Originalmente publicado en Prodavinci
No hay venezolano que en una mirada retrospectiva no quede atónito ante el vértigo mutante de la realidad que le circunda, ante el acertijo de cómo Venezuela se desbarrancó. En una entrevista a Manuel Llorens publicada en Prodavinci, surgió una señal. El sugerente encabezado de la conversación era el siguiente: “No hay símbolo que aglutine el descontento”.
Se refería, por supuesto, al atolladero y la desesperación de una sociedad que no ve el final del túnel. La proposición del título aludía, de manera tangencial a la necesidad de hallar un rastro perdido.
El símbolo
Cuando en lenguaje coloquial decimos que algo es un “símbolo”, o que es “simbólico”, implica que algo más allá de los límites racionales abarca nuestro entendimiento. Algo tácito rodea su figura como una nebulosa, fuera de lo concreto del contenido literal. Así se confiere una imagen latente, no explícita, a aquello que nuestra consciencia quiere expresar con palabras. Y es así como su influencia penetra el ámbito de lo inconsciente.
La cultura es simbólica: la religión, los rituales, el arte y la poesía son simbólicos. Los sueños también lo son. La forma como hacemos las cosas es simbólica y está respaldada por configuraciones inconscientes que son arquetipales, tienen un significado y han evolucionado con la cultura del hombre. Por esa razón, cada pueblo tiene sus tradiciones.
Pensar en forma simbólica solo le es atribuido al ser humano, pues la proposición requiere de complejidad en el lenguaje y de una aproximación a la imaginación, posible solo en el homo sapiens.
Lo importante del símbolo es que es de utilidad para propiciar la imaginación y crear realidades paralelas como el mito. Todas las civilizaciones, sin excepción, crean sus propios mitos.
Alan Barnard2, profesor de Antropología de África meridional de la Universidad de Edimburgo, refiere: “Una vez que el pensamiento simbólico ocurre, influencia el lenguaje, rituales, música, arte y creencias, y un desarrollo más completo del lenguaje. Y de estas formas culturales eventualmente brotará la complejidad lingüística que se requiere para el pensamiento mitológico”.
La observación de Barnard sugiere que la generación del mito comienza con el pensamiento simbólico, tiene un carácter evolutivo y hunde sus raíces en las profundidades psíquicas de nuestros ancestros. Está atado a lo más hondo de nuestros orígenes y forma parte del inconsciente colectivo*.
Jung3 decía: “Como hay innumerables cosas más allá del entendimiento humano, usamos constantemente términos simbólicos para representar conceptos que no podemos definir o comprender del todo. Esta es una de las razones por las cuales todas las religiones emplean lenguaje simbólico o imágenes”.
Se puede agregar que todas las ideologías se benefician del lenguaje simbólico. También las organizaciones sociales. Así configuran argumentos particulares que se apoyan, generalmente, de forma no explícita en un mito de creación. Las analogías y metáforas que colman el lenguaje, propician lo simbólico. Aportan profundidad a la expresión verbal, más allá del espacio de lo inteligible que se le atribuye a la realidad concreta.
Borges4 afirma que las metáforas “son la unión de dos cosas distintas”. Si digo que el azul del mar habita tus ojos, es una metáfora de la inmensidad, de la profundidad alrededor de tus pupilas. Si digo que su voz tiene la fuerza del trueno, le confiero un aspecto sobrenatural a la persona a quien atribuyo una alocución o un discurso.
Lo que alude J.L. Borges, no es cosa menuda, pues si los mitos están compuestos de metáforas simbólicas, lo opuesto entre dos cosas, por ejemplo, fuego y agua, combinados dentro de las imágenes de las metáforas, prefiguran lo mítico; es decir, lo contradictorio entre ficción y realidad deja de ser un problema a resolver por la razón.
De esta manera se crean en la arenga de la gente, de boca en boca, donde el contrasentido de las asombrosas analogías o metáforas que hacemos sobre personas, o sobre la realidad son, en parte, lo que las transforma en ficciones con vida propia, asumiendo así un rango sobrenatural.
