En el trópico del valle de Caracas, nunca demasiado caliente, tampoco demasiado frío, paraíso de pies desnudos, es norma llevar las uñas impecablemente arregladas a la hora de las sandalias. Manos y pies perfectos, son parte del manual de estilo. Pululan como es natural entonces, los locales de manicure y pedicure. En los centros comerciales, que es donde mas se ejerce el derecho ciudadano a caminar en este paraíso de 25.000 muertos al año, los hay por decenas. De manera que no hay excusas, todas llevamos las uñas pintadas, a todo nivel socio-económico, no importa el educativo, de todos los colores y estilos, estampadas, cortas o largas, francesas, rojas o verdes, todas del mismo color o con la uña del medio distinta y así… nada que envidiar a los excesos de la manicure de verano en NYC. Es impresionante ver lo diestras que pueden ser las venezolanas, en su ejecución sobre un teclado en cualquiera de los oficios donde la precisión de motricidad menor es obligada, a pesar de las uñas larguísimas y muy postizas. Es usual ver niñas muy pequeñas con las uñas pintadas, el entrenamiento empieza a muy corta edad. Es una expresión de nuestro alegre femenino que nadie cuestiona.
Ya excusada, paso a relatar mi más reciente esmalte carmesí. Escogí el lugar de siempre porque no sólo queda cerca de mi casa sino porque es uno de los pocos que queda a ras de la acera, un pequeño local de vidrio, pecera desde donde se ve la calle, que me ofrece la ilusión de que estoy en una ciudad como cualquier otra, y no en un campo de batalla. Odio estar obligada a guarecerme en un centro comercial. Usualmente hay puesto donde estacionar siempre cerca y nunca hay tráfico. Mal podía sospechar que justo hoy sí iba a haber tráfico cuando en la ciudad toda, el tráfico ha disminuido al ritmo del receso en la actividad económica. Y no había puesto donde estacionar cerca. Luego de hacer la misma cola varias veces de arriba abajo en la avenida, ya tenía que mandarle un mensajito a la manicurista para informarle de mi retraso, sin sacar el celular de la cartera, claro. Toda una proeza. Decidí tomar una calle aledaña, que lucía más despejada, con menos carros. Contenta encontré que había mucho puesto donde estacionar. Me cuadré para pararme de retroceso, superando varios cráteres y protuberancias del asfalto, cuando descubrí un cuerpo tirado en la acera. Estaba cubierto por una bolsa plástica muy gruesa, de la cabeza a la cintura. Sólo se podían ver sus piernas inertes y uno de sus pies, descalzo. Quise huir. Desistí en la maniobra y retomé el camino por buscar puesto en otra calle. Volví a caer en la avenida principal de La Carlota, donde el tráfico crecía en proporción a la cantidad de gente que se iba acumulando a las puertas del supermercado. Tomé entonces otra transversal, esta vez en sentido contrario, lejos de aquel cuerpo inanimado. Del otro lado de la avenida las cosas serían seguramente distintas, la otra cara de la moneda. Arbitrariedades del mágico religioso al que cualquiera echa mano, toda vez enfrentados al desconcierto. No lograba dejar de pensar en el hombre tirado en la acera, tan parecido a un muerto. ¿O es que he visto muchas películas de acción últimamente? No, no era un muerto porque ningún transeúnte le daba ninguna importancia al toparse con él a su paso. ¿Será por costumbre… que ya nadie hace caso? No, tampoco puede ser. No hemos alcanzado aun esa indolencia. Seguramente era un borracho dormido… Dentro de una bolsa plástica, un borracho… dormido… luego, ¿muerto por asfixia? No hay ni un policía de los muchos que había en Diciembre resolviéndose el aguinaldo. ¿A quién acudir? ¿Estaré dramatizando? ¿Cómo hago para hacerme la loca? ¿Qué explicación le acomodo a semejante imagen?
