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Manuel Puig: el cine como caja de herramientas (II)

De entre las amistades de Puig, especialmente alrededor del año 1973, con quienes se frecuentó y con quienes sentía especial afinidad, podemos nombrar a Ricardo Piglia, Osvaldo Lamborghini y Luis Gusmán, narradores que también fueron en algunos casos grandes transgresores desde la construcción de imágenes de escritor que rompieran con el estereotipo de crítico/teórico/escritor, o bien autores que fueran transgresores interesándose por una cierta clase de escritura iconoclasta por las representaciones de la sexualidad. Ricardo Piglia, en su carácter de docente universitario, impartiría en 1990, en la Universidad de Buenos Aires, un seminario titulado Las tres vanguardias. Saer, Puig, Walsh, publicado más tarde en libro en 2016,  en el que postularía, entre otras hipótesis de lectura, que concebía la poética de Puig en esos términos, desde la dimensión del cruce entre procedimientos de vanguardia y cultura de masas.

Narrar es trabajar con un referente nítido, a partir del cual se ejerce un saber de la escritura, parecería afirmar Puig. Pero también nos encontramos con novelas dentro de las cuales irrumpen ficciones de otras artes, esta vez films, en segundo grado, esto es, referidos. Films que a través de una operación de mediación (escrita un oral en el seno de la diégesis) devienen discurso verbal, fórmula narrativa. Esto es lo que plantea, entre otros núcleos, Ricardo Piglia cuando se refiere a Puig como una de las tres vanguardias argentinas. Los géneros populares trabajan a partir de fórmulas. La alta cultura, en cambio, a partir de la noción de originalidad. De modo que del cruce entre fórmulas (que se repiten) y alta cultura deviene una producción literaria popular que se plasma mediante un nuevo modelo: el vanguardista. Habría de este modo en Puig una repetición y una renovación irrepetible, adoptando la forma de una paradoja, lo que podría constituir una buena definición de su poética. Piglia explica como inmediato antecedente intratextual en la poética de Puig que Toto, el chico protagonista de La traición de Rita Hayworth (1968), su primera novela, escribe films que ha visto. Se trata de una reelaboración del cine, en palabras de Piglia. Igualmente Molina, en El beso de la mujer araña (1976), quien refiere films a un preso político con quien comparte una celda. Ambos realizan la operación equivalente. En un caso gráfica, en el otro a partir de la oralidad. Piglia hace notar asimismo el modo como la política está atravesada por el orden de lo pasional y por la emoción.

Molina, en El beso la mujer araña (tan luego de 1976, golpe de Estado en Argentina) narra films con figuras femeninas o tramas cinematográficas con  peripecia. Lo hace en una lengua que las repite o las convierte, en todo caso, en relato. Lo hace según una versión fascinada porque una de sus aspiraciones es, ignoro si devenir una mujer, en una versión paródica por supuesto, pero sí gozar de su mismo objeto de deseo. Esos films devenidos narraciones, son semejantes en su estructura a relatos encerrados dentro de un marco. En este caso el marco es una cárcel (nueva metáfora del encierro, en términos de la crítica Mónica Zapata). Este esquema  intertextualmente reenvía a un clásico (entre otros posibles), como Las mil y una noches, con el que hace intertexto implícito. La novela tiene un esquema claro: el homosexual preso por corrupción de menores le narra al preso político heterosexual con el que comparte una celda films. Lo cuida en un ambiente hostil en el que ese preso está siendo envenenado por parte de los carceleros durante sus comidas. Si bien una eventual motivación de conquistar al preso político puede no ser esa, sí hay un poder encantatorio que se despliega y termina por ser eficaz. En principio, sí diría que permite discurrir el tedio de la cárcel de un modo más llevadero. Así, acude de modo elocuente a figuraciones femeninas y masculinas con fuertes matices románticos y sentimentales, en algunos casos, y en otros de notable peripecia o incluso con argumento fantástico. A mujeres fatales pero también a tramas en las que suceden acontecimientos que hacen que el realismo asfixiante de la cárcel pueda cobrar un vuelo inusitado. Esos relatos comienzan lentamente a capturar la atención del preso político. Comienza a revisar entonces sus puntos de vista y hasta a entusiasmarse con esas historias que son films a los que consideraba de segunda clase, banales, que enfrascan en el sentido común. El narrador homosexual teatraliza esos films, traduciendo en una gestualidad atractiva, la fantasía de un affaire que se termina por consumar. Respecto de esta novela declara Puig que estaba reflexionando acerca del esquema de la sumisión femenina. De modo que luego de pensar qué podía en esa actualidad representarla de modo más cabal, “sería un homosexual con fijación femenina”, declara en la citada entrevista a la TV Española.