El mito
El mito en toda sociedad moderna siempre está presente, en los estratos más o menos educados de un colectivo de individuos, o más allá, en todos los ciudadanos que componen una nación. El propio García-Pelayo6 argumenta que “la formación de una teoría política destinada a su entendimiento y, en general, una racionalización de la ‘cultura política’…, sólo aparecieron por primera vez en la Grecia del iv siglo a.C. Hasta entonces, la realidad política, al igual que toda realidad, fue interpretada en términos míticos”.
Con respecto al título de la entrevista hecha a Llorens, cuando se observa una sociedad que abriga con desespero el anhelo de organizarse en torno a una figura que represente o simbolice sus valores como un líder, se tiene certeza de que aspectos regresivos han anidado en el inconsciente de la estructura de esa psique colectiva. Se ha devuelto al mito cosmológico. Esa sociedad retrocede a lugares primigenios en los cuales las organizaciones tribales lidiaron para constituirse en una comunidad amalgamada. Las tribus necesitaban reprimir ciertos aspectos sociales, individuales y psíquicos para obtener un fin común y “conveniente” para el grupo.
Los jefes tribales estaban investidos con aspectos simbólicos y atributos sobrenaturales para guiar a su gente. Existe identificación en una especie participación mística** del pueblo con el jefe tribal. A veces, ostentaban un nombre de ficción compuesto por el carácter de ciertos animales, quizá un tótem de la tribu: Toro sentado, arañero, etc. Algunos gobernantes o reyes que han dirigido en tiempos difíciles se les acuñan apodos similares. A Winston Churchill se lo elogió con el apodo del león británico, a lo que él respondió: “El león británico fue el pueblo, yo solo di el rugido”.
El adversario o enemigo externo, real o imaginario, es una condición psíquica para las tribus, pues de esta forma se cohesionan mejor. A partir de la perversión de esta característica tribal, existe la posibilidad de que yazca aquí el origen de los populismos, pues no es casual que estas formas políticas se apoyen en mitos folclóricos en los que el enemigo es fundamental.
En el populismo que ha existido en Venezuela, el Gobierno siempre tiene un enemigo interno a vencer: la derecha apátrida, los escuálidos, la oligarquía, los terroristas; o externo: el imperio. Y la forma como el Gobierno es atacado, siempre es una ficción compuesta de realidad y fantasía delirante: La CIA nos espía desde los aparatos de televisión de nuestras casas. Este tipo de gobierno cuasi tribal, que necesita a muerte la identificación con un jefe, favorece la psicosis de masa, inconsciente y destructiva, pues todo un pueblo está en manos del líder y sus apetitos.
Siguiendo con el mito, Manuel García-Pelayo7 acota: “Hay una diferencia fundamental con épocas anteriores, consistente en que a partir de ahora existe la consciencia de una tensión entre el mito y la razón… Pero en todos los momentos críticos de la vida social del hombre, las fuerzas racionales que resisten al resurgimiento de las viejas concepciones míticas pierden la confianza en sí mismas. En esos momentos se presenta de nuevo la ocasión del mito”.
El mito vive entre nosotros como una sustancia proteica y vigorizadora: tiene existencia propia. Razón y mito conviven en complacencia en las sociedades contemporáneas, y no son excluyentes. Así también cohabita lo racional y lo irracional en nosotros; sin embargo, como se ha observado en los estudios modernos de psicología, lo irracional es desconocido, inmenso, profundo e imponderable: la razón está atada a los límites de la consciencia. Al contrario de lo que se piensa, el hombre es un ser irracional domesticado por la cultura.
El balance entre estos opuestos se pierde cuando la realidad, tal cual es, pierde su “sentido y significado” y se intercambia por espejismos: “hagamos la revolución”, “pa’ lante, comandante”, “make America great again”, etc. Slogans vacíos de contenido que atizan la fantasía del mito.
