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Montserrat Roig: Memoria y utopía (Parte I)

En el Centro Cultural el Born de Barcelona puede visitarse, hasta finales de abril, una muestra dedicada a Montserrat Roig (1946-1991), narradora, ensayista y periodista, siempre a la vanguardia de los derechos de la mujer, tan puestos en duda hoy por intelectuales y luminarias francesas, como Catherine Millet y Catherine Deneuve, quienes sostienen, en carta firmada por más de 100 mujeres, que “la libertad de importunar es indispensable para la libertad sexual”. Una aseveración que deja fuera de la discusión a la gran mayoría de víctimas del acoso masculino; especialmente quienes, por su raza y/o condición social, se hallan marginados del discurso central y carecen de voz que les represente.

La muestra “Memoria y utopía”, reúne entrevistas, fotografías y testimonios de esta autora, para quien la recuperación de la memoria histórica, y la dignidad individual y colectiva, fueron fundamentales tanto en su vida como en su obra. De ella, podría decirse lo que Susan Sontag a propósito de Elías Canetti: respirar era también para Roig “la más radical de las ocupaciones”. Y como el autor de Crowds and Power igualmente buscó con su escritura construirle un espacio a la historia. Pero ya no para llenarlo de multitudes y edificar desde ellas la crónica del pensamiento europeo del siglo XX, sino para ocuparlo con personajes muy específicos a fin de perfilar el retrato de una geografía concreta: Barcelona, vista desde las galerías que dan a los patios de l’Eixample.

Sin embargo, al igual que el proyecto original de Ildefons Cerdà, el plan narrativo de Roig también quedará truncado; la muerte prematura de su hacedora dejó interrumpida la saga de los Miralpeix y los Ventura-Claret. Y aunque no tuvo ante sí un siglo, como pedía Canetti, para concluirla, Montserrat Roig sigue respirando en una obra abocada a describir la mirada de la mujer sobre sí misma y el otro, a fin de reconstruir su ciudad desde una galería de cristales esmerilados que las bombas no destruyeron durante la Guerra Civil, y donde cada vidrio coloreado se corresponderá con una forma específica del mirar.

Sentando en un balancín modernista, semejante al de la señora Altafulla, me gustaría repasar aquí esa reconstrucción, siguiendo un paisaje de plantas y flores recordado en ciertos vitrales familiares del carrer Girona que, como tantos otros, ya no revelan el ojo inquieto de mi Patricia Miralpeix particular, sino que ocultan el parpadeo mecánico de los ordenadores de una sucursal bancaria.

“He pasado las horas muertas de mi vida mirando la calle”, nos dice Mundeta Jover en Ramona Adéu (1972). Y hay, en esta confesión de la primera Mundeta, la certeza de haber sido pasto de un tiempo que, a diferencia del proustiano, una vez perdido no ha logrado recobrar, sino ha observado esfumarse con la misma impotencia con que ha visto desaparecer sus patios de palmeras y estanques bajo las claraboyas alquitranadas de fábricas y estacionamientos. Aquí la mirada femenina no ha participado en la reestructuración urbana, ni la mujer ha tenido voz para expresarse ante el otro; de ahí que su discurso se haya circunscrito a un monólogo tan interior como doméstica ha sido su vida. De la galería cubierta a las habitaciones de adentro, a través de un larguísimo y oscuro pasillo, que irá a desembocar en unos balcones a los cuales ella nunca se asomará abiertamente —solo las criadas haciendo la limpieza de los sábados— para evitar ser objeto de una segunda violación.

Y es que dejarse ver entre los geranios dispuestos sobre los barandales de hierro forjado, conlleva exponerse a ser penetradas a escala urbana por el lenguaje falocéntrico, duplicando y magnificando así la opresión a la cual las han sometido todos los hombres de la casa. Únicamente en el monólogo interior Mundeta encontrará placer entonces, pues ahí los labios podrán frotarse libremente sin permitir la violenta intrusión del lenguaje del otro que, como el pene conyugal, borra el goce e instala el dominio del hombre sobre la mujer territorializándola.

