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Roberto Ponce Cordero
Roberto Ponce Cordero

Maldita sea la ley (Parte II): Música para gente inteligente y conciertos fundacionales

En días recientes, el perfil de Facebook del grupo de rock Ilegales de España publicó el siguiente post: “Aunque en este grupo no hay ningún aficionado a la contabilidad, acaba de saltar a la vista el dato de que #Quito, la capital de #Ecuador, es la ciudad del mundo donde más seguidores tiene esta página de Facebook y además, por mayoría… Ante tan feliz evidencia, no cabe más que enviar un saludo a todos los que estáis leyendo desde allí y certificar que el grupo está deseando visitar esas tierras tan acogedoras para ofrecer un directo ilegal”.

Más allá de que yo viva en Quito y, por lo tanto, quiera tomarle la palabra a Jorge Martínez, líder de la banda, para que caigan de ser posible este mismo año por acá para celebrar, este post oficial me demuestra algo que ya intuía pero no podía demostrar con pruebas contundentes: si bien es cierto que los Ilegales, por razones seguro relacionadas con el funcionamiento de los circuitos comerciales transatlánticos, pero también probablemente con alguna solidaridad extraña entre sensibilidades marginales, siempre han tenido una mayor resonancia en América Latina que en España, la resonancia es doble o triplemente mayor en algunos países específicos del subcontinente y, quizás, en ninguno es tan grande como lo es en la mitad del mundo, Ecuador. Así nos gusta llamarnos a nosotros, por falta de otros méritos.

Me sorprende, sin embargo, que Quito sea la sede de la mayor población de fans de Ilegales a nivel internacional, según estas cuentas; Quito es sin duda una ciudad rockera, con amplia trayectoria y evolución subterránea por debajo de sus montañas, pero por experiencia propia yo hubiera dicho que Guayaquil, ciudad ecuatoriana costera, era la capital ilegalina mundial. Y es que no lo digo por fervor patriótico (nací y crecí en Guayaquil, aunque viva ahora y desde hace mucho en Quito), sino porque hace treinta años ya, en una noche memorable de septiembre de 1987, Ilegales refundó el rock guayaco de golpe, y a golpe de riffs de guitarra, en algo tan monumental y trascendente que, como escribí la semana pasada, hasta la fecha es posible preguntarle a cualquier rockero ya entrado en años en cualquier esquina de Guayaquil al respecto y alguna anécdota, personal o escuchada, tendrá seguramente para contar.

Ese algo tan monumental y trascendente fue un mero concierto en el que, para más inri, los Ilegales estaban como teloneros de los Hombres G. Sin desmerecer a uno de los grandes grupos pop españoles de los ochenta (probablemente el más consistente, junto con Mecano), el organizador del recital no tenía idea de lo que hacía al poner la música dura y anfetamínica de los Ilegales antes del pop sabor a merengue agradable y a veces incluso levemente irreverente de los Hombres G. De hecho, no sabía lo que hacía al mezclar agua con aceite, ya que el público de ambas bandas, en Guayaquil, al menos, era uno que se diferenciaba no sólo en sus gustos musicales sino en clase social, habitus, actitud y códigos culturales, digamos… estamos hablando de una ciudad famosamente desigual y extrema. Si añadimos que el concierto tuvo lugar en un estadio y que –estupideces de la planificación típicamente ecuatoriana– el genio que diseñó el escenario tuvo la idea de poner la tarima y el sistema de sonido de tal manera que los artistas sólo pudieran ser vistos y escuchados desde la pista y la tribuna, los puestos más caros, y no desde general, los puestos más baratos y, con diferencia, más numerosos, podemos ver que un microcosmos social muy latinoamericano para adoración de las bandas ibéricas se estaba gestando y que el polvorín estaba armado. No hicieron falta más que unos dos, tres acordes, para que reventara.

En efecto, cuando los Ilegales empezaron a tocar a lo bestia, con alguna canción que hoy, treinta años después, olvido, la masa condenada a los puestos baratos y que no escuchaba más que el eco de “la música para gente inteligente” (como Martínez definió por esa época, en entrevista con una revista ecuatoriana, la música de los Ilegales) perdió la paciencia –cualidad que no precisamente caracteriza a los sectores populares guayaquileños o realmente a los guayaquileños en general– y empezó a botar las cercas metálicas que separaban sus lugares no sólo de la cancha, de la pista, con toda la carga simbólica de esa separación, sino también muy prosaicamente de los únicos sectores del estadio en los que se oía sonar las notas. La gente empezó a tumbar las mallas… para escuchar.

La policía no tardó en aparecer y no tardó en reprimir esta manifestación espontánea de reivindicaciones populares, pero el arrebato fue mayor y, al poco tiempo, la fuerza pública tiró la toalla. Los mismos agentes que habían estado dando palos, literalmente, a los primeros rebeldes que se habían atrevido a romper el status quo y a aventurarse a los puestos privilegiados y vedados empezaron a dar, quizás a regañadientes, quizás con guiños de complicidad, la mano a los siguientes rebeldes y a ayudarlos a bajar al césped del estadio. Carajo, mi Tiananmén alternativo. Ecuador es una isla de paz.