Así los complejos autónomos de un colectivo, de los que no se tenía una consciencia real, adquieren una energía inusual. Por ejemplo, en el caso de Venezuela: “la deuda social”, la pobreza, la emoción de envidia tan vigente en la sociedad venezolana, la ficción de la riqueza petrolera, y al final, el mito originario de los héroes de la nación. Habría que agregar que la energía de estos complejos autónomos se alzó en Venezuela sobre la histérica puerilidad de la psique de su colectivo.
Los espejismos que inducen el desbalance entre realidad y mito suceden cuando existen fallas tectónicas psíquicas en las estructuras de una comunidad, a las cuales les podemos dar el nombre de heridas en el alma de una sociedad. Ya en el ámbito del mito no se necesitan los conceptos que nos aproximen a la razón. Mentiras y verdades tienen el mismo valor. Las contradicciones más bien aúpan la imaginación que favorece la mitología original.
Se ha observado cómo en algunas campañas electorales, en el pasado y en la actualidad mundial, en las que se combinan populismo, fanatismo, psique colectiva tribal y mito, lo falso y lo verídico van de la mano y adquieren a misma estima para el público que no discierne.
La elección de Trump en los Estados Unidos, por ejemplo, no es una sorpresa. Se hizo realidad gracias a que su campaña se fundamentó en el mito singular de esa nación, que entre otras cosas incluye: el sueño americano, la supremacía del hombre blanco, el racismo acérrimo que nunca ha sido sanado en realidad, la tenencia de armas por cualquier individuo, independientemente de su condición mental, la consideración del género femenino como inferior. Y la estupidez de lo “políticamente correcto”.
Lo impresionante es que haya sucedido luego de que ese país tuvo el primer presidente negro de su historia, y que con frecuencia existan matanzas de personas inocentes por individuos armados y desequilibrados, creando dolor y duelo en las familias de los ciudadanos estadounidenses. Además, lo peor, la ley encarnada en la policía que decide si mata a alguien o no, por el color de piel. Este hecho delata que en ese país todavía no hay una compensación de opuestos, ni equilibrio en la balanza. Y posiblemente estos elementos sean los que desaten su decadencia.
Si las tradiciones fracasan en asimilar las nuevas ideas y los proyectos, al final los logros y alcances conquistados por las propuestas novedosas se desvalorizan. Surge así el vacío. La colectividad se hunde en la ansiedad y el miedo por lo incierto del destino. Se desequilibran los opuestos: razón y mito, y al tener preponderancia lo irracional en el hombre, el colectivo opta por la seguridad que emana de la energía del mito. Como consecuencia, hay una regresión y lo mítico adquiere el brío de la realidad.
Al desembocar las nuevas proposiciones, ideas, reflexiones y emociones en el delta del mito, por no haber sido asimiladas por las viejas creencias, pierden lo humano que en éstas existía y son devoradas por lo sagrado de lo mítico. Ya no serán las reflexiones novedosas que pudieran guiar un colectivo. Se asimilarán al dogma del momento que puede ser político, religioso, teórico o ideológico, y se harán parte de la estructura del mecanismo que las ha pervertido: fascismo, comunismo, nazismo, castrismo, chavismo, estado islámico, o trumpismo.
El problema se suscita debido a que el símbolo, y las redes del mito que lo rodean, al ser una polaridad se lo tragan todo e incrementan en sí lo destructivo y sombrío del polo opuesto: lo racional. Habría que pensar en este instante en la Alemania nazi y, por qué no decirlo, el mal que en la actualidad se ha ido sembrando en la sonrisa de los gobernantes de Venezuela, quienes gota a gota, y por detalles, han ido regando de inseguridad, muerte, inflación invivible, enfermedad, desastre en los servicios públicos, convirtiendo el país en un gran campo de concentración y a sus inquilinos poco a poco en desalmados.
Ya dentro del mito, es así como aparecen estos cuentos que lucen absurdos, pero no lo son: cuando alguien que representa un cargo preponderante en una nación dice que en una capilla de una iglesia oyó un pajarito que cantaba, y por el canto, supo que era el recién muerto presidente. Persona muy importante en el imaginario colectivo popular nacional. Y el funcionario inmediatamente le responde con un silbido y ambos establecen comunicación. Está apelando (no se sabe si de forma consciente) al mito cosmológico y, por qué no, incluso, al mito de la Trinidad y el Espíritu Santo.
