Cerca de la medianoche, a punto de llovizna, después de unas margaritas, la conversación sucedía sin tapujos en el autobús de regreso a casa. Hablamos de vitaminas y magnesio, de amigas y soltería, divorcios, dolores y amores, a voz en cuello, por aquello de las margaritas y porque estábamos solas en el autobús. Subió una pareja y luego una muchacha sola. Todo el mundo iba muy sonreído y tranquilo, ese martes anónimo de noche larga en Nueva York… Surgió la anécdota de la amiga ausente que se fue en taxi a JFK para tomar el avión de regreso a Caracas, y el taxista latino, como siempre sucede entre los que nos comunicamos con esta lengua bendita que es el español, entró en materia apenas se acomodó la pasajera en su asiento trasero, que si de dónde eres, cuánto tiempo llevas aquí, está mala la cosa allá, la comida, las medicinas, los presos, los muertos… al llegar al aeropuerto, a la hora de pagar, el taxista no quiso aceptar sino la mitad. La otra mitad se la da a una familia venezolana allá, para que coma completo ese día.
Nos conmovimos hasta el silencio. Se nos arrugó la alegría, se nos agravó el ánimo, pero nos contuvimos el amargo de hablar de las muertes y demás injusticias en el país que nos duele, por conservar el tono personal, íntimo, confesionario de la conversación entre amigas, siempre tan sanadora. Sin embargo, ya se nos había instalado el tema de la muerte entrelíneas y sin remedio. Pero logramos abstraernos del tema país por un rato más, ejerciendo el derecho a hurtar bienestar del momento de compartir entre cariños, y nos fuimos por el miedo no a la muerte propia, sino a la muerte del ser amado. Cuando amas tanto que prefieres morir primero por no morir del amor ausente. Cuando estás dispuesta a morir ya, antes de ver morir a tu amor. Y de pronto una voz invadió el autobús desde los altoparlantes por donde normalmente se escucha el anuncio de las paradas. Una voz en español que decía “yo soy papá Dios”.
Tan metidas como estábamos en la conversación, aquella voz sucedió como fondo, como advertencia de autobús que normalmente no se entiende ni se escucha, y ni remotamente nos preocupamos por descifrarla. Hasta que, por tercera vez, con entonación aún más vehemente, la voz dijo con impúdica elocuencia: “yo soy papá Dios, y te doy 40 años más de vida!”. El asombro nos paralizó, ¡era el mismísimo Dios que nos hablaba! Dios, el de los milagros, el que podía y nos estaba alargando la vida. No sabíamos si reír o correspondía rezar. Como es de esperarse en un trío de descreídas, nos reímos con ganas. La pareja y la muchacha sola, también. Uno de ellos hablaba español, y se reía aún más, y ahí mismito llegamos a la parada.
Al bajarnos quisimos verle la cara a Dios. No es oportunidad que se te presente todos los días. El chofer era un joven latino de sonrisa espléndida, tan despierto su sentido del goce a flor de piel, sin rastro alguno de cansancio a pesar de las horas que ha debido llevar tras el volante de esa bestia de dos cuerpos. ¡Un milagro! El milagro que son los latinos en NYC. El joven chofer, desparramado en su sonrisa, alzó su mano para decirnos adiós, a Dios.
En noches como esta, es fácil creer en Dios.