Presley y Paul Anka acaba de grabar «It Doesn’t Matter Anymore» que alcanza ya el primer lugar del hit parade nacional, el méxico-americano Ricardo Valenzuela Reyes, conocido por todos como Ritchie Valens, de 17 años, que acaba de dar un palo de nivel internacional con una canción veracruzana del siglo XVII y de autor desconocido titulada “La Bamba” y el también texano Jiles Perry Richardson, que se presenta como locutor de radio con el sobrenombre de The Big Bopper, de 28 años, que se había decidido, después de pensarlo mucho, a cantar profesionalmente acompañándose él mismo con la guitarra y había empujado un año antes su balada «Chantilly Lace» al primer lugar del hit parade norteamericano.
La avioneta despega, pilotada por Roger Peterson, de 21 años y con 711 horas de vuelo, sin contratiempos aparentes. Se eleva hasta 800 metros de altitud, gira a la izquierda, se mete de lleno en un banco de nubes densas de aguanieve y se pierde. No hay radares que la sigan que estamos en el campo. Seis o siete minutos después se estrella, en picado, contra un campo cultivado. Del avión quedan solo restos retorcidos y los cadáveres de Holly, Valens y Booper se esparcen por el campo. El piloto, que no estaba preparado para volar por instrumentos, muere aplastado contra el timón.
Entre los cuatro cadáveres suman, sumaban, 88 años.
Luego vinieron las reclamaciones, las peleas, los abogados, las herencias (bastante magras) los debates en la prensa y las recriminaciones, pero todo eso ya es historia pasada. Contemos solo una anécdota que marcó, para mal, la vida de un buen amigo de Holly por muchos años. Buddy Holly le dijo en broma, unos minutos antes de partir, a uno de los músicos de su banda que estaba molesto porque no quería que aquellos tres muchachos se subieran a esa aeronave tan frágil en una noche como aquella, y para colmo, pilotada por un tipo que parecía un bebé de primaria: «¡Espero que te congeles en tu ómnibus, man!» Y este, su amigo, le contestó. ¡Bueno, yo espero entonces que tu fucking viejo avión se estrelle!
Y así fue.