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Lupe Gehrenbeck
Lupe Gehrenbeck

Lupe Gehrenbeck: El teatro es una enfermedad incurable

NUEVA YORK – Mujer de energía arrolladora, Lupe Gehrenbeck llega a los ensayos con la bicicleta a cuestas y sus rizos ondeando con la desfachatez de la libertad. Entra con porte de reina y el espacio se transforma, exige seriedad y pasión, entrega y sensibilidad. La sacralidad del teatro nos envuelve. Cada uno de los actores se sumerge en su personaje, se transforma, las emociones son palpables. La obra que pondrán en escena el jueves 27 y el viernes 28 de abril, Ni que nos vayamos nos podemos ir, escrita y dirigida por Lupe Gehrenbeck, nos habla de uno de los dramas más dolorosos que están viviendo los venezolanos: la disgregación de las familias. En todas las ciudades la población se ha ido desangrando. Los primeros en irse fueron los más jóvenes, luego, a lo largo de los años se han ido sumando adultos y ancianos. En el aeropuerto de Maiquetía los alborotos fiesteros de las vacaciones se han ido tornando en saludos desgarradores, recomendaciones que quedan suspendidas en el aire, lágrimas silenciosas porque el dolor es tan hondo que ya no grita.

La historia que pondrán en escena Sonia Berah, Antia Arruez, María Fernanda Rodríguez, Mónica Quintero, Samuel Garnica e Iris Vargas, bajo la dirección de Gehrenbeck y la asistencia de dirección de Luissana Carreño, les pertenece profundamente, dolorosamente, tanto que a veces el reto es separar al personaje de la vida real. Es lo que nos confiesa María Fernanda Rodríguez quien interpreta a Carolina, una de las hijas de la protagonista, una joven mujer quien está viviendo en el extranjero y desde allí está haciendo lo posible para que su mamá la alcance. “Yo lo viví igualito, viví ese desgarre en carne propia con mi mamá y sé lo doloroso que es.  La obra me mueve mucho, refleja lo que están viviendo muchas familias. Me conecto profundamente con el personaje, una mujer luchadora, quien es hija y es madre. El reto es separarme yo misma del personaje, enriquecerlo con mi experiencia pero apreciando también las diferencias. Estoy trabajando duro pero estoy feliz de hacerlo bajo la dirección de Lupe a quien admiro mucho”.

 

Lupe Gehrenbeck

 

La admiración hacia el trabajo de Lupe emerge de las palabras de todos los actores. Son personas distintas, de diferentes edades y experiencias, que la mística del teatro ha transformado en un solo ser.

Los más jóvenes son Samuel Garnica, único hombre de la obra, y Mónica Quintero. Samuel ha llegado a Nueva York hace dos años tras terminar estudios de Comunicación Social en la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas y Monica hace ocho meses, también con una licenciatura en Comunicación de la misma Universidad. Ambos han trabajado en teatro en Venezuela. Samuel al llegar a Nueva York, ciudad que lo ha enamorado y de la que no quisiera irse, ha trabajado con el Repertorio Español y el año pasado ha ganado un Premio ATI como mejor actor de reparto. Habla de su personaje con pasión: “Soy Tony, hijo de Alberta y si bien en términos de tiempo en el escenario mi participación no sea larga, el personaje es muy importante, tiene un gran espesor, devela otros aspectos de la sociedad venezolana. Tony es un muchacho que, a pesar del cariño de su madre y de Elvira, toma rumbos diferentes a los que ellas hubieran deseado. Participa en un secuestro que, si bien no se ve, forma parte importante del texto. Trabajar en esta obra es muy importante para mi porque me conecta profundamente con mi país, un país que se está cayendo en pedazos. Actuar bajo la dirección de Lupe, ver la meticulosidad con la cual deshilacha cada frase para buscarle el significado profundo, es para mi una gran experiencia.”

