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Mi pasión Turca

Leer es viajar, acercarse a lo lejano, sin riesgos, llevada de la mano; es conocer lo desconocido, y reconocer lo que se parece; leer es llenarse de mundo. Por eso cuando tienes la suerte de finalmente pisar tierras turcas, luego de haber leído la novela que sucede en Istambul, el rastro de lo leído guía tus pasos irremediablemente.

No es exactamente lo que el escritor describe lo que llena tu preconcepción del lugar, sino lo que imaginaste a partir de lo que el escritor escribe. Tal vez por eso sea tan difícil coincidir con ninguna película basada en una novela. Ni siquiera cuando el mismísimo escritor participa en la escritura del guión, logra parecerse a tu propia interpretación de la novela que leíste antes de ver la película. Porque cuando la leíste tenías una edad, una manera de ver, hacía calor y era siempre de noche, o llovía y se parecía a una vez que a ti te pasó igualito que a la mujer de la novela… y eso lo cambia todo. Porque para el viaje que es la literatura tu llevas tu propio equipaje.

Por eso puedo decir con toda confianza que la película de La Pasión Turca traicionó la novela homónima y previa, desde el principio hasta el final. Primero y ante todo porque la protagonista no era yo sino Ana Belén, en nada parecida a la protagonista imaginada. Con una visión demasiado europea, la película está lejos de mostrar la esencia de lo no europeo ni tampoco asiático que tiene la cultura turca que sucede entre dos aguas, justamente lo que constituye su misterio. Eso que crees que entiendes pero no, que seduce en la novela, está masticado en la película a favor de evitar el tipo de complicaciones o profundidades que alejan al espectador que sólo busca entretenimiento. La película adolece además de un romanticismo edulcorado para el consumo masivo, que apenas se acerca a la fuerte carga erótica de la novela. Tal vez por eso se llegó a saber que Antonio Gala no congenió con mas de una de las escenas filmadas. Y no es que la novela no tuviera sus fisuras: justo en el clímax de las descripciones mas atrevidas, el autor deja ver claramente que es él con su sexualidad el que habla, y no una mujer española casada y escapada de su casa llevada por una pasión delirante. Por muy ciegamente enamorada a la hora de ponerle nombre a las cosas, una mujer jamás diría que agarra el pene del amante satisfecha de tener el cetro entre sus manos. Eso no se parece a lo que siente una mujer. No son cosas de mujeres. Sin embargo, en general, puedo decir que el manejo del erotismo del autor logra convencer y conducir la imaginación.

Con esos olores, humores y sabores adjetivados por Antonio Gala llegué a Istambul: de su puño y letra, entre líneas y callejuelas que se desdibujan de puro misterio; tanteando entre dos mundos que nunca terminan de revelarse a pesar de la desnudez del sexo encarnado. Llegué con el sabor de la novela, no importa si la leí hace mas de muchos años. Y no sé si fue por eso pero cuando estaba por fin en el lugar de los hechos literarios, definitivamente sentí una energía sexual que latía constante y soterrada en el aire. Un cierto ritmo impuesto desde el entrepierna de los muchos mas hombres que mujeres en las calles. Su mirada multiplicada golpeaba directo en los ojos, como si tuvieran derecho. Como un llamado, un reto. Una invitación, un riesgo. 

Las pocas mujeres -algunas tapiadas de velo y túnica, otras entalladas de escote y tacón-, todas coincidían en ignorarme por completo. Para mí por el contrario, era difícil ignorar la voz de alerta de su presencia. Casi una amenaza, una recriminación, también cargada de sexo. El desprecio a la extranjera es una advertencia: mejor es mantenerse a raya, los turcos son de las turcas, aunque te miren con deseo. 

Debo aclarar que ese sexo que flota en el ambiente en Istambul, no se parece en nada a la mirada lasciva del occidental que espía lo que apenas esconde la minifalda adolescente. Este se desliza silencioso en los pasillos del gran bazar sin nada que lo evidencie, sin posibilidad de defensa entonces. Ningún hombre te dice nada indecoroso, tampoco te mira las curvas, pero si entras sola a alguna tienda, sientes el peligro. De algún lugar, común aunque no dicho, surge inexpugnable el miedo a que te secuestren, un susto mas que imaginado, que te enfrenta a la posibilidad de no volver a ver nunca mas a tus queridos y demás, rumbo a lo desconocido que subyuga. Tal vez todo sea porque el guía turístico turco de la novela deja a la protagonista española encerrada en el apartamento, por mostrarle quién es el que manda, dueño y señor, pues eso será allá en España que las mujeres tienen el derecho a moverse libremente… 

