En la gran tradición de las mujeres de letras humanistas, eruditas y de una radical invención creativa, diestra en muchos idiomas (desde los 11 años estudió griego y latín), Marguerite Yourcenar (Bruselas, Bélgica, 1903-Maine, EE.UU., 1987) es una autora de naturaleza insoslayable en el panorama de las poéticas contemporáneas. No desechó ningún dominio del mundo para nutrirse intelectual y sensiblemente. Oriente no quedó por fuera de sus campos de estudio ni de experiencias espirituales. Lo evoca de modo incesante en ensayos, cuentos y revela el aprendizaje de ciertas técnicas que aprendió en investigaciones para el momento de la escritura. En efecto, en uno de sus libros de diálogos explica a su interlocutor cómo, para que la prosa resonara de una determinada manera, más musical, se servía de determinadas lecciones adquiridas de fuentes orientales. Siendo curiosamente por origen una europea (si bien en 1940 se nacionalizó estadounidense) esta avidez por el conocimiento la condujo por recónditas búsquedas del globo. Incorporó esas cosmovisiones a sus inquietudes pero también a su universo de principios y valores. Sus libros son de impecable factura por donde se los mire. Los cinceló hasta su máximo nivel de perfección, con la armonía serena necesaria para escribirlos sin sobresaltos ni altibajos. Su prosa tiene destellos particularmente inspirados pero siempre es pareja, no presenta fisuras. Los argumentos de sus obras mayores o bien sus protagonistas fueron concebidos muy tempranamente, lo que facilitó una maduración gradual hasta que llegó el momento oportuno para ejecutarlas con soltura de forma definitiva. Escribió versiones de Memorias de Adriano (editado en 1951) y Opus Nigrum (de 1968), sus dos novelas mayores, dos clásicos contemporáneos, sin quedar del todo disconforme, a temprana edad. Sin embargo, las eliminó porque no le parecieron lo suficientemente acabadas. Su temperamento y su madurez, junto con sus saberes, no estaban aún listos para afrontar ambas empresas, que consideró ambiciosas. “Hay libros a los que no conviene animárseles hasta antes de los cuarenta años”, afirmó en una oportunidad. Fue certera y laboriosa en la documentación, la reconstrucción de época basada en fuentes (la numismática, la arqueología, las visitas a los museos para el relevamiento del patrimonio artístico), la recomposición de voces (por cierto compleja viniendo del universo del pasado, en algunos casos remoto, en otros casos distante en el espacio además de en otros idiomas) con la que prepara la melodía de la prosa. Teniéndolo todo para elaborar una narrativa plagada de adornos con los que lucirse eligió el despojamiento, la simplicidad y una arquitectura indestructible. Ya su primera obra narrativa, Alexis o el tratado del inútil combate, publicada en 1929, da cuenta de alguien que precozmente no hará algo demasiado distinto respecto de sus piezas más perfectas. Y tampoco hará concesiones ni al mercado, ni al oportunismo ni se dejará arredrar por los tabús o la pacatería. De modo que fue una creadora que se inicia con un completo dominio de sus recursos expresivos cuando da a conocer sus “narraciones de comienzos”. Sus obras iniciales se parecen con acierto a las primeras, cuando la mayoría de los escritores suelen cometer errores de principiantes previamente a encontrar su voz primordial.