El pájaro que habla representa lo de arriba, lo sobrenatural. El lugar escogido es perfecto, la iglesia, un espacio sagrado, y quien lo escucha, asume que es su elegido sobre La Tierra, supuestamente investido por la divinidad.
Los signos, símbolos y los mitos sirven para conservar unida a una nación, o la ideología de un Estado en contra de su destrucción. Eso es claro, pero la cultura suaviza su significado y la influencia que tienen en el colectivo de sus ciudadanos.
Las regresiones
La evolución de la humanidad se ha hecho, entre otras cosas, a punta de regresiones, y en el estudio de la historia se observa que los humanos tenemos cierta afición por éstas.
Al presentarse circunstancias adversas en la realidad, a veces se precisa de las fuerzas primordiales para adaptarse, sin embargo es un azar el pretender que las regresiones sean una garantía para retomar el camino extraviado. Encontrar el hilo de Ariadna no es fácil, pues entre las características de lo regresivo está el perderse, o quedar anegado en las arenas movedizas de lo ancestral.
Al adentrarnos en el ámbito de las fuerzas primarias de la evolución, las leyes se desvanecen. Es el mismo terreno que pisan los titanes. Allí todo es permitido, hasta devorar a los hijos. La violencia de la barbarie es la única norma.
Se pueden detectar algunos aspectos regresivos en la psique colectiva de una nación, cuando por un lado, a un individuo se le atribuyen rasgos mesiánicos y religiosos, y por el otro, esa misma persona ostenta los poderes terrenales de un gobierno. Es decir, que simbolice la providencia de un país como si estuviese iluminado por fuerzas “divinas”, y a la vez detente en sus manos todas las fuerzas institucionales y coercitivas que componen un Estado.
Con la aparición del cristianismo en las tierras del imperio romano con su: “Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, se produce la escisión primigenia entre lo terreno y lo divino. Que será ampliada a través de la historia, teniendo como expresión extraordinaria la Revolución Francesa. Con ello el laicismo, adquiere anuencia de ciudadanía. La huella de esta escisión tiene una referencia en el colectivo de las repúblicas del mundo occidental. Cada quien es responsable de su creencia y la ejerce de manera que no coarte la libertad de los otros o, por lo menos, debería ser así.
En el Occidente, católico o protestante, el Dios todopoderoso, con su sapiencia espiritual y terrenal, solo ha sido encarnado por un hombre: Jesucristo. Para observar las manipulaciones del mito cristiano por los políticos, por ejemplo, hay una reciente. Cuando Lula Da Silva fue sometido al escarnio público con su juicio, dijo: “En popularidad, solo me gana Jesucristo”, también hizo alusiones a la vida de Cristo comparándola con la suya. Allí demostró, de forma clara, un encubrimiento tras el mito y, por qué no decirlo, su hybris***.
A nuestro pesar, la historia siempre es paradójica. Y cada cierto tiempo, aparecen esas figuras que pueden ser presidentes, líderes carismáticos, dictadores, héroes nacionales, vengadores con ideologías sociales, salvadores de la patria, millonarios con fórmulas mágicas para mejorar la economía de un país y paremos de contar.
La figura sólo debe tener un atributo: representar algo simbólico, un “mesías”, un “rey”, o alguien visionario, dotado de una “sabiduría” fuera de lo común, al cual se le atribuyen casi los rasgos de un semidiós y, como consecuencia, debe detentar el poder “per saecula saeculorum”. Luego de su muerte, sus ideas deben ser compartidas, reverenciadas, seguidas por el colectivo, sin desviación y así formar parte del mito de una tribu, una nación, incluso un continente.
En América Latina hay un ejemplar: Fidel Castro. A pesar del exceso de los aspectos oscuros de su figura, sus seguidores van y vienen y se cambian de vestimenta, pero él sigue allí. Ahora más, luego de que ha muerto y su mito se extiende como una onda tóxica y fantasmal.
