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Roberto Ponce Cordero
Roberto Ponce Cordero - ViceVersa Magazine

Todo es mentira la verdad

“La historia es una mentira”, dijo como primera frase de su absoluta primera clase el que, durante dos o tres largos años, fuera mi profesor de historia en el bachillerato. Eran los primeros noventa del siglo XX y la idea de la historia como una mentira se sentía todavía como… radical, rayada, máxime en el contexto de un colegio guayaquileño que no por privado, internacional y experimental dejaba de ser un colegio guayaquileño privado, internacional y experimental muy centrado tanto en educar como, también y sin muchos ambages, en disciplinar y en castigar. Recuerdo la sonrisita pedante del mencionado profesor cuando nosotros, los imberbes, intentamos decirle que no, que sí había objetividad histórica, hechos, verdad, acaso usando términos menos especializados que estos pero en el indomable espíritu de la defensa de la existencia de la realidad. El profesor de marras, que en paz descanse (murió hace unos doce años), era joven y todavía, en su inmadurez, visiblemente gozaba de aplastar intelectualmente a adolescentes en babia, de modo que lo hizo y nos explicó que los relatos que reconstruyen el pasado no son el pasado en sí sino aproximaciones más o menos sesgadas y que siempre obedecen a intereses actuales, así como que la historia la escriben los vencedores, centrándola en personas a quienes convierten en mitos o en superhéroes, o en su defecto en villanos, por lo que no se trata de una verdad universal y, por lo tanto –así era, al menos, la espectacular conclusión a la que llegaba él–, es mentira todo. El último salto lógico no tenía demasiada lógica, la “verdad”, pero nos dejó predeciblemente callados.

Por supuesto, casi treinta años después estoy, muy pese al tono arrogante del profesor, a su evidente intención de sorprender y a su simplificación escandalosa de debates historiográficos profundos, tendencialmente más cerca de su posición que de la mía propia cuando era un mocoso que no sólo creía que era posible acceder a una verdad objetiva sino que, además, creía tener la llave para dicho acceso. Y una de las razones para tal cambio de perspectiva, más allá del proverbial envejecimiento y de la consiguiente conciencia de la intrascendencia a nivel personal (¡somos polvo de estrellas!), fue que en mi época de “estudiante” universitario (es un decir) me tocó encontrarme con la visión del mundo de Hayden White.

En efecto, los textos de White, historiador norteamericano nacido en 1928 y fallecido hace pocos días, el 5 de marzo de este mismo año, son como para trastornarle el mate a cualquiera o, en palabras más académicas, cambiarle los marcos de referencia a cualquiera que los lea en serio y se deje llevar, así sea por un ratito, por sus más insospechadas implicancias. En última instancia, este monstruo de la filosofía de la historia tuvo una única idea brillante pero, con ella, contribuyó a desestabilizar todo el campo en el que se movía y a oxigenarlo para llevarlo a una explosión de propuestas aún parcialmente inciertas y, por eso mismo, esperanzadoras: básicamente, White argumentaba que la historiografía tradicional o, para ponernos menos técnicos, la historia, no era ni de lejos una ciencia que permitía aproximaciones a una realidad pasada y exacta sino que, más bien, tenía la estructura de los discursos narrativos y manipulaba o movilizaba, entonces, modos, figuras, estilos y técnicas provenientes de la literatura para, así, promover una u otra ideología en una arena de narrativas que compiten entre sí por el estatus siempre privilegiado, aunque también siempre inestable y en disputa, de “verdad”.

Como tantas ideas geniales y que en retrospectiva parecen duh! (la lucha de clases, la evolución, la muerte de Dios, la existencia del inconsciente, etc.), la idea de que la historia no es la Historia sino una narrativa y, de hecho, una narrativa triunfante, por motivos totalmente ajenos a la entelequia de la “verdad histórica”, de entre muchas narrativas o historias posibles, puede ser vulgarizada ad absurdum (véase, por ejemplo, a mi profesor de historia del bachillerato, empeñado en tirarse a bacán, otrora, diciendo meramente que “la historia es una mentira”), lo que no necesariamente ayuda a su comprensión e internalización por parte de los estratos académicos, ya por no hablar de los otros. En el caso del pensamiento de White, éste no es solamente discutido sino activamente combatido por no pocos miembros del gremio de los historiadores tradicionales, quienes aparentemente ven, en la afirmación de que la historia tiene la lógica de un discurso narrativo y obedece a intereses particulares e… históricos, una amenaza a su posición –por cierto frágil– en el modelo neoliberal de la universidad imperante. Pero, más allá de las resistencias y de las inercias, la idea de que el lenguaje de la historia no es neutral y de que la así llamada ciencia de la historia dista de serlo, ya que, en rigor, ni siquiera la ciencia es eso que idealizamos como “la ciencia”, y al mismo tiempo de que eso no es algo malo, per se, sino simplemente la condición de posibilidad y de despliegue de una necesidad humana básica como la de la memoria y la de la interpretación recurrente y cambiante del pasado, ha calado hondo y ha dejado su huella en lo mejor de la escritura de historia, de narrativa de historia, o, mejor, de escrituras de historias y de narrativas de historias, de los últimos treinta o cuarenta años.

White empezó como estructuralista (su clásico Metahistory [1973] presenta incluso cuadros en los que se clasifican figuras literarias y modos de producción de historias de manera esquemática y digna de Excel) y se convirtió, acaso a regañadientes, en un post-estructuralista de los buenos: de los que no relativizan por el mero gesto sino que demuestran, en cada una de sus palabras, que no hay nada fuera del discurso, o previo al discurso, nada que no sea… palabras. En tiempos de así llamadas y sobre todo instrumentalizadas fake news, así como de hechos “alternativos” (un estado de cosas distópico, desde el punto de vista de cualquier cosa que hubiera podido imaginar, incluso en sus peores alucinaciones, White en 1973), conviene pensar en historias como “mentiras”, por volver a citar a mi profesor de hace casi treinta años, o en historias alternativas pero desde la alternativa que nosotros, éticamente, queramos, para intentar superar el oscurantismo y la apropiación light o for dummies del postmodernismo por parte de la derecha más arcaica –pre-moderna, vaya– que nos ha llevado a esta mierda, a la era de Trump y sus derivados…

“Todo es mentira en este mundo / todo es mentira / la verdad”, dijo Manu Chao en alguna de sus canciones. Todo es narrativa, todo es narrativas, diría yo con White.

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