(La gran obra del poeta y del traductor)
Desde los años noventa el poeta Marco Antonio Campos ya había realizado una obra de traductor, con treinta y un libros en su haber. El poeta y traductor al preguntársele sobre algunas malas traducciones inserta con mucho humor esta cita: “A Borges (con esto le digo todo) le gustaba repetir esta cuarteta sobre el general y traductor, la cual burlonamente tiene ecos de epitafio griego: “En esta casa pardusca/ vivió el traductor de Dante,/ apúrate caminante,/ no sea que te traduzca”. Campos comparte con nosotros esta inquietud y, quién sabe si tal vez angustia como poeta: “Como traductor me enorgullece lo realizado; como creador tengo dudas que no dejan de causarme alguna tristeza. Si lo miro en el pasado, un gran esfuerzo; si lo miro en el presente, una alegría”.
Hemos leído libros tuyos de traducción, entre los que figuran poetas esenciales como Charles Baudelaire, Rimbaud, Ungaretti, Pavese, Georg Trakl, Artaud, Drummond de Andrade, entre otros. ¿Cómo te sientes ahora después de tantos años traduciendo buena poesía?
Jacques Thiériot, el ex director del Colegio de Traductores Literarios de Francia, en Arles, quien fue tan generoso conmigo en los años noventa cuando fui becario cuatro veces en el Colegio, me decía que él había hecho una obra de traductor. Después de traducir treinta y un libros –cosa de veintiocho de poesía- creo haber hecho también una obra de traductor, y en este caso específico, de traductor de poesía; en cambio, sinceramente, no sé si lo he logrado como creador. Como traductor me enorgullece lo realizado; como creador tengo dudas que no dejan de causarme alguna tristeza.
En México, en el siglo XX, hubo poetas mayores que paralelamente a su obra también hicieron una excepcional obra de traductores (me hubiera gustado tener mínimamente la altura de uno de ellos): Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia, Octavio Paz, Rubén Bonifaz Nuño, Tomás Segovia, José Emilio Pacheco. Salvo en cierta vía Bonifaz con los griegos y latinos, ninguno hizo de la traducción una tarea que pareciera previamente programada; desde luego yo tampoco.
¿Cómo has elegido a un poeta para traducirlo?
Han sido el azar y mucho menos el cálculo. Cuando eres muy joven, un tiempo en que eres mucho más sensible al entusiasmo, de pronto salta un autor cuya obra o determinados libros te encantan, te marcan, y piensas que para conocerlo más a fondo podrías irlo traduciendo poco a poco. Casi siempre lo he hecho por gusto o por identificación con la poesía del autor; las poquísimas veces que no lo hice, sentí una incomodidad y un desagrado conmigo mismo.
Los primeros libros que traduje fueron La Alegría de Ungaretti y Una temporada en el infierno de Rimbaud. Empecé a traducirlos en 1969 y sólo los publiqué diez años después, pero en ediciones posteriores los seguí corrigiendo. Paul Valéry decía que una obra no se termina, simplemente se abandona; lo mismo pasa con las traducciones. Un caso extremo es la traducción de José Emilio Pacheco de los Cuatro Cuartetos de Eliot; pasó cosa de veinticinco años haciéndolos y rehaciéndolos.
Si ustedes me preguntaran con cuales me siento más satisfecho de la tarea realizada diría que con los franceses y los italianos.
¿Tal vez encontraste en algún poeta algo tuyo, escondido, que querías compartir con el mundo?
Traduje a Rimbaud, a Baudelaire (Pequeños poemas en prosa), a Trakl y a Artaud porque los sentía afines en la desdicha y la destrucción del alma, como sentía próximos, en il male di vivere, a Ungaretti, a Cardarelli y a Drummond de Andrade. De ninguno aprendí tanto estilísticamente como de Baudelaire con los Pequeños poemas en prosa. Fue un deleite y una enseñanza continuos. Baudelaire escribe línea a línea como un clásico. En cambio estilísticamente Rimbaud y Artaud son muy arduos, y en el caso de Artaud, dislocados. Pero cada página de ellos es como hachazo que corta el cuerpo.
De las traducciones que he hecho aquellas que más me han elogiado son las de Rimbaud, Trakl y Ungaretti. Quizá en el fondo haya sido porque el lector sintió que el traductor había historiado su alma en ellos.
¿Alguna vez, cuando has estado traduciendo poesía de otras lenguas, has escrito un poema tuyo motivado por esa traducción?