Mónica Quintero habla con igual amor de la obra y de su personaje. “Soy la hija que queda en Caracas y no se quiere ir porque cree en el sueño de un país mejor. Podría parecer difícil personificar a un personaje simpatizante del chavismo pero en mi vida privada conozco a varias personas que creen en esa utopía, en el ideal de un país mejor, así que, al meterme en mi personaje, me conecto con ese anhelo, esa esperanza”.

Mónica vio la obra en Caracas y le gustó mucho; sin embargo, confiesa que cuando leyó el texto estando ella misma en el exterior, se conmovió de otra manera, las palabras superaron las barreras de defensa que cada uno se crea en sus primeros meses de vida en el exterior y, nos dice casi ensimismada: “Solamente ahora estoy cayendo en cuenta que me fui”.

También Luissana Carreño es muy joven y tiene poco tiempo en Nueva York. Su sueño es ser actriz siguiendo los primeros pasos que dio en Venezuela. En esta obra se desenvuelve como asistente de dirección y su eficiencia, alegría y calidez son un aporte invalorable al trabajo de dirección. Considera una gran experiencia compartir con una directora como Lupe y con actores profesionales, siente que está aprendiendo muchísimo y está conectada emocionalmente con la obra.

María Fernanda Rodríguez ya tiene más de 10 años en este país. Es actriz y productora con amplia experiencia, trabajó antes en Venezuela y luego, al mudarse a Nueva York, con el Repertorio Español y ahora en producciones independientes. Tiene su propia compañía que gestiona junto con su esposo y el año pasado, durante el Festival que organiza el Comisionado Dominicano de Cultura, fue nominada a un Premio como directora.

De porte austero y hablar pausado es Antia Arruez, la única “no venezolana” del grupo. Antia es cubana, llegó en 2003 y entiende muy bien el drama de sus compañeros venezolanos. Su experiencia es larga, su escuela ha sido el teatro desarrollado en plazas y calles. Ha trabajado mucho con niños, ha organizado carnavales, ha recitado en lugares en los cuales la voz debe salir con suficiente fuerza para superar la algarabía de las fiestas. En Nueva York hace narración dramatizada y ha creado una organización sin fines de lucro con la cual presenta monólogos en espacios para niños y ancianos. Cual colegiala a punto de dar un examen lleva su libreto subrayado y habla con temor y respeto de la directora quien, a decir suyo, es tan exigente que no da tregua pero, al mismo tiempo, le está dando muchísimo al enseñarle una forma nueva de trabajar el texto.

“Mi personaje es Alberta, la amiga de Elvira y… estoy muerta. Con un fino humorismo, casi imperceptible, al igual que el ritmo que inunda cuerpos que se mueven apenas, Antia nos cuenta: “Cuando me dijo que era una muerta yo pensé, dios mío estos directores están todos locos, ¡cómo me las voy a arreglar para personificar a una muerta! Pero aquí estoy, consciente del gran reto que tengo la suerte de asumir, compartiendo con personas maravillosas que me están ayudando mucho, y dispuesta a dar lo mejor de mi”.

Sonia Berah, Elvira en la obra, es una actriz de larga experiencia. Lleva veinte años en este país y en Venezuela trabajó en muchas telenovelas y compartió las tablas con el grupo Rajatabla y con el director Eduardo Gil. Aquí presentó obras dirigidas por Elia Schneider en el Teatro La Mama y, después de algunos años alejada del teatro, vuelve por la puerta grande personificando a la protagonista, una mujer dividida entre sus dos hijas, una en el exterior y la otra en Venezuela, decidida a desprenderse de una vida diluida en pequeños objetos que acompañaron momentos importantes de su pasado. Mientras prepara cajas y maletas sabe que cualquier decisión, la de irse o la de quedarse, encierra un profundo dolor.

EstaLupe Gehrenbeck obra muestra el desgarre que significa dejar tu país, dejar tus memorias, cuando ya no eres tan joven. Yo misma, cuando me fui era suficientemente grande como para dejar la mayor parte de mi vida allá. Elvira dice que regresará, yo también lo decía siempre. Solamente ahora sé que nunca voy a volver. Para mi es muy fuerte encarnar este personaje pero regresar a las tablas es como un regalo de la vida”.

