En Madrid los viejos beben el sol.
Se sientan en una silla blanca frente a él, desde que sale, hasta que se mete detrás de La Almudena.
Cierran los ojos y pasan las horas, absorbiéndolo.
No dicen nada.
Nunca dicen nada.
En Madrid el sol es importante.
Las buhardillas se hicieron para él.
También algunas fachadas, que igual que los viejos, lo sorben hasta guardarlo en sus entrañas de cemento.
Y se guarda tan dentro, que hasta en la madrugada invernal, los edificios siguen despidiendo su calor.
El borracho, de regreso a casa, acaricia aquel centímetro de la ciudad, anonadado por el sol que aún vive dentro.
En Madrid los niños corren.
Persiguen al sol y lo atrapan,
Lo patean y lo guardan dentro de sus bolsitas, a un lado de las cosas importantes.
Luego, al otro día, lo vuelven a sacar.
Lo avientan
Lo riegan
Y no dicen nada.
Nunca dicen nada.