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Roberto Ponce Cordero
Roberto Ponce Cordero - ViceVersa Magazine

Memorias de Alemania (Parte III)

A veces es difícil de creer para quienes venimos de lugares influenciados por el concepto anglosajón de “libertad de expresión”, en el que, por ponerlo de manera muy salop, todo vale (¡y carajo que somos expertos, en América Latina, en quejarnos públicamente, y en medios de comunicación de masas frecuentemente opositores a los gobiernos de turno, de la tiránica y dictatorial falta de “libertad de expresión”!), pero, en Alemania, está prohibido por ley negar el Holocausto. Está prohibido por ley hacer el por otro lado ridículo saludo hitleriano. Imprimir, comprar o vender el libro Mein Kampf, de autoría del mismísimo Adolf, está igualmente penado por la ley y, por más punk que seas, no puedes llevar una camiseta con un estampado de esvástica, a menos que quieras pasar la noche en la cárcel. Un libertario de derechas (me niego a llamarlos libertarios a secas) consideraría probablemente que esto es un engendro oprobioso del deep state o del así llamado –mal llamado, realmente­– “marxismo cultural”. En Alemania, un país socialmente liberal pero ni de lejos el “paraíso liberal” de las pesadillas de Ayn Rand, se trata de sentido común y de un aprendizaje básico de la historia. A nivel de país, seguramente ninguno ha metido la pata tanto y tan frecuentemente como Alemania, en los siglos recientes, y ninguna metedura ha tenido directamente las consecuencias devastadoras que tuvo la del estado alemán del III Reich. Los correctivos que aplique la sociedad para que esto no se olvide y no vuelva a ocurrir son necesariamente pocos, en cualquier caso, así que los de Alemania, en este sentido, son meros intentos de enmendar un error.

Por supuesto, la afirmación precedente dista de ser una verdad absoluta, o más bien las afirmaciones precedentes distan de serlo: Hiroshima y el Congo y la India y, si ya me ponen, Cajamarca demuestran mucho lo contrario o que, en todo caso, la capacidad de maldad y de impulsos genocidas está bastante bien distribuida y depende, más que de fronteras arbitrarias, de relaciones de poder contingentes y cambiantes. Pero no nos hagamos los locos y pongámonos la mano en el pecho: el Holocausto es un caso especial porque se trata del proyecto criminal más irracional de la historia, llevado a cabo de la manera más eficiente y racional que la historia haya visto, y con un “éxito” descomunal en los –por suerte– pocos años que duró. En Alemania, pues, que no en la actual Casa Blanca, está prohibido negarlo.

Pero eso no significa que los nazis no existan en Alemania, por supuesto… quizá hoy existen más que nunca. O bueno, no que nunca, pero más que en mucho tiempo. Hace mucho tiempo, sin embargo, tuve la oportunidad de manifestarme contra los nazis en Alemania, y más propiamente en el barrio suburbano de Hellersdorf de Berlín, como para ver si era verdad que toda incitación al genocidio estaba prohibida en un país “ach so” racional y liberal como Alemania. Salí con un leve contacto con la bota policial pero alguna de mis compañeras sí salió golpeada…

Recapitulemos. Era febrero de 1997 cuando los nazis, que no se llamaban a sí mismos nazis, por supuesto (eso está prohibido), anunciaron que marcharían en Berlín, en un barrio “deprimido” como Hellersdorf, para protestar contra la inmigración y para exigir que se les dé trabajo primero a los alemanes o algo de eso. La izquierda del país entero se movilizó en contra porque, en esos tiempos, veinte años antes del triunfo electoral de la extrema derecha en las elecciones federales de Alemania, estaba mal visto lo de ser nazi, y yo, mera hoja en la tormenta, acabé embarcado hacia Berlín, viviendo en Hamburgo, porque tocaba decir que “no pasarán”. Yo había soñado durante años decir “no pasarán”; realmente, desde que tenía uso de razón. Por fin los nazis me daban una oportunidad.