El chisme es otra forma narrativa de la ficción en Puig. Una ficción que se apodera del orden de lo real y lo manipula, lo desvía de los hechos constatables. Esa manipulación analógicamente es la literatura misma. Y en el seno de la poética y de su poética el chisme ocupará el lugar de la murmuración, de un rumor que desacredita, que persigue, que perturba, que desprestigia. Pero sobre todo un lugar ficcional. Que ficcionaliza el referente imaginario. Y por otro lado que asedia a una persona por parte de otras, como en Cae la noche tropical (1988): un acoso. Esta fue la última novela publicada por el autor argentino.

En Puig estamos todo el tiempo escuchando voces. Voces que se citan. Voces que musitan. Voces que se evocan. Voces que adulteran a otras. Voces que se contradicen en sus versiones. Voces que informan sobre vidas ajenas a terceros. Voces que preguntan. Voces que discuten. Voces que narran estados de cosas distintos y que hasta pueden contravenir el funcionamiento mismo de los intercambios verbales. Voces, por fin, que teniendo un poder definitivo son monólogos interiores o que se exteriorizan. Pero ¿son voces realmente poderosas? ¿o se dejan hablar según una voz también ajena, como la voz de esa tía que llegó en un día en que Puig estaba a solas y literalmente la literatura lo asaltó, lo tomó por asalto? El día que esa voz lo cautivó estoy seguro de que Puig quedó por fin en libertad.

Puig tiene buena escucha. Puig tiene buen oído. Y Puig tiene buen libreto. A Puig le gusta mirar (el cine) pero también le gusta escuchar (el radioteatro). No tanto leer libros. Es sumamente estudioso de idiomas, en academias, en la escuela experimental de cine, como lo fue en la escuela primaria: el mejor alumno de todo el colegio. Lee subtítulos y los traduce (otra forma de la imaginación que se proyecta de lo lingüístico a lo audiovisual ficcional). Lee revistas, diarios en bibliotecas porque el mundo del espectáculo le resulta atrapante y también lee el habla mediante la escucha de una serie de personajes en el seno de la ficción cinéfila. No perdamos de vista que Puig gozó de un enorme capital cultural producto de ser políglota. Veía films, teatro u óperas en su lengua nativa. Ello le permitió moverse por el mundo entendiendo (aunque con acento, como él siempre se apresura a señalar: la marca de una extranjería) lo que tenía lugar en torno suyo. El idioma constituye el tegumento simbólico que envuelve los acontecimientos de una sociedad: su cobertura más inasible pero que intersubjetivizamos para poder entendernos. Puig toma partido de esta potestad y logra no solo entender sino hacerse entender. También manifiesta el malestar que los estudiantes italianos le dispensan frente a su performance sobresaliente en exámenes, pruebas o ejercicios en la Escuela de cine en los que ellos no destacan. Busca polemizar con los profesores en una clase en la que los italianos los adulan para ganar su favor.

