La singularidad de ser, pensar, vivir, sentir y actuar; de ver el mundo y de moverse en las distintas etapas de su existencia según su propio canon (¡siempre su propio canon!), fue lo que hizo de María Félix (1914-2002) una mujer singularmente única y una figura excepcional del cine y la cultura en México.
Este libro, Mis encuentros con María Félix, el más reciente que se escribe en nuestro país sobre la mujer de Álamos, Sonora, no tiene la pretensión de ser una biografía más sobre la Doña; tampoco aspira a convertirse en una nueva aproximación crítica a su vida y obra, ni se plantea como un acercamiento integral a lo que fue, a lo que es y a lo que simboliza en el cine y en nuestra cultura un personaje de tan singular fuerza interior como ella.
Domingo López Dávila, el autor de Mis recuerdos con María Félix, después de seguir paso a paso el itinerario artístico de esta mujer, de atesorar durante décadas un importante cúmulo de objetos de arte y de reunir cientos de piezas de colección referentes a la diva, esperó con paciencia el momento propicio para dar a la luz este libro, en el que brinda el testimonio de una admiración grande y única hacia una mujer sin doble y sin doblez, transformada en referente cinematográfico y cultural de varias épocas, a la que eleva en estas páginas a la condición de personaje de culto en la vida nacional.
Si los modelos se construyen desde adentro y están hechos cuando han logrado caracterizar un estilo, es obra de sí mismos –aunque también del azar y el accidente- su realización sobre un tiempo y un espacio cultural determinados. El ser es un proyecto de ser que en el estar siendo deja entrever su misterio y su dimensión desconocida: es en los engranes de la palabra tiempo donde revela su esencia y su capacidad de expansión, anticipando a oscuras o a tientas el alcance y los límites de su propio destino. Por esto, pese a lo que conocemos de ella y de los múltiples personajes que encarnó en el cine y en la vida real, María Félix no deja de ser una presencia inquietante y un ser desconocido entre nosotros: a veces, luna solar; otras, solitaria llama de un país que rinde culto al fuego; en ocasiones, enigmática sombra de una cultura autorreferencial y ensimismada y, casi siempre, laberinto de luz en espiral y encantador signo de interrogación frente al espejo de los días.
Sólo tiene un sentido profundo del desafío, bajo la intemperie solar de cada día, quien va de la nada a todas partes en busca de su destino. Si encuentra pronto las primeras señales de su sed de vivir, puede decirse que en realidad no ha encontrado una tierra firme, pues el destino de cada quien es caprichoso e impredecible: juega al azar o a ocultarse y revelarse en penumbras sobre la espesa maleza de la vida, sin más finalidad que alimentar la búsqueda. Si no encuentra a tiempo la clave existencial de su vivir es afortunado, pues a veces lo mejor del destino no es encontrar sino seguir buscando.
La voluntad del ser humano se tensa y se fortalece en el combate por una ración de mundo: el mundo del instante y el del lugar que cada uno logra poner al alcance de su mano para vivirlo en plenitud. Pero ese combate casi siempre comienza en nuestro interior, en los años de ida de la primera juventud, con nuestra propia sombra: ahí, entre los bastidores de la búsqueda, la tentativa y un poco de luz, se va forjando el ser que elegimos estar siendo en el mundo sublunar de nuestro propio paso. En María Félix ese combate inició en la temprana hora de su necesidad de trascender y tuvo su final cuando sus ojos radiantes se apagaron para siempre.
María Félix, es decir, la María Félix que ella creía y quería ser, se encontró de pronto con su alter ego en el momento en que percibió un llamado interior convocándola a desdoblar su ser, a identificar la suya con la energía de cada uno de sus personajes y a volver a su interior -reconstituida y plena- luego de la extenuante faena de intentar ser ella misma a partir de la piel, la entraña y el corazón del otro. Por esto, puede decirse que descubrió las claves de su ser en el cine, halló la razón de su libertad en el intento de ir más allá de su circunstancia original y encontró el secreto de su expansión en la fuerza y singularidad de los personajes que encarnó.
Así como sería inconcebible la visión de una María Félix sin los plomos derretidos de la belleza y el carácter, tampoco podríamos imaginar a Doña Bárbara como una gran señora sin bravura ni casta; a Juana Gallo sin temple ni agallas; a La Cucaracha renunciando a ser mujer de armas tomar; a la Mujer sin alma vencida y arrodillada ante el conflicto y los vacíos interiores de su propio drama, o a La Generala negándose a ser la cicatriz y el dolor encarnado de su propia historia. La diva de México fue y vino por las torturas interiores y el ser en penumbras de sus distintos personajes, con la naturalidad y la fuerza de convicción de quien escribe una historia en dos tiempos: el tiempo personal -vertido hacia adentro pero abierto a la trascendencia, y el tiempo de los otros -cadencioso o pendular, situado en las oscilaciones de la vida y la historia.
La mujer que fue forjando su propia leyenda hasta fundirse con ella, supo buscar y propiciar las condiciones necesarias a su estilo para llegar a ser quien fue. Modelo y azar, estructura y accidente crearon el campo de realización de la persona en sus personajes y de los personajes en la persona, al grado de anular las fronteras que separan la ficción de la realidad y brindarnos la percepción de una estrella que se construyó una ración de tiempo, una historia, un mito y un personaje a la altura de sus sueños. Ella misma se lo dijo a Enrique Krauze, en una de las conversaciones preparatorias de Todas mis guerras: “…la vida de una actriz es sueño, y si no es sueño no es nada”.
