El manual del perfecto ateo, del irreverente caricaturista –e intelectual orgánico– mexicano Rius (1934-2017) fue, hands down, una de las mayores influencias de mi infancia y, por tanto, uno de los textos más constitutivos de lo que, para bien o para mal, soy. Publicado en 1981, este libro llegó a mis manos, por vía de mi padre y de mi santa madre (ellos, por descontado, la mayor influencia de mi infancia, ya sea textual o extratextual), en algún momento de mediados de los ochenta del siglo XX, cuando lo devoré y lo comenté mil veces en el petit comité de la familia. No obstante, poco después de que la verdad riusiana, revelada mediante dibujitos en el volumen de marras, me hiciera libre… y ateo, emprendí, por alguna razón (¿mi propio y particular camino a Damasco?), una misión apostólica en toda regla y me hice a la ingrata tarea de intentar convertir a mis compañeritos de grado en la escuela, a la sazón niños que recién empezaban a rozar la preadolescencia, en apóstatas de una cristiandad a la que todos ellos, y la mayoría en su vertiente católica apostólica romana, estaban más o menos conscientemente, y de forma más o menos entusiasta, entregados. Como buen misionero en tierra de infieles, me llevé más de un golpe por mi labor titánica. Parece que un pelado alevoso, provisto de un puñado de garabatos y de uno que otro concepto sólo medianamente masticado (el concepto de “ateo”, para empezar), no tenía por qué ser muy bienvenido por los herederos de una cultura hegemónica que no por hegemónica dejaba de ser cultura, de modo que, muy pese a los preceptos de amar a los enemigos y de poner la otra mejilla, la respuesta a ratos violenta de quienes defendían sus supuestas creencias (ésas en las que creían que creían) no me resulta, en retrospectiva, demasiado sorprendente, y más bien me parece comprensible. Me salvé de que me dieran aun más tute, no tanto por ateo sino más bien por insufrible (no siempre son sinónimos, aunque a veces son identidades y poses que convergen), quiero decir.
Muchos años después, leí la novela Extremely Loud and Incredibly Close, de Jonathan Safran Foer (2005), narrada por un niño de nueve años que pierde a su papá en el atentado contra las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001 y acomete, después, una empresa no menos descabellada que mis intentos de anti-evangelizar a mis antaño compañeros de escuela: pretende encontrar, en todo el territorio de NYC, la cerradura que se abra con una llave misteriosa que dejó botada su padre antes de morir en el derrumbe del World Trade Center. En aquel tiempo ya posterior también al derrumbe de mis propias convicciones y de mis propios grandes relatos, me impresionó especialmente una frase del narrador que ahora parafraseo porque, sinceramente, no logro encontrarla y a lo mejor ni siquiera existió nunca, realmente, sino que me la inventé o la adapté de otras similares de la novela y de otras lecturas : era algo así como “I used to be an atheist. Now I know that the world is more complicated than that”.
Hoy me considero agnóstico, no tanto porque no “sepa” si Dios existe o no (muy en el fondo… sé la respuesta, o al menos la que creo que es la respuesta), sino porque el tema me parece, por un lado, secundario, o terciario incluso, así como, por otro lado, porque tal cual no creo en Dios, en ninguno, tampoco creo en paradigma alguno, más allá de su funcionalidad para el desenvolvimiento de la vida humana actual en el planeta actual. La evolución, al igual que la gravedad, es un hecho, sin duda… vaya, también mi sensación de ser un individuo pensante (cogito, ergo sum) lo es… ¿pero y si, de verdad, todo fuera una simulación computarizada? ¿O si (como propone más de un científico cognitivo de avanzada, amén de filósofos antiguos de diversos espacios culturales) nuestros sentidos filtraran la “realidad” hasta el punto de que ésta, para nosotros, no se parezca en nada a la realidad “real” (de haberla)?
Todo esto para decir que no tengo nada en contra ni de Jesucristo ni de la Magdalena ni del resto de personajes de la mitología judeocristiana, así como que lejos está de mí la intención de polemizar contra quienes creen en ésta (o en otras mitologías similares). No niego la existencia de estos sujetos… pero no me convence en absoluto el argumento según el cual lo que dicen los cuatro evangelios incorporados en la Biblia varios siglos después de la supuesta muerte de Cristo, y sola y exclusivamente esos evangelios y ninguno de aquellos no incorporados finalmente al canon, debe tomarse como fuente histórica y como prueba, que ni siquiera como indicio, de la existencia “real” de Jesús y de todo lo demás que en ellos se cuenta.
En esa onda, aunque usualmente sin llegar a poner en duda la misma existencia de los personajes del Nuevo Testamento, se ha releído desde los feminismos de finales del siglo XX al personaje de María Magdalena, vituperado por la oficialidad católica y luego protestante desde que, precisamente, se estableció el canon bíblico hasta nuestros días pero, también, reconocido y admirado por amplios sectores de las poblaciones creyentes de a pie, además de idolatrado por personas adeptas a teorías de conspiración, a manifestaciones de religiosidad y devoción popular y a teorías alternativas de la historia (el feminismo es una de estas últimas).
En efecto, el feminismo, en una de sus vertientes, presenta una historia alternativa de toda la historia. De hecho, uno de sus mayores logros, en el plano académico, ha sido el de establecer la conciencia, ya inobjetable, de que la historia no es una sino una colección siempre incompleta de múltiples historias, ya que la historia oficial se oficializó, desde tiempos inmemoriales, por medio de la supresión y de la omisión artera de más de la mitad de la población humana en beneficio del patriarcado. Y una mini-vertiente de este movimiento desmitificador y remitificador, representado un poco por la escuela de teología feminista Harvard Divinity School de Estados Unidos, se ha dedicado durante décadas ya a releer no solamente los cuatro evangelios sino también los textos y las costumbres de la tradición católica y cristiana, tanto antigua como de la Edad Media europea, así como los evangelios apócrifos (prominentemente, El Evangelio según María Magdalena, redactado en la tradición gnóstica pocos siglos después de la supuesta muerte de Jesús y descubierto en el siglo XIX; un documento fundamental de lo mejor de la herejía a lo largo de la historia).