Hollywood construye ficciones frente a las cuales, no seamos ingenuos, Puig tenía la suficiente formación en cultura cinematográfica y la capacidad de ejercer el pensamiento crítico como para distinguir lo que estaba viendo de lo que dejaba de ver, de lo que sacrificaba para hacerlo. Sabía indudablemente separar el cine arte o el cine de autor (al que asistió con frecuencia, incluso también al oriental) del cine de las divas. Puig durante sus impecables estudios europeos en Cinecittá (no solo sobre cine) asistió a cientos de films continentales, viendo películas de excelencia. Puig elegía. A contramano de lo que la razón de los intelectuales o el neorrealismo dictaban. También en ese punto Puig contravino otra norma. Pero si bien de seguro tomaba distancia crítica desde el orden de lo intelectual de esas manifestaciones y las objetivaba como lo que realmente eran desde el orden de lo pasional, su corazón o su deseo lo conducían a amar con intensidad esas películas. Este goce, cosa curiosa, no constituye necesariamente la exacerbación de una feminidad y, en un punto, tampoco su parodia. Porque muchos varones se dejan cautivar por films de cowboys, de ciencia ficción clase B, nadas menos que por películas románticas, por las películas de aventuras que desde lo verosímil nadie podría tomarse en serio ¿es acaso la pasión por el cine de Hollywood una forma de calificar o descalificar a Puig como espectador de material degradado que lo desacredite? Probablemente se esperaría de un autor de alta literatura, de avanzada, que asistiera a espectáculos de cine arte, muy selectivamente. Pues Puig, en ese punto, a muchos les resultaba decepcionante. No estaba en congruencia la calificación de su ficción con la supuesta banalidad de su cinemateca, estimo pensarían. Y en Querida familia. Cartas europeas Tomo I recopiladas por la Dra. Graciela Goldchluk, investigadora de la Universidad Nacional de La Plata, queda puesto de manifiesto que también Puig sabía precisar qué cine era bueno, cuáles eran las “americanadas” (lo cito) y cuál era el cine de buena calidad. Y respecto de lo libresco en sus cartas europeas menciona en varias ocasiones a  Colette, de la cual es lector en su lengua nativa. Por otro lado, Puig no solo tomó clases de varios idiomas en Italia, donde se impartían filosofía, historia, historia del cine, literatura, entre otros temas. También  Puig enseñó a lo largo de su vida clases de idiomas a extranjeros en forma particular para sobrevivir (además de ser lavaplatos en ocasiones), lo que nos habla de alguien capaz de impartir conocimientos y seguramente de hacerlo con un cierta didáctica de la lengua para una  pedagogía que él mismo desde sus saberes elaboró. En este sentido nos encontramos frente a un inesperado Puig, sorprendente en virtud del estereotipo que ha circulado sobre su persona devenido personaje de una identidad ficcional.

