Una de las mejores y más antiguas canciones de los Ilegales de España se titula “Europa ha muerto”. Cuando se publicó como lado A de un sencillo, allá por 1983, Europa era muy diferente de lo que es hoy, por descontado, ya que en el ínterin ha pasado por algunas transformaciones esenciales (y no siempre para mejor). La letra de la canción, sin embargo, menciona algunos de los aspectos más emblemáticos de algunas de las ciudades europeas que aún hoy, 35 años después, se mantienen como referentes de lo que es el Viejo Continente en el imaginario occidental: “No hay muro en Berlín / no hay valses en Viena / no hay bancos en Suiza / no hay punkis en Londres / Europa ha muerto”.
Por supuesto, y en un giro que los Ilegales no podían intuir a principios de los ochenta del siglo XX, el muro de Berlín fue derribado en 1989 en una de las revoluciones más extrañas e inesperadas, y más pacíficas, de la historia, por lo que, en rigor, el verso sobre este monumento de la Guerra Fría en la canción mencionada ya no es en absoluto actual. Pero me atrevo a decir, acaso por ser una persona nacida en los años setenta y que, por lo tanto, recuerda la caída de un muro que se consideraba inamovible y la impresión que este suceso histórico le causó, que el muro sigue siendo parte integral de cómo el mundo ve a Berlín, así como parte integral de cómo los berlineses se ven a sí mismos. La existencia de una verdadera industria de souvenirs reminiscentes de las décadas de división de la ciudad, amén de infinidad de atracciones turísticas en la capital alemana (incluyendo fragmentos del propio muro) que conmemoran dicho período de la historia de Europa y del mundo, son testimonios de esto. Asimismo, quienes vivieron con el muro –y cada vez son menos– sin duda recuerdan su trayectoria y lo que significaba estar a un lado, o al otro, de éste, además de que pueden ver las continuidades en las diferencias económicas y culturales todavía parcialmente escandalosas entre ambos lados. Como me dijo alguna vez, más bien a principios del siglo XXI, una amiga berlinesa que había crecido en la RDA (República Democrática Alemana) y que, aunque no odiaba la RFA (República Federal Alemana), sí lamentaba haber perdido de golpe su país como consecuencia no universalmente deseada de la demolición del muro por parte del pueblo de Berlín oriental, “me acuerdo claramente de cada calle y de cada esquina por la que pasaba el muro”. La conclusión inevitable, en aquel entonces, a poco más de una década de la revolución de 1989, era que el muro físico ya no estaba, pero que los muros sociales y mentales, para bien y para mal, seguirían estando presentes durante varios años más. Lo que es, al fin y al cabo, sin duda una perogrullada, claro: hoy, en tiempos del renacimiento de la ultraderecha en el este de Alemania, así como en los de la constante influencia de la izquierda post-estalinista en el mismo espacio geográfico, el muro no solamente está presente sino que está adquiriendo una altura cada vez más insuperable.
Llego a todas estas desordenadas reflexiones porque por estos días se cumple un aniversario notable pero que, probablemente, pasará desapercibido: en efecto, a finales de enero de 2018 habrán pasado tantos años de que se hubiera derribado el muro como habían pasado años entre que se construyera el muro, en 1961, y su caída en 1989. En otras palabras, hemos vivido ya tanto tiempo sin muro como se vivió con él y, no obstante, Berlín sigue siendo una ciudad asociada con dicha construcción específica, además de que el muro en sí sigue constituyendo una especie de advertencia para generaciones futuras y reverberando, a su manera y por vías a veces intangibles, en la sociedad y en la política de la Alemania contemporánea, por no decir en la de toda Europa y, por extensión, del mundo entero.
