La obra narrativa de este autor mexicano se constituye en pionera del género confesional de tema homosexual en Hispanoamérica, fundamentalmente a partir de El vampiro de la colonia Roma (1979). Una obra, influenciada por la música popular, el melodrama, la soledad de la diferencia y especialmente el cine; habiendo empezado Zapata a escribir a partir de este aún antes, incluso, de articular tales intentos en el ámbito de lo específicamente literario, tal cual él mismo nos indica: “Casi todos los textos escritos durante mi adolescencia eran concebidos como guiones cinematográficos, aunque sin indicaciones técnicas. Quizás se trate de una deformación pero en muchas ocasiones he resuelto pasajes de alguna novela o cuento concibiéndolos de manera cinematográfica. Así, el cine me ha permitido en algunos momentos superar ciertos escollos estructurales, visualizar atmósferas, centrar en un campo de visión las acciones de mis personajes, imprimir cierto ritmo a algunas escenas. Para bien o para mal, el cine ha sido decisivo en mi formación como escritor”.
No es de extrañar entonces que sus novelas hayan sido llevadas exitosamente a otros medios, cual es el caso de Melodrama (1983), adaptada como guión radiofónico por Silvia Salazar para la Radio y Televisión de Guerrero en 2012. De hecho, la dramatización del texto permitió la incorporación en vivo de intertextos musicales y cinemáticos que realzaron, con ironía y humor, la carga tragicómica de la obra, devolviendo a los oyentes al exceso sentimental de los seriales radiofónicos del pasado.
En Melodrama, Álex y Axel superan todos los obstáculos que la sociedad pone a su paso, para terminar dichosamente sentados a la mesa familiar navideña y brindar por la permanencia de su amor. El tono edulcorado de los diálogos de los amantes, y la emotividad impostada de los monólogos de la madre de Álex y de la esposa de Axel, llevan al camp los complejos, temores, carencias y negaciones del mexicano, además de reivindicar el derecho a ser del homosexual, al traer con naturalidad a un primer plano un estilo de vida generalmente relegado a la periferia del sistema.
“Cuando es amor del bueno, te das cuenta luego, luego”, apunta Álex dirigiéndose a sus amigos, en el bar gay donde sellará su compromiso con Axel, desafiando la creencia de que los lugares de ambiente únicamente se prestan a aventuras pasajeras. Igualmente, la actitud agresiva y homofóbica de la madre y la posición comprensiva del padre, desconstruyen el mito de la complicidad materna y del machismo paterno, en cuanto a la aceptación de la opción sexual del hijo pródigo, quien terminará por volver junto al novio a casa de sus progenitores para reconciliar y reconciliarse con el entorno.
Igualmente, el venturoso final de Melodrama resulta ser un guiño a las fábulas y cuentos del género clásico donde la pareja protagonista, tras vencer un sinfín de oposiciones, será feliz para siempre, libre de la violencia, enfermedades y muertes. Ello, dada la época cuando el texto fue publicado, se constituye en una evasión ya de por sí kitsch, desde el instante que corre un ilusorio velo sobre la crisis vivida por la comunidad gay en los ochenta, cuando no solo el sida sino la intimidación y el sentimiento de culpa, aterrorizaron a quienes osaban desviarse de las normas preestablecidas.
El vampiro de la colonia Roma, como expresión de lo popular urbano, le da voz a un sector del colectivo de antes del miedo, conformado por jóvenes cuyo único capital es el propio cuerpo. Un cuerpo del cual malviven entre complejos, escapatorias etílicas, reproches y celos, en tanto se desplazan ágilmente de lo sublime a lo grotesco, buscando exponer los dobleces de la sociedad mexicana.