Se propuso y supo eludir los particularismos y causas confrontativas entre grupos sociales. Fue mediadora, conciliadora y pacificadora más que azuzar a la violencia entre bandos, de la que siempre abominó. Combatió el pensamiento irracionalista, sus bases supersticiosas. Y a los prejuicios de toda índole los deconstruyó con enfoques originalísimos. Ello no le impidió comprometerse abiertamente con iniciativas en favor de la ecología, los homeless, la labor de las trabajadoras sociales, el apoyo hacia quienes velaban por el cuidado en la salubridad de los alimentos industriales envasados, las iniciativas en contra del armamentismo y el belicismo. Fue una pacifista impenitente. Pero tuvo convicciones firmes. Brindó su apoyo desde la pluma y desde aportes económicos cuando le fue posible. Supo conducirse sin arrogancias con sus saberes. Jamás hizo alarde de ellos, ni siquiera en sus libros más eruditos. Yourcenar habla de lo que ha leído con elegancia, sin hacernos notar que estamos ante alguien cultivado. No busca informar a un grupo de gente que considera ignorante sino hacer reflexionar a personas a quienes trata con respeto. Pretende, en todo caso, contagiar entusiasmos. Se explicó con claridad en ensayos que esclarecen tanto sus métodos de trabajo literario, las dificultades a las que se enfrentó al escribir sus libros como sus estudios y testimonios recogidos sobre la antigüedad clásica, la Edad Media, la Ilustración o el Renacimiento. También su deseo por interrogar poéticas contemporáneas, como las de Thomas Mann o Yukio Mishima. Fue traductora de Virginia Woolf, de su novela Las olas (1931), de Henry James, de negro spirituals y de varios autores de la antigüedad clásica, en particular la griega. Trabajó de modo solitario, rehuyendo tanto las multitudes como el acoso al que suele someter la fama a las plumas célebres. Rehusó ser una figura pública. Recuperó toda una tradición de letrados y letradas, como dije, atentos al mundo que los rodeaba. No leía los diarios prácticamente, no tenía aparato de TV pero sí una radio en su casa. Se tomaba el trabajo de leer arduos informes sobre los manejos empresariales y especulativos, de los índices de adulteración de los alimentos, estadísticas en el campo de la ecología. En fin: tenía los pies bien puestos sobre la tierra. Pero no le gustaba malgastar su tiempo en banalidades.
Se remontó al pasado para conocer a sus ancestros, en particular a aquellos de quienes no tenía demasiadas noticias, para de ese modo conocerse y saber de qué manera, a partir de ese punto, le había sido posible llegar a ser quien era. Con ese objetivo realizó viajes, peregrinaciones e investigaciones. Plasmó esa empresa en la trilogía El laberinto del mundo, integrada por Recordatorios (1974), Archivos del Norte (1957, una pieza muy elogiada donde su padre ocupa un rol central) y ¿Qué? La eternidad (1988, título que reproduce un verso de Rimbaud). Recompuso el sustrato grecolatino con estudios sustantivos e inolvidables que sentaron las bases para continuadores, abriendo sendas a futuras líneas de investigación e hipótesis de trabajo a partir de puntos de partida creativos. Articuló la relación entre cultura literaria con aportes de las artes plásticas y de la Historia como dimensión temporal pero también como disciplina propiamente dicha. Recapituló la herencia de Oriente trazando un puente con la Occidental tras las pistas de conexiones secretas o más o menos evidentes.
Propuso hipótesis que reconfiguraron las teorías naturalizadas acerca de la sexualidad, dejando en claro líneas de pensamiento que modificaron estereotipias en las formas de concebir el género. Hizo tabula rasa con perspectivas anquilosadas y perniciosas para el progreso de la civilización, sin agravios ni ruido. Solía descolocar a sus interlocutores porque con su conversación inteligente por completo fuera de lo común, ponía en evidencia la credulidad y el desacierto de ideas no sometidas a revisión crítica. Desconcertaba porque todo el tiempo estaba mostrando nuevas miradas sobre los viejos fenómenos del mundo. Se manifestó como una mujer de convicciones y poder de determinación sin ser jamás insolente ni agresiva. Diría que fue valiente en una sociedad conformista y oscurantista que suele ponerse nerviosa frente a la diversidad.
No se dejó tentar por los experimentalismos, las así postuladas vanguardias o neovanguardias. Tampoco por los movimientos partidarios de la politización del discurso literario. Menos aún aprobó las corrientes que postulaban el afán lúdico con el efecto consecuente de evasión frente a los grandes asuntos del hombre, cuando la literatura a su juicio estaba llamada a involucrarse con su tiempo histórico no desde la bandera de tesis políticas o sociales sino desde el planteo de argumentos con sentido de conflicto en los que se pusieran en juego las dimensiones complejas de la condición humana y sus pasiones. Marguerite Yourcenar conquistó la gloria: el Gran Premio de Literatura de la Academia Francesa, el prestigioso Premio Fémina, el Erasmus y el Comendador de la Legión de Honor. Fue la primera mujer luego de 300 años en ingresar a la Academia Francesa de las Letras, definida como “el club más cerrado de hombres del mundo”. La lectura de clásicos, los viajes, los amores y el diálogo con interlocutores y amigos inteligentes la volvieron una persona irresistible para quien aspirara a aprender y me atrevería a decir que fue infalible. No se trató solo de una mujer de talento. A mi juicio fue una artista de genio.