Yo no creo que Puig fuera la nena que dicen fue, yendo tres veces por semana al cine con su mamá. Fue un niño, hecho y derecho, precoz, sagaz y audaz a la vez, que en un ambiente hostil que lo agraviaba encontró el espacio ficcional necesario dentro del cual habitar más cómodamente para disponer de la fortaleza y los recursos para afrontar lo que le esperaba al salir de esa sala confortable. Lo que lo esperaba allí afuera sería un infierno. Debía estar preparado para ello. Y, por otro lado, era ese niño hecho y derecho que supo desear tanto como supo amar lo que estaba viendo en la pantalla. Es decir: amar el relato, amar la ficción, amar una escritura que se le reveló a través de la oralidad: de voces. De diálogos. De subtitulados. De intercambios que serían cruciales para su narrativa. Es al fin y al cabo lo que un escritor hace. Amó el cine, amó a esas divas y su personalidad poderosa, se enamoró de ellas. Lo sedujeron de un cierto modo que tal vez no fuera el convencional. Pero provocaron en él repercusiones del orden de la libertad subjetiva y de un impacto emocionante sin precedentes, fundantes de su identidad. Ese cine (que supuso indudablemente “escenas de comienzo”) fue la llave que le permitió pensar el mundo al revés de como lo estaba viviendo en ese infierno. En ese pueblo falto de todo vuelo y que lo despreciaba, encontró otro espacio, un espacio ficcional que no lo confinó (como afirma Mónica Zapata) sino le mostró un mundo al que alguna vez accedería de modos insospechado, empezando por otros países y continentes. Otras personas fundamentalmente extranjeras. Postulo entonces que Puig en esa sala ya estaba viendo, ignorándolo (en principio), proyectado su futuro. Esa sala funcionó como una caja de resonancia, como una caja de herramientas posterior, como las puertas que se abrían, donde sonidos e imágenes, palabras y formas. En definitiva, las representaciones estéticas, se plasmaron en una linealidad igual a la de cualquier narrativa. Esa ficción había iniciado su construcción pero ya gozaba de una cierta clase de imaginación. Hubo una autoconstrucción del sujeto varón y del sujeto escritor desde lo ficcional cinematográfico. Un mundo al que efectivamente accedió que fue el del cine de múltiples formas. El cine de ese pueblo fue la caja de herramientas a la cual echaría mano luego durante toda su vida para crear a través de sus neovanguardistas procedimientos de montaje, de superposición de imágenes, sus fundidos, sus distintos planos, sus monólogos, las voces en off, las voces fuera de campo, que hablaban en un idioma que no era el suyo, la mezcla del código visual con el código verbal, las lenguas extranjeras con la nativa, el discurso de la publicidad o bien el de las noticias que suele irrumpir en sus novelas. Puig encontró en ese cine de pueblo el capital simbólico que Borges encontró en la biblioteca con libros ingleses de su padre. Salvo que Puig salió de esa sala puntual de cine (o en verdad quedó a salvo en ella llevándola consigo como un reaseguro). Salió del pueblo. Salió del país. Salió al mundo. Aprendió lenguas extranjeras con un esfuerzo inaudito. Frecuentó más bibliotecas públicas pero armó la propia. Todo por sus propios medios porque se movió entre signos por el mundo. Fue un hombre independiente. Con capacidad resolutiva. Con autonomía. Y escribió algunas de las novelas más memorables que la lengua española conoce. Una literatura que cundió ampliamente a nivel planetario. Pero que quedó prolijamente bastante apartada del boom, que con su tropicalismo plagado de exotismo telúrico (en términos generales), no podía alojar a las divas de Puig con comodidad. Una literatura que lo llevó a ser candidato al premio Nobel en 1982 y a ser premiado en el Festival de San Sebastián por su guión de Boquitas pintadas en 1974. También en 1982 El beso de la mujer araña ganó el premio a la mejor novela latinoamericana, logro que habían alcanzado solamente Juan Carlos Onetti con El astillero, Antonio Di Benedetto por Zama y José Lezama Lima con Paradiso. Una literatura que lo llevó a que se hicieran puestas de teatro de su dramaturgia, comedias musicales, adaptaciones a la pantalla de su narrativa (con o sin su aprobación), adaptaciones a la TV, cortometrajes, biografías, pero sobre todo que tuvo una potencia creativa completamente imprevisible, conjeturo que hasta para el propio Puig. Con traducciones a múltiples idiomas tuvo una recepción de mercado de tono celebratorio, además de generalizado. Una novelística que, siendo best seller, simultáneamente, como afirma Alan Pauls, también “se ofrecía a la aséptica exploración de los especialistas”. Una novelística exigente pero que el mundo fue capaz de discernir, decodificar de modo cierto y aplaudir sin reticencias, restricciones ni mezquindades. Puig hablaba la lengua de un cine que todos conocían ¿por qué iban a despreciar a un novelista que mediante recursos pioneros hacía uso del mundo del espectáculo sin denostarlo para dar a conocer, simultáneamente, otro espectáculo, el del. exotismo de provincias de un pueblo remoto? ¿o el de un país de los arrabales de las grandes metrópolis? Se trataba de una combinación plena de aquello conocido con lo extravagante. Entre la vida pueblerina y el imaginario cinematográfico, entre los modernos procedimientos formales y los contenidos que estaban supuestamente a la retaguardia, estéticamente hablando, Puig descubrió inéditas posibilidades para explotar ese cine considerado poco interesante y hasta portador de una adormecedora propiedad acrítica.

