¿Para qué verse si lo podemos resolver por email? ¿Para qué salir de la casa si aquí estoy de lo más acompañada, y nadie me ve la facha, ni siquiera me he quitado la pijama, no me tengo que peinar, ni hablar, ni hacerme la simpática…? ¿Para qué conocerlo si ya me sé toda su vida?
Me descubro con mucha frecuencia leyéndome posts que no me interesan para nada. Una frecuencia que pareciera crecer con los días. Demasiada frecuencia. Ilustro mi insomnio con imágenes que muestran a un padre perfecto rodeado de sus hijos que comentan con superlativo reconocimiento amoroso la foto, tal vez porque el padre en cuestión acaba de morir y fácilmente llegas a la foto de la viuda el día en que se casó con el padre en cuestión que, aunque usted no lo crea, es un perfecto desconocido, que no solo nunca he visto en mi vida sino que es muy poco probable que llegue a tener algún contacto con un familiar que tenga que ver con él… ¿cuántos minutos podemos pasar stalkeando a desconocidos?
La involuntaria vigilia que se alarga hasta las tres de la mañana, cuando está iluminada por la pantalla, la entretengo mirando la vida de una persona que me lleva a otra y luego a otra, personas que nunca he visto en mi vida pero de las cuales ahora sé a quién ama, cómo celebra su cumpleaños, cuándo murió su hermano, a dónde ha viajado, me sospecho qué rango de sueldo tiene, podría clasificar su gusto al vestir, sus preferencias decorativas, cuál es su color favorito, de quién es amigo… es tanto, que al cabo de un rato bien puedo suponer si le es fiel a su mujer, si le gusta lo que hace en el trabajo, y en cuanto a cuáles son sus preferencias políticas, sobre todo en los casos de países convulsionados tipo Venezuela, en cuestión de seis fotos puedo saber si vota o es abstencionista, si va al gimnasio o le gustan los gatos, a un nivel de detalle que sería muy difícil de superar ni que la vida nos cruzara en algún lugar…. ¿Cómo es que a pesar de que no me interesa particularmente ni su aspecto, maneras ni pensares, publicados en Facebook o Instagram, puedo pasarme tanto rato registrándole la vida? ¿Cómo se llama eso? ¿Curiosidad literaria… intriga sicológica, interés por la diferencia, exploración de lo humano…? ¿Qué nombre se le puede poner a eso para salvarnos de la perversión que muestra?
Y cuando no es un desconocido, los DIY, do it yourself ocupan nuestra inmerecida atención. ¿Cuántos minutos estás dispuesto a invertir en ver cómo se decoran unas franelas con mil ideas, con un gusto que ni remotamente se parece al tuyo? ¿Cuántas recetas has visto y olvidas, de comida que sabes que nunca prepararás? ¿Y los trucos de limpieza? La eficiencia hipnótica, de truculencia imposible de retener, para limpiar baldosas, manchas, vidrios, madera… mezclar tres cucharadas de vinagre en un recipiente de vidrio, con semillas de linaza hasta que la textura del vinagre se haga más espesa, colar y mezclar con cloro, meterlo en un vaporizador y dejarlo reposar durante 24 horas, espolvorear la mancha con bicarbonato y rociar el vaporizador mientras cantas una ranchera… y adiós a la mancha, ¿adiós al fastidio, adiós al vacío que quieres llenar conectándote en las redes? Si sabes que, de todas formas, a la hora en que se derrame el vino en el mantel, tendrás que googlear la solución a la mancha.
Dicen los sesudos de Harvard, que este vicio en el que hemos caído a través de la híper-conexión, es una tendencia irreversible. Lo denuncian artículos bien argumentados, que a través de datos y números concretos ergo convincentes, invitan a la dieta en el consumo virtual en red; artículos y trabajos de medición científica que aparecen en cualquier medio en cualquier lugar del mundo, diariamente. Pero esto no pareciera hacer ninguna mella. Es un vicio, y como todos los vicios, digan lo que digan, no importa. Lo que nos importa es lo que se dice en las redes, porque si nadie dice nada, es que no sucede.
Pero, de verdad… ¿logramos llenar el vacío cuando nos conectamos? ¿Lo llenamos con qué? ¿cuánto dura la satisfacción? Si lo que estamos haciendo es esconder la basurita debajo de la alfombra, ¿hasta cuándo, hasta dónde seremos capaces de aguantar con humanidad, esta deshumanización? ¿De dónde proviene esa necesidad de acabar con el pensamiento mínimamente libre, crítico, creativo… esa necesidad de negar nuestros adentros?
¿De qué estamos tan dispuestos a escapar sin voltear atrás? ¿Qué es lo que de la realidad no nos conforta como para sustituirlo por una adicción a la conexión virtual? ¿Qué es lo que no queremos ver… ni tocar, ni oler?
Ha sido tan fácil olvidar cómo era antes, ese antes reciente donde no existían los teléfonos inteligentes, ni las redes sociales, ni internet… simplemente lo hemos archivado como parte de un pasado al que nadie quiere regresar, un pasado imposible. Porque, a ver… o regresamos todos o nadie, porque no seré yo la que se pierda la fiesta. Pero… ¿cuál fiesta? ¿Qué familia? El chat familiar de WhatsApp, es el lugar que constituye la familia, que trata de curar la distancia con el cariño que se puede escribir con dos dedos. Y mientras… ¿dónde se guarda la tristeza que se acumula de vivir separados de los que más queremos?
Tenemos tanto invertido en acompañar nuestras soledades y distancias, en cubrir nuestras diferencias, de esta manera virtualmente conectados, que no es cuestión fácil plantearse el regreso. Nos hemos vaciado de contenido, y eso pareciera agravarse con los avances tecnológicos que se acumulan con los minutos. Es tanto que no lo podemos esconder, lo sabemos, pero yo no me atrevo a salir a la calle sin el celular.