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Roberto Ponce Cordero
Roberto Ponce Cordero - ViceVersa Magazine

Memorias de Alemania (Parte II)

Pese a su proverbial abulia, la canciller Angela Merkel es un personaje en cuya biografía convergen muchos elementos de la historia alemana de la postguerra y que, por lo tanto, personifica varios de los cambios políticos y sociales de ese país en las últimas décadas: nacida en Hamburgo, es decir en el norte de la República Federal de Alemania (RFA), su vida transcurrió en la República Democrática de Alemania (RDA) hasta la reunificación de 1990, cuando deja su labor científica (tiene un doctorado en química cuántica, la Merkel, nada menos) y entra en la democracia cristiana en aquel entonces en el poder para, una década después, y como si fuera fácil, descabezar el partido de manera fulminante y convertirse en la jefa indiscutible de un movimiento conservador plagado de taras patriarcales y de viejas redes clientelares forjadas en el oeste alemán y a las que ella, por lo tanto, al menos en principio debería haber sido ajena. Hoy lleva ya trece años de canciller y todo hace pensar que, para bien o para mal, va a llegar a los dieciséis, así sea por pura inercia.

Otra figura política alemana de trayectoria un poco sobresaltada es, por supuesto, Willy Brandt, nacido a finales del siglo XIX y a quien le tocó escapar del terror nazi, convertirse en ciudadano noruego y hacer trabajo de resistencia en Escandinavia pero también en Alemania, clandestinamente, hasta poder volver, en la postguerra, para recuperar la ciudadanía de su país natal y para militar en el ala derecha de la socialdemocracia. Desde esa posición, de hecho, llegaría a ser alcalde de Berlín occidental (él está al lado de John F. Kennedy cuando éste pronuncia su archifamoso discurso de “Ich bin ein Berliner”), así como, en 1970, el primer canciller socialdemócrata del país desde 1930. Que haya tenido que renunciar a ese cargo por temas de corrupción es, también, tristemente un presagio del mundo por venir, en esa época, y en ese sentido también altamente representativo de la historia alemana como tal, más allá de la biografía particular.

Acaso el político de hoja de vida más accidentada de la postguerra alemana sea, sin embargo, Joschka Fischer, líder histórico del partido Verde y, como representante de dicha organización, Ministro de Relaciones Exteriores y Vicecanciller de Alemania entre 1998 y 2005, en el período del gobierno rojiverde (es decir, de coalición entre la socialdemocracia y los Verdes) que precedió inmediatamente al ya largo reinado de la Merkel. Hijo de alemanes húngaros que habían tenido que huir de los soviets al final de la Segunda Guerra Mundial, Fischer nació en la RFA y creció en el seno de una familia trabajadora que no tenía relación alguna con las altas esferas del poder político o económico del país. En lo que constituye un antecedente algo atípico para alguien que llegaría al puesto que Fischer ocupó más tarde en su vida, el joven Joschka se retiró del colegio antes de graduarse e intentó, sin mayor éxito, y sobre todo sin título, cursar estudios técnicos que no llegaron a nada. En lo que sí se destacó fue en su militancia política en grupos auto-denominados como “comunistas” de Frankfurt, ciudad a donde Fischer había ido a parar por su participación en el movimiento estudiantil… sin ser estudiante. Sería ocioso mencionar, aquí, todas sus actividades en este contexto (quien esté realmente interesado, puede ver si consigue el excelente documental de 2011 titulado Joschka und Herr Fischer y dirigido por Pepe Danquart), pero baste con decir que fue cofundador de una librería revolucionaria dedicada a la obra de Karl Marx, que junto a Daniel Cohn-Bendit (el legendario Dany le Rouge del mayo parisino) creó grupos de estudio y de agitación que resonaron –no siempre positivamente– en la escena izquierdista de Frankfurt, y que de cuando en cuando se pegaba batallas campales con la policía… y que en una de ellas lo filmaron pegándole, precisamente, a un gendarme, cosa que, cuando fue descubierta varias décadas después, causó una crisis gubernamental y casi le costó la renuncia.

En todo caso, en 1982 Fischer era, simplemente, taxista, aunque un nuevo partido fundado el año anterior le llamaba la atención y se unió, con todo su grupo insurgente, a éste: los Verdes alemanes, un partido… sui géneris, ni de izquierda ni de derecha realmente pero, a principios de los ochenta del siglo XX, de freaks. Freaks pacifistas, freaks ecologistas, freaks opuestos a la energía atómica, freaks multiculturales y feministas… freaks. Fischer era uno de esos freaks (no realmente uno “feminista”) y su ascenso, en el ala derecha del movimiento, fue meteórico: ya en 1983 pasó de taxista a diputado y, en 1985, se convirtió en Ministro de Ambiente y de Energía del estado federal de Hessen, en el que está Frankfurt. En un momento telegénico como pocos de la política alemana, Fischer hizo el juramento reglamentario para asumir el cargo ataviado con un blazer informal y con zapatos de tenis. Es difícil explicar lo que esa irreverencia significó en una sociedad conservadora como la de Alemania de los ochenta… aunque, tomando en cuenta todo el escándalo que provocaba, en Europa y en la prensa del mundo entero, el atuendo del griego Yanis Varoufakis hace apenas tres años, quizás el shock de la informalidad de Fischer, hace más de treinta años, no es tan incomprensible tampoco.

Lo cierto es que así empezó la carrera política oficial de Fischer: emergiendo de golpe desde las subculturas sectarias de un país rico en éstas para, a través del paso por las instituciones (otra cosa en la que Alemania es rica), llegar al apogeo de 1998, cuando por fin fue posible sacar al eterno Helmut Kohl del poder y establecer un gobierno de nuevo signo con la participación de un partido que, como los Verdes, era visto como uno alternativo y de protesta y no como uno digno, ni como uno capaz, de gobernar. Y vaya que se empeñaron, inmediatamente, en demostrar lo dignos que eran de ello.