Aquí, Adonis García se cuenta frente al grabador de quien escribe, y al contarse perfila los contornos de una historia cuyos submundos emergen como anecdotario rico en personajes provenientes de estratos sumamente diversos. Vagabundos, mafiosos, delincuentes, diplomáticos, políticos, industriales, padres de familia, estudiantes, conviven en los márgenes del sistema, nivelados por la búsqueda del placer, cuya clandestinidad lo vuelve aún más excitante. Una certeza palpable en el desparpajo con que Adonis hace un recuento de sus aventuras por urinarios públicos, parques, moteles, mansiones y habitaciones de alquiler, con la intención de liberarse de tantas memorias e, imperceptiblemente para sí mismo, hacer un recuento de su existencia a fin de ponerla en perspectiva para nosotros, voyeurs.
En tal sentido, los blancos, que la ausencia de puntuación propone, piden ser llenados con el caudal secreto del lector, cual observador y partícipe vicario de la cadena de experiencias e incidentes recitados, más que descritos por el protagonista, como un cuento, si no de hadas, sí en la línea de los trotamundos, extendiéndose del Lazarillo de Tormes al Augie March de Saul Bellow. Para estos, la cotidianeidad se vive como simulación y lo imaginario adquiere una certeza cónsona con un mundo en desarreglo. Luis Zapata aborda este reto desde una franqueza cuyo objetivo último es la normalización de la homosexualidad, lo cual no se había abordado hasta entonces en el ámbito hispano; de ahí la eficacia del libro en su momento y la intemporalidad con que sigue sorprendiendo a las generaciones actuales, gozando de una aceptación del comportamiento gay impensable treinta años atrás.
Esta confianza para darle voz a lo irrepresentable, hila la obra narrativa de Zapata que con La más fuerte pasión (1995) se dinamiza, mediante diálogos sumamente rápidos y directos puestos a estructurar la continuidad de la relación entre Santiago, un hombre de mediana edad, y Arturo, el joven hijo de su amiga Sarita. Aquí lo teatral de la conversación entre ambos se da por partida doble: como encarnación de dos generaciones opuestas y como gesticulación paródica de un artificio presente en la manera de establecer el intercambio. Un intercambio donde Arturo, deslastrado todavía de todo equipaje, aligera con su superficialidad el pesado bagaje que los años y los desengaños han dejado caer sobre las espaldas de Santiago, regalándole una segunda juventud.
La educación sentimental del amado responde, como en Madame Bovary de Gustave Flaubert, al capricho y los intereses del amante quien, no obstante, queda descolocado por momentos ante la franqueza de su objeto. “Soy guapo y joven y te soy fiel (…) me das todo lo que quiero, aunque a veces me cueste trabajo sacártelo”, apunta este, con la claridad de quien nada puede perder, pues se sabe ganador de una partida donde los subterfugios, medias tintas y represiones de su benefactor se viven como un pasatiempo. A cambio, Santiago disfruta con la entrega del muchacho, interesándose en los gustos propios de la nueva generación que, lógicamente, chocan con los suyos, pero igualmente revisten de novedad su bien reglamentada existencia.
Los flujos afectivos, monetarios y sexuales de la transacción, tampoco se desvían aquí de una idealizada complacencia, ajena a los engaños, odios, rencillas e ímpetus propios de las pasiones realmente fuertes. Con esta estrategia, el autor establece un juego irónico, desde el título espejeando simultáneamente otras producciones artísticas, donde dichas pasiones conducen a la aniquilación de la pareja. En tal sentido, si la estructura dialogada de la novela remite a El beso de la mujer araña (1976) de Manuel Puig, la cinemática responde a La ley del deseo (1986) de Pedro Almodóvar. Esta, no solo encuadra el triángulo constituido por Arturo, Santiago y Sarita, sino refleja literalmente aspectos del guion, como queda ejemplificado en la escena inicial de la película, filmada nuevamente por Santiago para delicia de los amantes; “—Ahora quítate los pantalones./ —Ajá./ —Pero no hables. Concéntrate en lo que estás haciendo./ —O.K., O.K. /—Quédate nada más con la trusa puesta…”
El desbordamiento sensual no llevará sin embargo a los protagonistas al sacrificio supremo, restándole drama a la historia pero, una vez más, normalizando el comportamiento homosexual para el cual no tiene necesariamente que existir castigo. Dicha estrategia acerca mucho más el texto a la realidad, alejándolo de una fatalidad forzada y, por ende, haciendo que la novela pierda efectismo pero gane efectividad.