En realidad las ficciones de los líderes mesiánicos y megalómanos del mundo son siempre las mismas: perdurar en el imaginario colectivo de quienes representan. Aunque, al final, se transformen en un espectro como la momia de Lenin, en Moscú. En Rusia, por ejemplo, siempre habrá el fantasma de la búsqueda de líderes carismáticos que representen el poder hegemónico, e “indestructible”, como el que una vez ostentaron los zares y luego imitó el imperio soviético. Un símbolo entre tantos es la momia de Lenin, so pena de padecer lo que le sucedió a Mijaíl Gorbachov.
El que orienta los caminos de una sociedad en el mundo democrático occidental, es habitualmente un presidente, o un primer ministro. Él representa el lugar de arriba, pero no interpreta un símbolo sino un espacio desde donde dirige de forma transitoria los pasos de una nación. Está investido del máximo poder y autoridad, ceñido a las leyes que rigen la estructura social de un Estado, sin embargo, es un poder terrenal, con límite de tiempo y con funciones ajustadas por las asambleas o congresos, elegidos por sufragio. Esas instituciones son las que deberían ostentar lo simbólico en una nación moderna.
Hay una dinámica en el inconsciente colectivo que trasforma las sociedades. Lo podríamos llamar espíritu de los tiempos y es independiente de la voluntad de sus líderes; claro está, a menos que se petrifiquen, como es el caso de Cuba o Corea del Norte, por ejemplo.
Lo perverso está en que se obligue con la ortopedia del poder a imponer un sistema político como el comunismo a una sociedad que lo rechaza por no tener tradición de esa forma desprestigiada de vivir.
C.G. Jung8 señala que “el significado de los símbolos depende enteramente del estado de consciencia del individuo”.
En Venezuela, en 1999, hubo alguien que aglutinó el descontento. Representó un símbolo y las propuestas que requería el país para darle una respuesta al reto de modernizarse fueron sustituidas por autoritarismo. Luego de su muerte, el símbolo se perdió y se quebró. Sus seguidores tratan de sostener el símbolo. Se le llama galáctico, eterno, buscando lo divino. Y rinden culto a un mito que ya no existe.
Al perderse el símbolo aparece el caos porque dicha pérdida induce desintegración de todo orden construido sobre falsas estructuras. Desaparecido el mito, sucede la degeneración y surge el mal. Hoy la ciudadanía venezolana sufre y lucha por liberarse de tal escogencia.
Referencias
* Inconsciente colectivo: término acuñado por el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung, quien postuló la existencia de un sustrato común a los seres humanos de todos los tiempos y lugares del mundo, constituido por símbolos primitivos con los que se expresa un contenido de la psique que está más allá de la razón.
** Participación mística: término acuñado por el antropólogo francés Lévy-Bruhl, indicando ausencia de límites, una sensación de fusión entre el organismo humano y su medio ambiente.
*** Hybris: es un concepto griego que puede traducirse como “desmesura”. Un intento de transgresión de los límites impuestos por los dioses a los hombres mortales terrenales.
[1] Hugo Prieto. Abril 2016. “No hay símbolo que aglutine el descontento”. Entrevista a Manuel Llorens. Prodavinci.
[2] Aland Barnard. 2012. Genesis of Symbolic Thought. Cambridge University Press, P 147.
[3] C. Jung. El Hombre y sus símbolos, 1995. Paidos. P 21.
[4] Jorge Luis Borges. 2001. Arte poética, Seis conferencias. La Metáfora. Crítica Letras de la Humanidad. P 37.
[5] Manuel García-Pelayo. 1981. Los Mitos políticos. Alianza Editorial. P16-17.
[6] Manuel García-Pelayo. 1981. Los Mitos políticos. Alianza Editorial. P 12.
[7] Manuel García-Pelayo. 1981. Los Mitos políticos. Alianza Editorial. P 19.
[8] G. Jung. 1932. La psicología del yoga Kundalini. Editorial Trotta. P141.