Así, en marzo de 1999, un gobierno conformado por un partido político, la socialdemocracia, que en teoría se caracterizaba por su escepticismo ante el militarismo, así como por otro, los Verdes, que incluía todavía sectores que abogaban abiertamente por el retiro unilateral del país de la OTAN, aprobó la que se convertiría en la primera participación de las fuerzas armadas de Alemania en una empresa bélica, y en una invasión ilegal y llevada a cabo sin mandato de las Naciones Unidas para más inri, desde el final de la Segunda Guerra Mundial: me refiero, por supuesto, a la guerra de Kosovo.

La discusión sobre esta intervención militar es larga y tendida. No pretendo siquiera empezar a considerarla aquí; yo, en su momento, me manifesté en las calles en contra de la guerra, pero entiendo, hoy más que entonces, que no todos quienes apoyan las intervenciones supuestamente “humanitarias” son unos hipócritas y que, bueno, la situación en Kosovo era bastante desesperada (y, a diferencia de lo que ha sucedido con otras aventuras imperialistas relativamente recientes, Kosovo no parece estar ahora peor que en 1998). Pero todavía me hace hasta jadear el giro discursivo (¡la caradura!) que se usó para legitimar esta guerra y, particularmente, la participación alemana en ella. En efecto, Joschka Fischer, el revolucionario orgánico convertido en político informal de izquierdas y renovador de un sistema burocrático anquilosado, al llegar al poder y tener que empujar, por convicción y por interés político y económico, una ruptura de un tabú enorme como era el de que el ejército alemán salga de sus fronteras después de todas las barbaridades cometidas la última vez que lo había hecho, sacó nada menos que el Holocausto como argumento, así como la culpa del Estado alemán y la vergüenza histórica del pueblo alemán al respecto, para justificar lo que, en esa argumentación al menos, finalmente era injustificable.

“Me baso en dos fundamentos, siempre”, dijo en un congreso de su partido de mayo de 1999, es decir de dos meses después del inicio de los bombardeos “aliados” y con participación alemana, cuando estaba intentando convencer a sus partidarios de que sus acciones como Ministro de Relaciones Exteriores o Ministro de Guerra habían sido no sólo necesarias sino consistentes con la doctrina pacifista verde: “Por un lado, nie wieder Krieg! ¡Nunca más la guerra! Pero, por otro, nie wieder Auschwitz, nie wieder Völkermord, nie wieder Faschismus! ¡Nunca más Auschwitz, nunca más genocidio, nunca más fascismo!”

Alemania fue el país en el que, en la lucha desesperada contra el comunismo y en el arrebato de grandeza de una burguesía que creyó poder ser superpotencia, se gestó lo peor del siglo XX y, probablemente, de la historia humana, culminando en el crimen más horrendo, no tanto por los números como por su mezcla inaudita de racionalidad e irracionalidad, que es el Holocausto. Aunque este período histórico fue ignorado en la educación y en la cultura alemana de la inmediata postguerra, en la que los nazis tapiñados todavía tenían mucha influencia, fue precisamente la generación de Fischer, la que peleaba contra la policía a finales de los sesenta del siglo XX y se ponía zapatos de tenis a principios de los ochenta, la que logró que, en el país, se reconociera la culpa no tanto colectiva sino más bien sistémica y se hiciera hincapié, over and over again, en que “nie wieder”, en que “nunca más”, en que el proyecto europeo y, de hecho, la supervivencia humana pasaba por la paz, en que la dignidad humana es intocable y ningún poder terrenal la puede tocar (el hermoso primer artículo de la Constitución de la RFA; como siempre, otra cosa es que esto se cumpla).

Y, luego de haber logrado esto, a punta de puñetes contra la policía y a punta de discusiones multitudinales, constantes, eternas, con las familias, con los colegas, con los vecinos, con los abuelos culpables, etc… luego de haber logrado convertir en hegemónica la convicción de que el militarismo conduce a lo peor de lo peor y de que Alemania tiene una experiencia especialmente terrible en eso, es el mismísimo Joschka quien, pars pro toto de su generación, le da la vuelta al argumento y dice que es precisamente el pacifismo el que lo obliga a intervenir militarmente en otros países… ¡es el mandato de “Nie wieder Auschwitz”! Sin importar, lamentablemente, que la comparación entre el régimen autoritario de Milosevic y el nazismo alemán, o entre los indudables crímenes serbios en Kosovo y la bestialidad desatada por Alemania en la Segunda Guerra Mundial y en el Holocausto, sea obscena y, sobre todo, en última instancia una amnistía del nazismo alemán. Si todo con lo que no estamos de acuerdo, o por último si todo lo que es criminal abiertamente, o incluso tendencialmente genocida, es Auschwitz… ¿dónde queda la especificidad de Auschwitz? La consecuencia lógica es que Auschwitz, por malo que fuera, no es lo peor … es simplemente una expresión del mal generalizado y tan, tan humano. Pero entonces tampoco es nada especial. Borrón y cuenta nueva. Desde 1999, Alemania ha intervenido también en Afganistán…

Lo de Joschka empieza como novela picaresca, sigue como manifiesto utópico (en un momento histórico único en el que un país entero acepta sus crímenes e intenta, con resistencias y roces, confrontarlos y enmendarlos) y termina como tragedia o, en todo caso, como un ejemplo del poder que corrompe o de la madurez que termina por hacer marchitar las convicciones y plegarse al horror, y a la complejidad, del mundo. Como quiera que sea, desde 1999 “Nie wieder Auschwitz!” suena distinto. Alemania suena distinta también.

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