“—¿De veras me quieres, papito?/ —Sí, hombre./ —¿Y eres feliz?, ¿completamente feliz?/ —Sí, ¿y tú?/ —También”, se dicen los amantes. Y al decírselo sin adornos, como un hecho irrefutable, envuelven al lector en la intimidad de la confidencia, kitschifizando el referente, desde una reflexión, a caballo entre la irrisión y el lugar común, donde no obstante se forja el sentimentalismo más intenso. De la interacción entre estas tres categorías, emerge lo kitsch como condición intrínseca al estilo de Luis Zapata. Una interacción, que es el resultado de la manipulación de las emociones, lograda sin que lo parezca; de ahí su fertilidad y encanto.
Tal operación deviene vértigo de señalizaciones controladas, cuando el autor aborda la voz femenina, para llevar al camp la década en que la modernidad estuvo más viva, es decir, los años setenta. Alva Chávez, como representante de los sectores sublimes de la sociedad mexicana, recorre sin obstáculos, en Los postulados del buen golpista (1995), la geografía azteca. Ello, efectuando paradas varias por Europa, Estados Unidos y Canadá, para perfilarse desde las aventuras que sus amantes, amigas y amigos, generalmente gay, recogen, en una labor “gratuita y frívola” semejante a la de bordar, ya sea el vestuario para un grupo teatral o la cronología de hurtos, enamoramientos, rupturas y tráficos diversos donde incurre, en tanto va deshilándose su historia. Una historia sin solución de continuidad, pues a lo que aspira la protagonista es al desperdicio y el exceso, mediante un comportamiento ego-maníaco desde el cual todas las acciones tienden a la desmesura, independientemente de su importancia, al estar siempre filtradas por el personal prisma de la heroína. La percepción entonces de la realidad pasa siempre por los amores y humores de Alva, rápida en atraer a quienes orbitan a su alrededor, pero igualmente presta a expulsarlos de su entorno apenas cambie el viento de sus antojos.
“Desde el primer momento se enamoró de mí (…). Aunque debo decirte que por más que me gustara el cuate, yo no estaba dispuesta a desbaratar mis planes: yo siempre he sido muy enérgica y nunca he dejado de hacer nada por un galán” (81), puntualiza ella, desde una volubilidad donde la atención no se fija en un objeto específico sino se posa, caprichosa, de uno a otro, fragmentariamente. Tal atropellamiento de eventos, debe mucho al ritmo vertiginoso de los gags del cine mudo, donde los actores se ven envueltos en un torbellino de situaciones con cambios constantes de escenarios y registros dramáticos. Por ello, no es de extrañar que Alva privilegie el cine de acción, el rock y el heavy metal, sobre las películas románticas, las baladas y los boleros, poco cónsonos con la efervescencia y experimentación de los años setenta.
La moda, los automóviles, las estrellas y cantantes de la década permean el monólogo de la protagonista quien, no obstante, prefiere, nostálgica, que se la compare con las intérpretes de la década anterior. “Me sentía como Melina Mercouri en Topkapi, como Audrey Hepburn en Cómo robar un millón de dólares, o, bueno, ya de perdida como Tippi Hedren and Marnie”, declara decidida, mientras se apunta un nuevo robo con el amigo y el amante del momento, quienes se unen, así, a la corte masculina puesta a educarla, no solo en los regodeos del cuerpo sino en la literatura y, especialmente, el cine. “Para mí el cine es un placer tan grande, que hasta los comerciales me gustan”, confiesa igualmente, para corroborar la fuerte pasión del autor por el séptimo arte, a partir de cuyos encuadres toman también cuerpo algunos acontecimientos de la novela, tal cual veremos en la segunda parte de este artículo.