Entonces, hacia los años ’90, cuando Puig moría, luego de que fueran superadas parcialmente a mi juicio una serie de resistencias de naturaleza más que evidente, irrumpió el otro boom, el que sí fue inclusivo de su poética, el boom crítico argentino que vino a indultarlo. Fue un boom  endogámico en este caso que se multiplicó y que comprendió que su reloj había atrasado bastante más de la cuenta respecto de las repercusiones de la poética de Puig a nivel planetario. Hubo tesis doctorales luego devenidas libros de expertos que también tuvieron impacto en el mercado del libro. Hubo coloquios, seminarios y homenajes, ediciones críticas anotadas, dossiers, centros de archivos y reediciones de sus libros en colecciones, especialistas en Puig. Generando otra imagen de Puig. Puig ya no era aquel escritor poco ilustrado e ingenuo que se dedicaba a ver films de divas de la industria cultural y descuidaba los estantes de las bibliotecas de prestigio. Ese que en una versión embustera y simplista muchos habían etiquetado de modo completamente faccioso y otros tantos habían crédulamente creído sin haberse siquiera tomado el trabajo de leerlo. Tampoco era el demonio que debía ser incinerado en una hoguera por los temas relativos a la sexualidad tal como los habían abordado, al peor estilo de la Inquisición. Sino un escritor de poética compleja que mediante operaciones originalísimas trabajaba la literatura al estilo de la neovangurdia. Y dentro de la crítica también hubo otras líneas de investigación que introdujeron el trabajo con sus manuscritos a través de la crítica genética (que ya había inaugurado de modo pionero en Argentina la Dra. Ana María Barrenechea con Rayuela de Cortázar). O bien los más obvios estudios de género que lo tenían todo servido en bandeja. Cerraría con los abordajes en torno del pop, del kitsch o de su vínculo con el cine, en especial con los intertextos y los procedimientos de transposición de un arte a otro. Puig era ya una autoridad admitida con la jerarquía necesaria como para formar parte del corpus nacional. Había sido investido de capital simbólico, legitimado por las instituciones dadoras de devoción cultural, porque la academia argentina le había otorgado su bendición luego de una larga excomunión o bien indiferencia durante las cuales algunos críticos que son considerados referentes en la actualidad asombrosamente aún perduren. De olvidado en una periferia, en  un margen que pretendía descalificarlo cuando no avergonzarlo, devino ejemplar protagonista de modernas operaciones en la poética leídas según múltiples claves. En Cuernavaca murió de un infarto de miocardio que le provocó el agravamiento de una peritonitis aguda. 

El caso Puig es de naturaleza paradigmática. Padeció persecuciones, estigmas, censuras y conoció la ansiedad angustiosa de no poder expresar quien era (no podía, por lo visto, hacerlo a riesgo de expulsión). Debió renunciar a permanecer en su patria porque conoció el exilio, debió marcharse al extranjero europeo y americano para encontrar un destino de libertad que le había sido denegado en su patria. Y el de Puig no era un estilo tontuelo que descansaba ni en los brillos comerciales simplistas y poco viriles de Hollywood, como se le adjudicó, ni en el ser de un extranjero europeo quien se desentendió de su patria, sino en la necesidad de buscar un refugio a cierta altura de su vida, para salvarse de la más absoluta asfixia.

Puig hizo algo muy distinto. Se sirvió de ese universo espectacular para construir una poética que incursiona por zonas de la experiencia artística que no solían ponerse ni en correlación ni en contacto. Se trataba de zonas que solían mantenerse apartadas, se repelían y las repelían escritores, críticos y público. Puig pudo lograr el milagro de operaciones de síntesis y confluencia completamente inéditas. Por eso fue tan admirado en el mundo. Y seguramente tan incomprendido en un país que aparentemente gusta de jugar con las dicotomías.

Manuel Puig en su momento culminante residía en América Latina, rodeado de una lengua que no le era ajena pero que al mismo tiempo lo acorralaba por la variación lingüística intrusiva. Eligió esa morada en la que poder escribir sin perturbaciones. Un destino a salvo en Cuernavaca. Eligió México para vivir y, evidentemente, como repercusión natural, también lo eligió como el lugar en el que perecer.    

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