Finalmente encontré un puesto, veinte minutos después de la hora de mi cita. Que pena. Cuando llegué no estaba la manicurista. Les conté de inmediato lo del hombre tirado en la calle y la bolsa plástica. Me dijeron que ese era un borracho. Les pregunté cómo podían estar tan seguras. Ellas conocen el vecindario, están seguras de lo que dicen, que no me preocupe; ellas saben quién está con el gobierno de los que pasan frente a la vitrina, quién se ha metido varias veces en la cola del supermercado y quién se hace las uñas mas arribita. ¿Y la manicurista? Ya viene. Saqué el celular por avisarle que había llegado y una voz alarmada me ordenó guardarlo en el acto. Otra de las manicuristas me explicó que hace rato pasó un muchacho y se le quedó viendo a la clienta que estaba hablando por teléfono… y nos atracaron con pistola y todo… ¿Cuando? ¿Hace rato?… No, eso fue en diciembre… ¿Lo de la clienta y el teléfono?… No, lo de la pistola… No entendí hasta que volvió a aparecer el fulano muchacho que miraba con los ojos puyúos buscando detallar qué y quién estaban dentro del local de la manicure. ¡Ese es! ¡Ahí está otra vez! Nos miraba a todas directo a los ojos, sin titubeos. Mientras se hacía el muy ocupado, como tomado por una conversación telefónica que a todas luces era ficticia, llegó a acercarse a pocos centímetros de la puerta del local. Todas adentro, paralizadas. Sentí escalofríos. El hombre se volvió a alejar un poco, y la señora que atiende el teléfono, la única que no vive cerro arriba, que mantiene su acento italiano intacto, probablemente familia de la dueña del negocio, se abalanzó sobre la puerta por asegurarse de que estaba bien cerrada. El hombre miró hacia adentro sin pudor. Había una actitud incierta en él, algo parecido a la retaliación. El miedo entre las que estábamos cual rehenes dentro del local, crecía con cada uno de sus gestos. Mi respiración se volvió urgente. Le pedí a la señora de la caja y el teléfono, que llamara a la policía. Todas se rieron sin pensarlo, ya no llamamos a la policía, nunca vienen. El hombre se perdió de vista. Respiré aliviada. Tal vez todo había sido una casualidad. Quizás… Es normal ser tan malpensadas cuando se vive en situación de riesgo cotidiano.
El vigilante del restaurante de al lado, un señor en sus sesenta largos, en flux y corbata y sin pistola, se dejó ver. La señora de la caja corrió a llamarlo. El se acercó, ella le habló por la rendija de la puerta de vidrio a medio abrir, le contó lo que pasaba. El preguntó si era un tipo con un suéter marrón que andaba por ahí sospechoso. Que él ya lo había notado. No. El sospechoso nuestro tenía un suéter blanco, corte Joldan, jeans, zapatos de goma, y un Android grandote. Volvió a cerrar la puerta la señora, con cautela de película. Una de las clientas decidió no esperar más a la manicurista y se fue lo más rápido que pudo, la vi desaparecer por la avenida. Tocó el timbre otra clienta que venía a pedir cita, todas miramos la puerta con angustia, queríamos estar seguras de que el hombre del suéter blanco no estaba por allí. Pasó un hombre, que quería depilarse. Se me olvidaba decir que en el cuartito de atrás depilan y que ahora muchos hombres en Venezuela, quieren ser lampiños. Pero la que depila, no vino hoy. Llegó por fin mi manicurista, feliz y contenta con sus seis rollos de papel toilette, contando que dos mujeres se habían agarrado a golpes en el supermercado de enfrente por un pote de champú. Para una venezolana quedarse sin champú es tan grave como quedarse sin acetona, sin esmalte de uñas… traté de entender los golpes. Encontré meritoria la calma con la que la coquetería nacional ha asumido la escasez de semejantes productos básicos. Mi manicurista se pone a trabajar, le pregunté por el atraco a pistola en diciembre, asintió con normalidad. Y me entregué al momento esperado, lo que había venido a buscar: relajarme entre sus manos expertas al cuidado de las mías… los pies en agua tibia, me puse a hojear el periódico evitando las malas noticias, quería pensar en otra cosa, paseé por los deportes, algo de farándula, hasta que llegué a los clasificados. Encontré muchas menos casas y apartamentos en