Cerca de todos ellos, poniendo a disposición la experiencia acumulada durante años como actriz y educadora está Iris Vargas. En su pasado están personajes desarrollados para telenovelas, unitarios, películas y comerciales. Fue la fundadora del Teatro de la Universidad Simón Bolívar y su profundo compromiso con la obra de Lupe le viene de la gran empatía que siente hacia el personaje de Elvira. Mientras leía el libreto pensaba que Lupe había escrito mi historia. Yo fui Elvira hace dos o tres años. Al igual que ella tenía una hija acá con dos nietos y otra en Venezuela quien no quiere salir del país. He llorado mucho leyendo el libreto así que, si bien en esta ocasión no actúo, aquí estoy, ayudando en todo lo que pueda”.

La carga de emociones y sentimientos que emana de todos los componentes de Ni que nos vayamos nos podemos ir espesa el aire y se nos hace un nudo en la garganta.

Antes que se sumerjan en el ensayo hablamos con Lupe Gehrenbeck, escritora valiente, apreciada colaboradora de ViceVersa Magazine, y directora carismática capaz de transformar mundos distintos en una sola familia.

 

 

Esta obra la han montado en Caracas con mucho éxito. ¿Cuál es el reto, cuáles la diferencias que percibes entre esos montajes y el que tu misma estás dirigiendo?

Me intriga pensar en cuál será la reacción del público aquí en Nueva York. En Caracas la vi en dos teatros diferentes, en Petare y en Chacao, con públicos muy diversos. En ambas ocasiones vi a las personas riendo a mandíbula batiente y luego llorando, llorando de verdad. Ha sido muy conmovedor. El tema de la obra lo llevamos todos por dentro, esa necesidad de irse o de quedarse es una decisión existencial, definitiva. No sé si la obra va a tener la misma carga emocional para un venezolano que vive aquí, un norteamericano que conoce nuestra historia u otro latinoamericano. Hay que esperar a ver la reacción del público que para mi es una incógnita.

El trabajo con los actores ha sido muy enriquecedor. Al comienzo de los ensayos me preocupó el tono demasiado racional que estaba tomando la obra pero poco a poco se ha ido enriqueciendo de emocionalidad, más ahora, en días en los cuales la gente en nuestro país está en la calle, luchando con valentía. Por más años que cada uno lleve en este país seguimos pegados de Venezuela y esta obra es nuestro granito de arena para hablar de lo que nos está pasando, para denunciar con la única arma que tenemos: la cultura, el teatro. En algunos momentos los actores en los ensayos lloran porque están lidiando justamente con el tema del desapego, del destierro que, aunque te vaya buenísimo, es muy doloroso.

 

Tu misma viviste una historia similar con la emigración de tu familia a Panama.

Sí, dos años después de escribir la obra la viví en carne propia. Cuando vi las cajas que mi mamá había preparado, encerrando su pasado, tomando una decisión que no había estado nunca en sus planes, la obra se me volvió verdad y me pegó mucho porque la entendí de otra manera. Para escribirla me documenté, leí gran cantidad de libros y ensayos pero en estos últimos años la emigración de venezolanos se ha vuelto masiva. Es un fenómeno que han vivido otros pueblos, lo vemos aquí en Nueva York, ciudad que reúne a una gran cantidad de emigrantes y el otro día desperté teniendo en la cabeza la música de El lamento borincano, prácticamente el himno de los emigrantes puertorriqueños, una canción que habla de lo doloroso que es desprenderse del lugar que te explica, ese que te hace persona. El destierro es un proceso dolorosísimo y con esta obra trato de hablar de ese tema de la manera más sencilla y honesta posible, sin teñirla de colores políticos, cercana al sentir de la gente.

 

Acabas de obtener un premio muy importante en España. Tu obra Cruz de mayo fue seleccionada entre las cinco ganadoras de la I Convocatoria de Teatroautor Exprés 2016 realizada por la Fundación SGAE, la más importante en la defensa de quien escribe en español.