El hecho es interesante, en mi opinión, ya desde la mera curiosidad cronológica. A mí, por lo menos, siempre me han encantado los pequeños datos triviales que dan cuenta del paso del tiempo y que, aunque no tengan mayor trascendencia para la historia del mundo, y ni siquiera para mi historia personal, siempre me suscitan un sincero “wow”. ¡Los humanos estuvimos más cerca de vivir al mismo tiempo que el Tyrannosaurus rex que lo que estuvo el Tyrannosaurus rex de hacerlo al mismo tiempo que el Stegosaurus! ¡Cleopatra es más contemporánea de nosotros, habitantes del planeta ViceVersa del siglo XXI, que lo que lo fue de los faraones que construyeron las pirámides de Egipto! ¡Batman de Tim Burton (1989), película que revivió el género cinematográfico de los superhéroes (ahora ya presto a morir de pura inflacionaria decrepitud), está exactamente a medio camino entre la ridícula versión semi-psicodélica del hombre murciélago de Batman: The Movie (1966) y el oscurísimo y proto-fascista episodio que culmina la trilogía del Batman de Cristopher Nolan, The Dark Knight Rises (2012)! ¡Ralph Macchio, el eterno karate kid de la película del mismo nombre (1984), es hoy varios años mayor de lo que era el actor Pat Morita cuando interpretó al maestro Miyagi en The Karate Kid!”
Si ustedes son como yo, es probable que el último dato sea el que les resulta más inquietante.
Hay traumas que duran poco, al menos en términos propiamente históricos, pero cuyas consecuencias son, para todos los efectos, eternas. ¡La dictadura de Pinochet duró menos de lo que una persona se demora en adquirir la mayoría de edad! Pero, casi treinta años después de su fin, Chile sigue cargando la cruz de tener que salir del mundo que se constituyó en ella. El régimen dictatorial de Franco en España duró, como se sabe, bastante más (casi cuarenta años), pero desde la muerte del Generalísimo hasta el día de hoy han pasado también más de cuatro décadas en las que no se acaba de desatar lo que, famosamente, se dejó tan atado y bien atado. Hell, los años sesenta del siglo XX pasaron hace más de 45 años, y duraron una década, a lo más, y, sin embargo, en Estados Unidos se siguen peleando las guerras culturales inauguradas en esos años, con miras a que las perdamos quienes estamos por el progreso social y a que las ganen aquellos para quienes los Sixties, de plano, se deberían borrar…
Recuerdo vagamente que, cuando cayó el muro de Berlín y yo era un wannabe adolescente y, para más inri, estudiante del colegio alemán de mi ciudad natal–por lo que el tema, en ese plantel educativo, tenía su importancia más allá de las noticias–, se nos convocó, por esos mismos días de noviembre de 1989, a sesiones de toma de conciencia sobre lo que este hecho histórico significaba o, en todo caso, podía llegar a significar. Recuerdo que un profesor del colegio, alemán occidental, se dejó llevar por su entusiasmo (un entusiasmo comprensible, como reconozco en retrospectiva), en una de estas sesiones, y dijo que el muro era “la construcción más absurda del siglo XX”. Recuerdo que, cuando le conté esto a mi madre, ella me dijo que Auschwitz había sido aún más absurda. Nunca le dije eso al profesor de marras pero supongo que no le habría gustado…
Ningún país se ha enfrentado a sus propios demonios de manera tan frontal y despiadada como lo ha hecho Alemania. Ningún país ha tenido tampoco demonios tan diabólicos y tan, precisamente, despiadados que enfrentar, para ser justos. Pero el tema de la difícil confrontación con los propios crímenes y con las propias debilidades es uno urgente en muchos países del mundo, y acaso en todos, por lo que el ejemplo alemán, con sus idas y venidas, y con sus usos también utilitarios del Holocausto y de la culpa como recurso político (de eso se trata el próximo artículo de esta serie), debería ser de interés o incluso servir de inspiración en otras latitudes.
Y todo este muy pese a que en la RFA no haya habido un verdadero proceso de “denazificación” (que sí lo hubo en la RDA), a que en la RDA se estableciera un sistema de corte dictatorial que sentó en parte las bases del apogeo del pensamiento autoritario en el este alemán actual, y a que, en la Alemania de hoy en día, la extrema derecha haya vuelto a prosperar y a cambiar el discurso político del país de manera sensible y preocupante. Todo esto, además, muy pese a que en otros países “desarrollados” se hable otra vez, y sin ironía alguna, sobre la necesidad de un muro que separe poblaciones y que le devuelva, a una de ellas al menos, su supuesta “grandeza” viril de Viagra y de senilidad. ¡Han pasado tantos años desde que cayó el muro como pasaron entre la construcción y la caída de éste, pero el muro está, al fin y al cabo, en nosotros!