venta de los que me temía, a juzgar por el éxodo, movimiento migratorio de venezolanos inédito, con visos de estampida, único tema de conversación en las casas de Caracas hoy… Pocas casas y mucho masaje, ALEJANDRO, JOVEN COMPLACIENTE… ofrezco terapias antiestrés, descontracturantes, sensitivos, prostáticos, relax total, atiendo caballeros, turistas, estudio, privado, hotel, domicilio…. Teléfono… REINA DOMINANTE SENSUAL voluptuosa ofrece… masaje inglés, ejecutivos, VIP, turistas, fetichistas, pasivos, sumisos…YSABELLA ATRACTIVA DAMA MADURA dulce, cariñosa… turistas, hotel… ANDREA LINDA CHICA todo tipo de servicio a turistas… GANATE 40.000 MENSUALES… night-club en Valencia, solicitamos mujeres mayores de 18 años de buena presencia, vivienda alimentación gratuita… burdel por casa y comida, ¡que tristeza! Clasificados de masajes y prostitución de todo género siempre ha habido. Sin escándalo. Los que no estaban incluidos eran los turistas… no había ese tipo de necesidad, de desesperación… de miseria. Recordé un reportaje que vi sobre el ahora muy extendido turismo sexual en la isla de Margarita. Las imágenes de los viejos gordos y rubios acompañados por jóvenes nativas que lograban encantar al extranjero con sus sonrisas caribeñas engañabobos, volvieron a mí con el recuerdo intacto del desprecio que se escondía detrás de la aparente alegría de aquellas muchachas. La tristeza me llegó a los huesos. Pero el hombre del suéter blanco volvió a pasar y me dejé de melodramas. Ya era demasiado obvio, ya nadie mas tuvo paz.
Sólo quedábamos dos clientas. Una que acababa de terminar y yo. Ella dijo que aunque estaba lista, iba a esperar a que cerraran el negocio para poder salir todas juntas. Yo pensé que haría lo mismo. Despojada de mi libertad de movimiento, me sentí atrapada, presa entre un grupo de mujeres que estaban tan asustadas como yo, desprotegidas. ¿Cuántas de ellas habrán crecido en un hogar sin padre? ¿Cuán temprano aprendieron a vivir en el abandono, sin protección, entre mujeres, como rehenes, presas de un destino incierto?
Finalmente salimos, acompañadas, juntas. La cola del supermercado estaba aun más larga, signo de que el papel toilette aun alcanzaba. Las manicuristas amorosas me acompañaron a la calle donde había dejado el carro. Ni rastro del hombre sospechoso. Había otra cola, frente a otro establecimiento… ¿qué será lo que llegó ahí? ¿Maquinitas de afeitar, desodorante, aceite de oliva, azúcar, leche o pañales, tal vez? No, ese es un hotel. El cartel a todo dar, en letras metálicas, Hotel Anacoco, con algunas banderas sin patria y jardineras de plantas plásticas. Hotel de usos breves, hotel del amor, tiradero, para decirlo en perfecto español… En la cola que llegaba a casi la esquina, parejas de todas las edades y aspectos, algunos con bolsitas de mercado, otros con maletines y carry on, y aquellos de más allá, besos raudos y caricias contenidas… Las manicuristas sabían bien, entre risas, que esa cola no era como la del supermercado, porque era a toda hora, sin vergüenza y sin nada que achacarle al gobierno.
En Caracas ahora para amarse, también se hace cola. Ya no es cuestión de casarse, cuando no hay ni remotamente cómo pagar un alquiler. El asunto es escapar a la vida que acumula a la familia en un mismísimo apartamento, muchos, sin privacidad y sin salida. Y como el amor no espera ni se negocia, cuando las ganas son buenas, se hace la cola… Y mientras tantos cuartos abandonados, tantos amantes sin cuartos, ciudad desolada… los masajes son para turistas. Es sospechoso el que mira, todos desconfiamos de todos y nos entramos a golpes por un pote de champú. Todo el mundo sabe quién está con el gobierno y quién con la revolución, no todos hacen la misma cola. Donde había tráfico ahora no hay carros y por donde nadie pasaba, ahora se agolpan a comprar papel toilette. Haz de aprender a mandar mensajes manejando y sin sacar el teléfono de la cartera. Y si hay un muerto en la acera todos dicen que es un borracho aunque esté dentro de una bolsa plástica. Y así, cada quien sigue su camino, y hace lo que puede, sin pelos o con las uñas bien pintadas, no digas nunca rojo sangre, se dice rojo carmesí.