La influencia no siempre tiene que ser inmediata y habría que ver cuál es el tipo de influencia: en el mundo interior, en los temas, en las imágenes, en la atmósfera… Hay poemas de mi primer libro (Muertos y disfraces) que le deben al Rimbaud de Una temporada en el infierno; hay pequeños textos en prosa que le deben en sus temáticas paradójicas a Baudelaire; hay, por ejemplo, el ciclo de los poemas austriacos que están en un libro (Los adioses del forastero) que tienen la atmósfera de los libros de Trakl (pero aquí también debe tomarse en cuenta que yo viví un año y medio en Salzburgo y dos en Viena, que viví a fondo esas atmósferas grises y opresivas y que siempre llevaba en el bolsillo –sobre todo en Salzburgo- la edición alemana de Reklam, que aún conservo). No, no creo que sean más de quince o veinte los poemas míos que hayan nacido de los libros traducidos.
¿Crees que los poemas son una prolongación de la obra creativa del poeta?
En el siglo XIX, como recuerda, era común que al final de un libro de poemas se pusieran asimismo las traducciones que el autor había hecho. Es decir, las consideraban como parte de su obra de creador. Yo me sentiría del todo intimidado de poder decir eso.
¿De todos los poetas que traduces conoces bien la lengua en la que escriben? Preguntamos esto, ya que es sabido que Octavio Paz (gran traductor como lo fueron Pound, Borges y Pacheco) a veces traducía sin saber la lengua original, como lo hizo con buen número de los poetas que están en su libro Versiones y diversiones.
La única vez que lo he hecho es con los poetas neerlandeses. No conozco el idioma, pero con el poeta flamenco Stefaan van dem Bremt, en mis residencias artísticas en Amberes, entre 2005 y 2008, tradujimos varios poetas flamencos y varios belgas franceses. La poesía flamenca es superior a la belga francesa. Traducir a los poetas neerlandeses fue una tarea ardua y se me fue volviendo cada vez más pesada, hasta que no aguanté más.
¿Y cómo trabajaban?
Stefaan me daba una versión en español, pero después yo tenía que revisarla detalladamente con el diccionario, a veces palabra por palabra, y ver si eso sonaba en español. Al último leíamos las versiones entre los dos. Jamás al traducir a alguien, quien sea, lo he hecho al desgaire. Como decía mi amigo, el escritor austriaco Erich Hackl, se puede hacer una mala tarea con lo que uno escribe, pero no se tiene derecho de hacerlo con los textos de los otros. No recuerdo aquella tarea de traducción de los poetas flamencos con agrado.
¿Y estás siempre traduciendo?
Por temporadas. Me fue de joven muy útil un excelente consejo de Julio Cortázar quien en una entrevista recomendó que cuando llegaran épocas de esterilidad literaria lo mejor que podía hacerse es traducir. Y seguí el consejo: en esas épocas que sentía que no tenía nada que decir, que nada me salía, para seguirme ejercitando en la escritura, me ponía a traducir. Pero no hay como traducir lo que a uno le gusta y le emociona; las cosas salen mejor; lo otro, traducir lo que no nos atrae o nos disgusta, puede llegar a ser una tortura.
Cuando leemos un poema cuya lengua traducida conocemos, tendemos a leer el poema original con la traducción. Como te habrá pasado, el resultado de esa lectura produce una especie de cotraducción o coautoría. ¿Cuál ha sido tu lectura más satisfactoria y la más nefasta en esa simultánea lectura?
La más satisfactoria, la que recuerdo maravillado, es la que Alfonso Reyes hizo con los diez primeros cantos de la Ilíada. Ni él sabía mucho griego ni yo conozco el idioma, pero al compararla con versiones en inglés, francés e italiano, me deslumbró la fidelidad del traslado (así la llamó). Reyes decía que el alejandrino era el metro que más se aproximaba al hexámetro griego. En el traslado que él hizo hay una musicalidad de vuelo y un gran aliento épico. He leído los cantos muchas veces y sólo recordar esa lectura me produce una intensa emoción. Por cierto: acabo de leer la traducción del Hamlet de Tomás Segovia; es otra maravilla de recuperación rítmica y de contenidos; yo creo que cualquier shakespeareano siente y sentirá en ella de continuo la profundidad reflexiva y la intensidad trágica.
Yo creo que la mayor atrocidad que conozco en traducción es la que hizo Bartolomé Mitre con La Divina Comedia. A Borges (con esto le digo todo) le gustaba repetir esta cuarteta sobre el general y traductor, la cual burlonamente tiene ecos de epitafio griego: “En esta casa pardusca/ vivió el traductor de Dante,/ apúrate caminante,/ no sea que te traduzca”.
¿Le has hecho justicia a algún poeta que haya sido mal traducido?
Hay tantas malas traducciones, que a veces uno es incluso capaz de mejorar algunas.
En relación a la pregunta anterior ¿puedes mencionarnos varios ejemplos de poemas traducidos por importantes traductores sobre los cuales tú hayas creado otra versión?