Descentrar tal dominio supone admitir la existencia de esa mujer quien hablándose mira por la ventana, conlleva reconocerla como una unidad independiente del otro, significa aceptar que no es del otro sino el otro; implica, en fin, escucharla para que ese monólogo se erotice, es decir, encuentre eco en el hombre y de la resonancia el diálogo estalle. Pero alcanzar con él el orgasmo no le ha sido dado a la mujer en general, por eso las protagonistas de Roig solo hablan con ellas o entre ellas.

Y quienes, como Mundeta Jover, crecieron en la Barcelona que preparaba su entrada en la modernidad, lo sabían muy bien, porque para esa generación, las murallas medievales de tan reciente destrucción, no habían caído todavía sino se fortificaban cada vez más. Era cual si todo el esfuerzo puesto por los hombres que, entonando el “Himno de Riego”, habían ido derribándolas, se hubiese trasladado a los brazos de quienes reforzaban aquellas que se construían para aislar los patios de l’Eixample y los jardines rodoredianos en las torres de Sarrià y Sant Gervasi.

Mundeta Jover, recién casada, en el único viaje a París que habría podido ser su oportunidad de mirarse abiertamente, se llevará consigo las murallas para observar, desde ese espacio cerrado, su cuerpo, su casa y su ciudad, a través de un monólogo donde reafirma su extrañamiento hacia todo aquello que no sea visto en función del otro. Solo como “la ‘reina’ de Francisco Ventura” el cuerpo podrá seducir, la casa será habitable, y París aparecerá “tan mezquina y provinciana como Barcelona”; sin darse ella cuenta de que, al circunscribirse a la jurisdicción del otro, está hipotecando su mirada, y por ende condenando su lenguaje a un onanismo del cual no saldrá nunca más.

Apenas regrese a Barcelona, Mundeta experimentará tal certeza: su cuerpo se cierra al placer ante un marido incapaz de satisfacerla, las tareas domésticas le asfixian, y la ciudad —único eslabón del cual no se ha desencantado todavía— se le hurta. Al perder el cuerpo, a Mundeta Jover solo le resta la mirada; pero más que el cuerpo sin órganos de Antonin Artaud y Gilles Deleuze, lo suyo será entonces un órgano sin cuerpo: la vista, con la cual teje el doble monólogo, afuera y adentro.

Montserrat Roig ha hecho uso de esta imagen buscando explicar la dirección de la mirada femenina. Para ella es una mirada “bòrnia”—tuerta—, a fin de que la mujer con un ojo mire y con el otro se mire. ¿Pero hacia dónde irá a mirar Mundeta Jover, si frente a ella únicamente hay muros, patios y claraboyas? Quedará circunscrita a un mundo oculto dentro de la casa, y el afuera será la caja de Pandora lacrada que no se atreverá a abrir. Su mirada es entonces boomerang: mirada ciega que ve hacia el interior y al devolverse se cierra sobre sí misma, haciendo que la mujer interponga, como única fortaleza, la máscara de una feminidad aprendida que la objetualiza y la vulnera, la vuelve adorno para la casa y un espacio anulado, un hueco para el afuera hacia el cual proyecta su ansiedad, su insatisfacción y la violencia de un deseo que quedará insatisfecho, o satisfecho a medias y en la clandestinidad de un parque.

Mientras riega los geranios, Mundeta Jover mira por sus balcones del carrer de Còrsega, y ve a un estudiante en los de la pensión de enfrente que la objetualiza al penetrarla con la mirada, y después, en sus cartas y escapadas por la Barceloneta, con la palabra propia, no extranjera como la del marido. Con ello esa posesión, ese pasar a ser de otro, recobra una catalanidad que Mundeta había inconscientemente perdido al casarse. Sin embargo, el estudiante tampoco privilegiará un diálogo, sino llevará a cabo una doble intrusión en el lenguaje y el cuerpo de Mundeta, cierta tarde lluvioso enmarcada por la cascada y la isla de los álamos del Parc de la Ciutadella. Intrusión de la cual solo quedará el desencanto y la vergüenza que el tiempo y el repliegue total de Mundeta Jover sobre sí misma, se encargarán de idealizar para las generaciones representadas por las Mundetas de la guerra y de la postguerra, tal como veremos en la segunda parte de este artículo.

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