Si el ser humano es un sueño que no cesa de soñarse mientras es, todos en alguna medida somos actores en los roles de nuestra propia vida: somos un sueño que se sueña a sí mismo con los ojos cerrados y con los ojos abiertos. Si esto es así: si somos sueño en busca de un espacio y de una oportunidad de realización en la fascinante trama de la vida, ya podemos hacer nuestro –una vez más- el Paraíso. El sueño es la única salida vital de la cárcel del ser, poblada de espectros, de enigmas y fantasmas, y María Félix encontró una de las llaves de la puerta de acceso a esa especie de autoliberación espiritual.
Una mujer sólo igual a sí misma puede ser una criatura intimidante e indomable para cualquier hombre; una primera actriz con suficiencia y altanería y a punto de ir a su papel estelar en el escenario, no resulta fácil de guiar por los sinuosos caminos de la actuación y el arte dramático; una estrella de cine, si es y se sabe poseída por el arrebato interior de una singular belleza salvaje, puede ser la musa inspiradora del verso de R. M. Rilke: “Todo ángel es terrible”, o disponerse a representar la dramaturgia de su propia vida en la comedia y el drama de sus personajes; una diva, si ha conquistado la cumbre desde la nada y la carencia de absoluto que envuelve la vida de los seres, puede ya dedicarse a vivir para el imaginario cultural que la ha transformado en mito y leyenda: es decir, es todavía y no es ya de este mundo, porque a veces la eternidad comienza aquí y ahora. Todo esto fue María Félix desde la circunstancia y el horizonte de su vida.
Parte de lo mejor que esta mujer dio al cine mexicano, a partir de su encuentro casual con el ingeniero Palacios (1941), fue ella misma: un modelo que rompió y superó sus propias limitaciones y las de la época, que moldeó en su beneficio las circunstancias que encontró ya hechas y estableció el paradigma de la mujer bravía, la mujer insumisa, la mujer rebelde, la mujer de armas y hombres tomar, en un país que tenía la representación de lo masculino como eje y centro de su mentalidad cultural.
Aparte de ella misma, la huella deslumbrante de gracia y talento actoral que desplegó en cada una de sus películas, en las que fundió su alma al alma de sus personajes y fortaleció para siempre el lado femenino de nuestra cinematografía, la sitúan como una de las figuras cumbre de la época de oro del cine mexicano.
En épocas de luz y en travesías de oscuridad, aparecen figuras que condensan como nadie los sueños, las esperanzas, los dolores, las melancolías y las contradicciones latentes de todo un pueblo; figuras capaces de llenar con su fulgor lo que la vida oscurece o adelgaza en la fe y en las certezas del imaginario colectivo. Así, otro aporte de María Félix a la cultura nacional fue haber reunido los atributos suficientes para cumplir las funciones de símbolo, en un país que en los años cuarenta del siglo XX revivía el viejo y nuevo conflicto entre tradición y modernidad. Por lo demás, en el cine puede rastrearse una de las claves semióticas para intentar comprender la historia de México.
El personaje que logró hacer de sí misma María Félix, en más de un sentido constituye una prolongación pero también una crítica de nuestra cultura, porque mientras el país permanece aún cabizbajo y en busca de lo que todavía tienen que decirnos las lenguas de nuestro pasado, ella abrió, para sí misma y para el resto de los mexicanos, una senda de aproximación al mundo y de diálogo con la modernidad.
Más allá de lo que aporta este libro fundamental, y a pesar de lo que ya se sabe, se ha dicho y se ha escrito sobre María Félix, ella y su personaje siguen siendo un enigma a descifrar. Será obra de investigación, de paciencia y tiempo descubrir su verdad más profunda.Parte de lo mejor que esta mujer dio al cine mexicano, a partir de su encuentro casual con el ingeniero Palacios (1941), fue ella misma: un modelo que rompió y superó sus propias limitaciones y las de la época, que moldeó en su beneficio las circunstancias que encontró ya hechas y estableció el paradigma de la mujer bravía, la mujer insumisa, la mujer rebelde, la mujer de armas y hombres tomar, en un país que tenía la representación de lo masculino como eje y centro de su mentalidad cultural.
Aparte de ella misma, la huella deslumbrante de gracia y talento actoral que desplegó en cada una de sus películas, en las que fundió su alma al alma de sus personajes y fortaleció para siempre el lado femenino de nuestra cinematografía, la sitúan como una de las figuras cumbre de la época de oro del cine mexicano.
En épocas de luz y en travesías de oscuridad, aparecen figuras que condensan como nadie los sueños, las esperanzas, los dolores, las melancolías y las contradicciones latentes de todo un pueblo; figuras capaces de llenar con su fulgor lo que la vida oscurece o adelgaza en la fe y en las certezas del imaginario colectivo. Así, otro aporte de María Félix a la cultura nacional fue haber reunido los atributos suficientes para cumplir las funciones de símbolo, en un país que en los años cuarenta del siglo XX revivía el viejo y nuevo conflicto entre tradición y modernidad. Por lo demás, en el cine puede rastrearse una de las claves semióticas para intentar comprender la historia de México.
El personaje que logró hacer de sí misma María Félix, en más de un sentido constituye una prolongación pero también una crítica de nuestra cultura, porque mientras el país permanece aún cabizbajo y en busca de lo que todavía tienen que decirnos las bocas de su pasado, ella abrió, para sí misma y para el resto de los mexicanos, una senda de aproximación al mundo y de diálogo con la modernidad.
Más allá de lo que aporta este libro fundamental, y a pesar de lo que ya se sabe, se ha dicho y se ha escrito sobre María Félix, ella y su personaje siguen siendo un enigma a descifrar. Será obra de investigación, de paciencia y tiempo descubrir su verdad más profunda.