Cruz de mayo es una obra que quiero muchísimo. Habla de la maternidad y de la paternidad irresponsable, de la sociedad matriarcal que caracteriza Venezuela y del lugar que tiene la madre en nuestros hogares. Es una obra de la madre en ausencia, algo inimaginable en la sociedad venezolana, Su estructura es peculiar, se construye por pedazos y los personajes se juntan en una escena final en la cual coinciden en un mismo lugar. Allí crean familia, esas familias que se construyen por vínculos de afecto y no de sangre y que sin embargo son igualmente fuertes.

 

También estás escribiendo una novela. ¿Qué significa para ti pasar de la dramaturgia a la narrativa?

Sí, estoy escribiendo una novela en la cual hablo del abuso infantil, sobre todo del abuso hacia las niñas porque como mujer puedo entenderlo mejor, algo dramáticamente común en la sociedad venezolana donde hay muchos cambios de padres, una transitoriedad en la estructura familiar y donde este tipo de abusos se denuncia muy poco.

Escribir narrativa me resulta más difícil, necesito más tiempo para entrar emocionalmente en el texto. Estoy más acostumbrada a escribir para ser escuchada que para ser leída. Mientras escribo teatro lo oigo, empiezo a tallar el texto hasta lograr esa sonoridad que suena a verdad. Mi conexión con el teatro es inmediata, profunda, sé donde están los cables y los ato fácilmente. La dramaturgia me apasiona. Hago teatro desde que tenía 17 años. Ya es una enfermedad incurable.

 

Eres una de las directoras del Actor Studio de Nueva York, espacio en el cual tienen cabida solamente los mejores. En Caracas hiciste un taller para directores que fue muy exitoso, se llamaba Gramática visual de la escena. ¿Qué significa? ¿Piensas repetirlo también en Nueva York?

Ser parte del Actor Studio de Nueva York es un reto y una oportunidad. Anteriormente fue creado como espacio para los actores, hace unos 20 años surgió el departamento para dramaturgos y recientemente el de directores en el cual me pidieron entrar. El taller Gramática visual de la escena que di en Caracas fue una experiencia muy satisfactoria. La finalidad es mostrar la importancia del aspecto visual en el trabajo de dirección. Creo militantemente en la importancia del método del actor orgánico pero hay todo un espacio creativo inmenso que queda a manos del director para lograr una adecuada construcción de las emociones. Todos los elementos: los actores, la música, la escenografía, el vestuario, las luces, tienen el mismo peso, son como colores en la paleta de un artista y el trabajo del director es enorme. Durante el taller doce directores trabajaron un mismo texto y el resultado fue increíble. De ese mismo texto salieron doce puestas en escena totalmente diferentes. Me gustaría mucho repetir ese curso aquí.

 

Con su pasión arrolladora, una gestualidad corporal que envuelve y una energía contagiosa, Lupe nos habla de sus proyectos futuros, entre los cuales hay una obra que se titulará “Castillo de agua” al igual que un restaurante donde “si estás triste puedes volver a encontrar la sonrisa frente a un plato que tiene sabor a casa y gracias a la calidez de las mesoneras quienes a pesar de un trabajo de muchas horas de pies y de los largos recorridos que hacen para volver a sus casas, transmiten cariño y simpatía”. Es a ellas a quien quiere dedicar la obra y más aún, quiere subirlas al escenario, “para darles otra oportunidad, para hacerlas sentir verdaderas princesas de ese Castillo de agua, para que puedan reconectarse con los sueños que tuvieron de niñas y para acercarlas a la magia del teatro”.

Una vez más Lupe Gehrenbeck hurga en la vida de las personas comunes, aquellas que se esconden tras los trajes de Minnie y otros personajes de Disney en Times Square, o que se mueven ágiles entre mesas con bandejas llenas de platos. Es la humanidad invisible que las obras de Lupe roban a las sombras para devolverles luz y dignidad.

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