Les pongo dos ejemplos, pero diciéndoles que existen de ellos traducciones notables y que, si yo hubiera conocido antes sus traducciones, no habría hecho la tarea. Sin embargo, al no tener idea que existían, pude hacerlas, y me doy por suponer que llegué a crear algo distinto. Sólo el lector decidirá si los resultados de mi trabajo fueron buenos o no. Un caso es Una temporada en el infierno, que fue espléndidamente traducida por los poetas argentinos Oliverio Girondo y Enrique Molina, y el otro, una antología de poemas de Georg Trakl, de los cuales hay notables y trabajadas versiones de Rodolfo Modern.
¿Y qué te ha dado al final de la vida una larga labor de traducción?
Si lo miro en el pasado, un gran esfuerzo; si lo miro en el presente, una alegría.
Marco Antonio Campos (México, D.F., 1949) es poeta, narrador, ensayista y traductor. Ha publicado los libros de poesía: Muertos y disfraces (1974), Una seña en la sepultura (1978), Monólogos (1985), La ceniza en la frente (1979), Los adioses del forastero (1996), Viernes en Jerusalén (2005) y Dime dónde, en qué país (2010). Es autor de un libro de piezas breves (El señor Mozart y un tren de brevedades) y uno de aforismos (Árboles). Ha traducido libros de poesía, entre otros, de Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, Antonin Artaud, Umberto Saba, Vincenzo Cardarelli, Giuseppe Ungaretti, Cesare Pavese, Georg Trakl y Carlos Drummond de Andrade. Libros de poesía suyos han sido traducidos al inglés, al francés, al alemán, al italiano y al neerlandés. Ha obtenido los premios mexicanos Xavier Villaurrutia (1992), Nezahualcóyotl (2005), Nacional de Letras Sinaloa (2013), el Iberoamericano Ramón López Velarde (2010), y en España el Premio Casa de América (2005), el Premio del Tren Antonio Machado (2008) y el Premio Ciudad de Melilla (2009). En 2004 le confirió el gobierno de Chile la Medalla Pablo Neruda. El festival de Montreal le otorgó el premio Lèvres Urbaines y la Universidad Autónoma de Nuevo León le confirió el doctorado Honoris Causa en 2014. Es investigador del Centro de Estudios Literarios del Instituto de Filológicas de la UNAM y desde 2005 miembro en París de la Académie Mallarmé.
EN EL TREN DE RABAT A FEZ
Marco Antonio Campos
a Jorge Valdés Díaz Vélez y
a Amalia Bautista
Desde la ventana del tren veo el río
y el río me aleja, se reduce, es humo
Sauces de agua, eucaliptos con sed de sed,
hileras de pinos para sombrear la altura
Pueblo tras pueblo miro casas
con formas que no tienen forma
Vacas y asnos pastan en la llanura
como si fuera la antepenúltima hierba
¿Por qué en el postremo año
vuelven los amores idos
como
hojas
caídas
y marchitan almamente
el corazón que duele?
¿Por qué, si en la cuaresma
no hice caso, llevo la ceniza
en la frente y el miércoles me sangra?
¿Por qué los trenes van por la vía férrea,
-firme, directamente-, y nosotros
sólo en el dédalo del adiós y nunca y no?
¿De qué sirvió actuar en el Teatro del Inmundo,
si falseamos las máscaras,
y sólo llegamos a los sitios
porque debíamos llegar?
(En el patio de las columnas y en jardines,
en torno de los mausoleos de los reyes,
familias y parejas y grupos de amigos
hacen el paseo dominical)
Cactus y árboles y arbustos
parecen arañar y rasguñar el aire
Colinas nómadas, colinas roídas,
los cactus se han puesto sus coronas de púas
En estaciones pequeñas, donde para el tren,
los naranjos resplandecen
(El mar azul, desde la Medina de Rabat,
me hacía creer que los navíos a la distancia
vivían inmóviles)
Y sí. Y si repaso la vida son imágenes y
fragmentos imposibles de unir
Claro: hubo tiempos felices, claro,
fui por décadas rabioso y fuerte, y claro,
hubo partidas y regresos sin fin
a la vera múltiple que el Mediterráneo dio
Pero yo quería contarles otra historia
Yo quería contarles de aquella joven
del límite del ’81 y del principio del ’82, con
la que esperé vivir una vida y las siguientes,
y no fue, no fue así
Ah la recuerdo: delgada, lúcida, ligeramente
frívola, de rasgos tan perfectos que mi corazón
ya no vio el mar
Con el vuelo de las abejas la veía venir,
y trístida la sangre repetía
lo que perdí, lo que terriblemente perdí,
porque el ayer, enemigo de sí mismo,
porque el ayer sin mí mismo me hizo
que su olvido fuera lo que no fui
y mis recuerdos lo que no fue
Y sin embargo
Y sin embargo de Meknés a Fez el tren
es puro vértigo
Las hojas de los olivos bailan
una leve danza que platea el aire
Llega el tren a la estación
Avispea de gente
“Con los años, lo verás
-decía mi padre-,
uno acaba por sentirse
como una valija en consigna
que alguien olvidó recoger”