Recuerdo que, cuando yo personalmente ya estaba bajando, ayudado por un policía, sonaba la canción “Hago mucho ruido”; no es, ni por ahí, una de las mejores del repertorio de los Ilegales, con su texto puramente malcriado que dice: “me cago en la leche / que mamaron / los cabrones / que me denunciaron / están todos / muy alterados / porque yo / soy mucho más guapo”. Pero en ese momento se escuchaba como un himno emancipador. Más libertario aún el grito de Jorge Martínez, en medio de la canción, sin perder un compás: “Bienvenidos, ¡colaaaaados!”

Y después fueron varias horas de destrucción ilegalina con una pista mestiza conformada por una clase alta, que había pagado bastante por el divertimento, y una clase baja o media baja que medio se jugaba un poco la vida y medio vivía un poco por el juego de estar ahí. No pasó nada porque Ecuador es… porque Ecuador es así, porque todos estábamos unidos por el rock y porque, juntos e incluso revueltos, ¿qué hubiera tenido que pasar? Pero, o acaso más bien por eso, lo recuerdo, treinta años después, como uno de los mejores y más… armoniosos conciertos en los que he estado.

Cuando, casi al final del recital, en el desesperado solo terminal de “Destruye” (1984), Jorge Martínez medio bebió y medio se echó encima de la calva un pocotón de champán para después maltratar las cuerdas de la guitarra con la botella vacía, creo que todos (aniñados, pelucones, medio pelo, clase media alta arribista, clase media pantalla, clase media baja tirando para subterránea, pobres y cholos de mi patria, alzados diversos, vividores y diletantes varios de dudosa procedencia social, lumpenproletariado y –aunque aún no existía el concepto– precariado para siempre) estábamos conscientes de haber sido no sólo espectadores sino actores de un acontecimiento único en la historia del rock ecuatoriano y, capaz, de la cultura del Ecuador. Ese día le tocó al pueblo. Un ejemplo de micro-resistencia en acción.

Yo tenía diez años recién cumplidos, nada más, y asistí al concierto con mi hermano y con dos grandes amigos, así como con mi padre de chaperón (mi padre, en aquella época algo menor de lo que yo soy ahora, y como cuenta uno de mis amigos en este artículo sobre el concierto publicado en 2013 en la página ecuatoriana Gkillcity.com [http://gkillcity.com/articulos/chongo-cultural/donde-caguen-los-pajaros], era también fan de los Ilegales pero de manera más distanciada y, digamos… hm, más madura), pero no lo olvido. Ya nunca pude menos que dudar de la ley y de las formas, después de esta súbita introducción al mundo de la música y de la lucha de clases. “Maldita sea la ley”, dice una de las canciones emblemáticas de los Ilegales (“Delincuente habitual”, 1982) y, si bien toda una tradición familiar me llevaba ya de por sí a creer en esa consigna a pies juntillas, el espectáculo de Ilegales me lo hizo entender en la práctica. Yo no sería quien soy sin este concierto y creo que Guayaquil, o el Guayaquil rockero al menos, no sería tampoco lo que es (por poco que sea [igual que yo]).

Me dan tanta pena los Hombres G, eso sí, quienes tuvieron que salir a tocar “Te quiero”, “Sólo me faltas tú” y “Temblando”, después de todo esto…

Hay que hacer una historia oral de este concierto, con muchas voces: unas voces de general, otras de pista, otras de tribuna, otras de los organizadores y otras de los medios de entonces, además de las voces de los padres de familia y de los salseros a los que no les interesaba la cosa; la complejidad social. Toca entrevistar a los Hombres G. Toca entrevistar a Jorge Martínez; Jorge Martínez que recuerda.

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Javieres Xavier LC
Javieres Xavier LC
7 years ago

Yo estuve en ese concierto, tenía 14, fui solo, a cancha, a ver primeramente a los Ilegales, pero también a los Hombres G… que chucha, a momentos estaba en frente de la tarima y en otros instantes al pie del graderío: era una marea de gente saltando, empujando, pero sin llegar al mosh, había gente de todos los estratos sociales existentes e inventados de Guayaquil aún antes de que la gente de general rompa la malla y se pase a pista, hecho del cual no me percaté, yo solo luchaba por volver lo más cerca a la tarima mientras cantaba… Seguir leyendo »

Javieres Xavier LC
Javieres Xavier LC
7 years ago

Tratando de colaborar con tu proyecto de hacer historia oral de ese Ereignis, ahora desde la voz de los medios de entonces, recuerdo una entrevista de tv a los 2 grupos, la cual en 2 palabras resumía la actitud de Los Hombres G y la de Los Ilegales cuando les preguntaron en qué iban a gastar la plata ganada en el concierto, a lo cual respondieron los primeros halagadoramente que «en cevicheZ», mientras que Martinez con una inocente careloco respondió: «en putas».

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