Las calles aledañas al bazar se ordenan según lo que venden, todas las hebillas de todos los cinturones posibles, desde Chanel hasta los punk de Carnaby Street. Al cruzar la esquina, en unas mesas en medio de los transeúntes, se agolpa gente comiendo sardinas, pescado, cebolla cruda, pan y cordero como en el principio de los tiempos. Era fácil sospechar que aquellas sardinas eran un manjar. Logramos hacernos de un lugar compartiendo mesa con hombres desconocidos, cada quien ocupado en su alimento, nadie miró a la extranjera que se pasea acompañada. No me miraron pero me hicieron sentir sardina, con sus pulsiones devoradoras.

Se vaciaron dos puestos y se acercaron dos mujeres que dudaron en sentarse. Como no había puesto en ninguna otra mesa terminaron por ocupar los banquitos vacíos, sin mirarme ni un instante, mucho menos sonrisas ni saludo. Por ellas me convertí en sal regada, en columna de humo, en servilleta de papel. Apenas se desocuparon dos puestos en otra mesa, las mujeres se mudaron prestas. Pude sentir su desprecio, también sexual.

Tengo noticias de las luchas que bregan las feministas turcas, valientes hasta la muerte. Y me sospecho que no me tropecé con ninguna de ellas en los escasos tres días que pasé en Turquía. La habría notado en su razón de lucha, libre de ejercer su curiosidad, superando la amenaza de lo extranjero que potencialmente viene a quitarle lo que es suyo, y tal vez habría merecido su sonrisa. Sí me tropecé con un caballero que en ocasión de indicarme una dirección, cuando supo que era venezolana me habló de Antonio Lauro y Maracaibera, su vals favorito. Y la emoción que me invade porque Antonio Lauro es grande y es de todos, me autorizó el derecho a saber que Santa Sofía es de todos, porque la iba buscando desde antes y por fin me encontré en ella y me la llevé. 

A Santa Sofía me llevó Miguel Arroyo, cuando nos leyó su clase sobre el lugar mas bello del mundo. Le estaré siempre agradecida. Porque Miguel no sólo me supo hablar del virtuosismo de la escuela veneciana del renacimiento, la severidad de la arquitectura de Louis Kahn o la pintura comprometida de Goya… Miguel me enseñó a ver. Escribía sus clases maestras que luego nos leía con voz pausada y sabia, con tanta responsabilidad que aun me hace responsable a mí de lo que me dio. Santa Sofía, la expresión más hermosa de lo humano que desde entonces quise experimentar, la belleza de la que el hombre es capaz, en armónica combinación con la naturaleza. 

¿Y si digo Isidoro de Mileto? Nadie sabe quién es. Ni siquiera los arquitectos más avisados le rinden suficiente respeto al alquimista de este espacio que hace dialogar la luz y la sombra, el afuera y el adentro, como si se tratara de magia. Como protegida por un manto celestial, eres la escogida, sólo tú, no importa que hayan miles de turistas alrededor. Seguramente todos están sintiendo lo mismo, únicos y elegidos, todos boquiabiertos y mudos por el estupor que produce la perfección. Enorme, te hace sentir el poder de Dios, o de los dioses varios que la han habitado a lo largo de las transformaciones históricas del sistema de creencias del lugar. Y para mayor asombro, al cabo de los minutos, te invade la sensación de que también tú eres enorme, hinchada de magnificencia, reproducida en el gesto humano de la construcción de semejante edificio de arte sagrado. No por religioso sino por magnífico. Santa Sofía es una creencia, en el hombre, en el arte. 

Todo esto me ayuda a decir que cuando se escribe uno es responsable de lo que siembra en el corazón de los que lo leen. Por eso es justo ponerle corazón a lo que escribes. Y por eso la buena literatura no es cosa que se inventa ni se decide, es la literatura que va de corazón a corazón. Aunque tenga la forma de una clase sobre Santa Sofía, milagro de Constantinopla. Por eso, mi momento de mayor pasión turca, fue cuando entré en Santa Sofía, conmovida hasta las lágrimas al constatar que las sospechas que sembrara mi maestro en mis años de estudiante, eran ciertas. Emoción que trato de reproducir en estas líneas, siguiendo su consejo cuando en ocasión de leer uno de mis trabajos me hizo la acotación, “es la presencia de ti en lo que escribes, lo mejor de lo que escribes”. ¡Te lo debo, Miguel!

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