En aquella época, yo militaba en un grupo trotskista que se auto-denominaba espartaquista y que tenía no sólo el programa verdadero sino además el que había sido heredado de Trotski himself, pasando por Cannon. Era una secta en toda regla, en la que las citas de Lenin y de Marx se manejaban como evangelios y en la que la realidad (aterradora) estaba siempre contra nosotros, quienes éramos actores sumamente importantes y, vaya, la última esperanza de la humanidad… pero, por otro lado, era un grupo de sujetos comprometidos y con un análisis fino, brillante a ratos, de lo que era la sociedad en la que nos movíamos. Keine Appelle an den bürgerlichen Staat! No hay que apelar al estado burgués, en ningún momento y nunca, sino destruirlo. Veinte años después, y como si de la música de Rage Against The Machine se tratara, creo que mucho de lo que leíamos y pensábamos y decíamos, en aquellos tiempos, era premonitorio. Creo también que, como Rage Against The Machine, éramos completamente patéticos y nunca hubiéramos podido, o querido, de haber podido, tomar el poder.

Lo cierto es que con estos compañeros, a quienes a su manera extraño, me fui para protestar en contra de los nazis en Berlín y ahora me doy cuenta de que, como se trataba de una manifestación nazi permitida por el gobierno, ya que estos nazis no se llamaban nazis sino cualquier cosa (no recuerdo qué… en esos tiempos todavía no “alt-right” ni “libertarios”), éramos nosotros los que estábamos violando la ley, en Alemania. En ese país está prohibido negar el Holocausto pero, si lo niegas sin totalmente negarlo, “dudando” por ejemplo de sus números o de los hechos, puedes pasar de agache; con la misma metodología, en ese país no puedes sacar esvásticas y llamar al exterminio de pueblos enteros pero, si lo disfrazas de preocupación por la población alemana en tiempos de inmigración masiva, puedes marchar. Los nazis podían marchar entonces y nosotros, los que protestábamos contra ellos pero sin permiso estatal, estábamos prohibidos en la tan liberal Alemania.

Me hicieron un par de inducciones, los espartaquistas, junto a otras decenas de acólitos (seguramente ni siquiera decenas: era una secta bien pequeña, la verdad), y me sacaron las etiquetas de la bandera alemana que tenía yo en los hombros de mi chaqueta de invierno de la Bundeswehr, comprada en cualquier mercado de pulgas –y orgullo absoluto de un chico post-grunge como yo–, para que podamos ir a la manifestación sin símbolos nacionalistas del odiado imperialismo, FUCK IT! Hacía frío. Había miles de personas, decenas de espartaquistas y centenas o miles de personas de otras agrupaciones, que nos parábamos en las calles de Hellersdorf para que por ahí no pasaran los nazis. Pero los nazis no llegaban.

Luego llegaron cientos de policías, que defendían el orden y, sí pues, la libertad de expresión, y nos sacaron a palos de ahí. Esto es literal, no tiene mucha poesía: llegaron a dar palos y a sacarnos porque los nazis tenían permiso y acreditación para marchar y nosotros, en cambio, no. Recuerdo a la masa subiendo a una estación de tranvía, recuerdo a los policías plantándose en plan puñete frente a la masa, a cuya vanguardia iba yo como gil porque no era por estrategia o convicción sino por pura teoría del caos, recuerdo haberme preguntado qué tipo de huevos tenían los policías (en esos tiempos, yo pensaba en esos términos) para plantarse así, y ponerse en posición de guerra, frente a una masa que se les venía encima… y, cual escena improbable de Kill Bill, hacernos retroceder a todos, con la pura amenaza, casi sin lanzar una patada (a una compañera sí le rompieron la nariz en ese momento, de un solo y único toletazo), sin importar los números.

Y los nazis acabaron marchando, y nosotros, la gente normal, multitudes, acabamos perdiendo –veinte años después, hoy más que nunca– y haciendo nuestras vidas y preguntándonos qué pudimos hacer mejor, qué íbamos a mejorar en la siguiente manifestación… a la que, no obstante, nunca fuimos. Es difícil eso de protestar, cuesta plata, cuesta tiempo y, sobre todo, pasa una fuerte factura emocional. De veras no es fácil siempre perder. Los nazis son los perros guardianes de la burguesía, el último recurso del capitalismo y otras consignas espartaquistas, bla bla. Lo cierto es que, ese día, el estado alemán los defendió… y sabemos que no fue el último.

Así que, desmotivado, opté por una vida de clase media y no por una de militancia: ir al teatro, leer novelas, acaso procrear prole, permitirme gustos pop sin arrepentimiento y sin mayor lástima. Alemania como que fomenta eso. Alemania prohíbe negar el Holocausto pero la lucha contra holocaustos futuros, pensables, lamentablemente posibles (hallo, Alternative für Deutschland!), también es contra Alemania…

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