Así, en la relectura feminista de la Magdalena, no estamos ni ante una prostituta ni ante una pecadora ni ante una mera seguidora de Jesucristo, al margen del círculo selecto de los doce, sino ante la verdadera apóstol de los apóstoles, la discípula amada, aquella que no sólo está junto a la cruz en los cuatro evangelios (los apóstoles brillan por su ausencia, menos Juan… el discípulo amado, que sólo aparece en esa escena en uno de los cuatro evangelios canónicos) sino que es quien se entera primero de la resurrección, el milagro que hace que verdaderamente Cristo sea Cristo (lo otro, con todo respeto, son trucos de feria como convertir el agua en vino o caminar sobre el agua), y a quien se le encomienda que vaya a contarle las buenas nuevas a todos los apóstoles hombres. En otras palabras, se trata de una mujer que, incluso en los evangelios canónicos, ocupa un lugar de poder prominente en la comunidad religiosa y a quien se le confían espacios cercanos al líder carismático que supuestamente estaban vedados para las mujeres en esa época y en ese lugar y que, por eso mismo, resultan más destacables en el contexto bíblico.
El hecho de que el rol de la Magdalena no sea aún más prominente, de acuerdo a la relectura feminista, es de paso resultado de lo peor del patriarcado y de la misoginia católica –y protestante– habitual: en el canon de la Biblia no se incluyó El Evangelio según María Magdalena, tanto por sus enseñanzas gnósticas (para simplificar de manera rabiosamente vil, las escuelas gnósticas argumentaban, entre muchas otras cosas, que Dios no era todopoderoso sino que estaba en lucha constante con el mal… y que el mundo había sido creado por el mal, cosa que Jesús, como emisario y no como Dios, había venido a solucionar) como por el escandaloso protagonismo de una mujer independiente en éste. Luego, en el siglo VI de nuestra era, y siempre de acuerdo a esta relectura, el Papa Gregorio casi conscientemente determina que la Magdalena, María de Betania y la prostituta de Lucas, así como básicamente cualquier María que no fuera la madre de Cristo, es la misma persona, con lo que, malévolamente, convierte a la discípula amada, líder intelectual y espiritual, en una mera seguidora y agradecida beneficiaria de la empresa Milagros de Cristo Inc. Finalmente, siglos de tradición se encargan de enterrar a la Magdalena, convertirla en un mero accesorio… pero vaya, su posición era tan importante, tan vital, como la de Judas: hasta los cuatro evangelistas católicos quieren omitirla en todos sus libros hasta que llegan al final, a la crucifixión, y más que nada a la resurrección, donde se ven obligados a incluirla y a reconocer su enorme presencia, ya que las comunidades cristianas originales no les hubieran permitido otra cosa…
Esa es la tradición feminista que estudia la tradición católica o cristiana y me encanta. Puedo pasar horas, días, semanas, leyendo más y más exégesis al respecto, así como puedo pasar años obsesionado con el Santo Grial y la Sangre Real y demás locuras en las que se plantea que la Magdalena era el Santo Grial y parió, en Francia, un hijo de Cristo (ya si llevamos esto al paroxismo, los descendientes de este hijo hipotético dominan el mundo por medio de sociedades secretas)… pero pongámonos agnósticos.
Estamos discutiendo sobre personajes que, de acuerdo al mejor criterio histórico, simplemente no existieron… es como discutir sobre cómo se ha invisibilizado la relación homoerótica de Aquiles y de Patroclo. ¡Tiene su inmensa relevancia, ya que en esos textos canónicos (griegos, latinos, bíblicos) basamos toda la civilización occidental y sus engendros periféricos como este desde el que escribo! Sin embargo, también es un poco irreal, no en el sentido de que se base en mitos (todo se basa en mitos) sino en el de que parece mentira, un sueño, realidad. Estamos hablando, al final, de cómo se han usado ciertos textos referentes a personajes ficticios –hasta que no se demuestre lo contrario– para oprimir a la mitad más uno de la población mundial, para imponer sistemas de creencias que penetran hasta en lo más íntimo de las vidas, para justificar atrocidades aquí, acá y acullá… Pero Harvard Divinity School discute, seriamente, con otros representantes más tradicionales y más abiertamente patriarcales de la teología, sobre si la Magdalena era o no era prostituta, sobre si lavó los pies de Cristo o no, sobre si era o no un personaje digno de admirar…
Por eso, me gusta la aproximación de Ellen AJ. Goodwin en su artículo “Mary Magdalene as a Feminist Icon: Representations in the Christian Tradition as a Resource for Contemporary Liberation Theology” (2017), pues de entrada dice que:
“The historical Mary Magdalene has been far too conflated and distorted to be retrieved. This means that it is neither possible, nor beneficial, to attempt to do so. Instead my central commitment is to provide the basis for a reconstruction of the role of Mary Magdalene that rings true for many women, around the world, who share in her struggle to resist patriarchal oppression”.
La figura histórica, en otras palabras, no importa, ya que, en una palabra, no existe. Importa lo que queramos hacer de ella, lo que podamos hacer de ella y la posición ética que asumamos al respecto, en el mundo al que creemos, sin saberlo del todo, pertenecer.
En ese sentido, Magdalena Superstar. Magdalena Forever.