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Maria del Rosario Lara

Los zombis y las sociedades líquidas de Zygmunt Bauman

La imagen más sobresaliente de las películas de zombis es la del movimiento incesante. Los que no han sido infectados por los zombis deben correr para conservar su condición humana; y, a su vez, los zombis también se ven a merced del movimiento si quieren allegarse un suculento alimento humano. Pero, en ambos casos, tal situación no es el resultado de decisiones tomadas individual o colectivamente, sino que ha sido impuesta, y se desconoce por quién y para qué. Tampoco se tiene claro hacia dónde hay que moverse para perseverar en el ser que se es; pues, de quedarse quietos, los humanos se condenarían a sí mismos a la deshumanización y los zombis a la extinción. La consigna es, entonces, la de no detenerse, aunque no se llegue nunca a ningún lugar. La vida se ha vuelto inestable y desesperanzadora debido a la radical ausencia de un remanso de paz y de quietud que nos pueda proteger de la amenaza real de la deshumanización.

Las películas de zombis pueden tomarse como analogías de lo que el sociólogo Zygmund Baum describe como la “vida líquida” al referirse a las condiciones actuales de la existencia humana sometida a los efectos negativos de la globalización y a los de la reducción de las personas a la categoría de “simples consumidores.” La forma de imaginar y de vivir lo social tal y como era antes del desmantelamiento del Estado-nación y de la llamada pos-modernidad se ha desvanecido íntegramente; y, en su lugar, lo único que ha quedado es un espacio insaciable, siempre listo a devorar cualquier intento de fijar nuevas pautas de conducta que encaucen la vida humana. El movimiento es lo único seguro en esta “tierra de nadie.” De nadie, porque todos somos vulnerables y no se vislumbra, ni a corto ni a largo plazo, ninguna garantía de las condiciones necesarias de una vida digna. Para millones de seres humanos la vida ha dejado de ser vida al no poder, por diversas razones fuera de todo control humano, seguir las transformaciones que la nueva sociedad globalizada nos impone. Es el caso de los indocumentados, los pobres de solemnidad, los refugiados y desplazados y los perseguidos políticos; a todos ellos se les ha arrebatado su calidad de seres humanos al perder las habilidades que los convertirían, al menos potencialmente, en activos consumidores y en dóciles objetos de consumo. Y, para el resto de la población planetaria, la vida ya no es vida porque se consume en el temor de perder nuestra recién adquirida y limitada esencia, la de consumidores. Y, en “esta nueva tierra de nadie,” el movimiento, y la vulnerabilidad que le es inherente, no se destruye, simplemente se transforma. Movimiento y vulnerabilidad penden sobre nuestras cabezas para cercenárnosla en el preciso instante en que los cambios nos rebasen.

Al carecer de normas mínimas que orienten nuestro diario vivir, los seres humanos hemos quedado en la más completa orfandad en un mundo que se ha vuelto inhospitalario. El conocimiento de hoy no será útil para el día de mañana cuando se descubran nuevos problemas y necesidades; la experiencia se ha vuelto una carga frente a la inestabilidad del mundo; la rápida y masiva circulación de la información ha anulado las posibilidades del pensamiento crítico; y, junto con él, la capacidad de entender nuestro entorno; las creencias y las identidades deben transformarse rápidamente si no queremos vernos relegados a la exclusión más completa de nuestras comunidades; nuestros cuerpos deben ir al parejo con los volubles criterios estéticos y las relaciones humanas se han visto reducidas a simples relaciones de compra y venta.

Frente a este panorama, el sentir y la concepción del tiempo también han sufrido modificaciones radicales. El tiempo parece haberse reducido a un eterno presente configurado en base a nuestra lucha diaria por movernos, por no quedarnos rezagados, aunque no sepamos hacia dónde nos dirigimos ya que objetivos y razones no importan más. El pasado no tiene ningún sentido cuando la experiencia y el conocimiento resultan ineficaces frente a los cambios a los que nos enfrentamos los seres humanos minuto tras minuto, instantes presentes carentes de toda continuidad. El futuro, construcción en el “ahora” con miras hacia el porvenir a partir de nuestras historias, también se ha desvanecido de nuestro horizonte. La mutilación de estas dos dimensiones temporales nos ha hundido en un presente amorfo. Y ya ni hablar de otras formas de la concepción del tiempo, tales como el tiempo en función de algún dios o dioses, o en función del amor y de la muerte o el tiempo interior donde algunos aventureros solían sumergirse en búsqueda del sentido o sentidos de la vida. Lo único de lo que disponemos los hombres y las mujeres es de la vacuidad del presente y, si contamos con la fortuna de disponer de recursos económicos, con algunas que otras visitas al psicoanalista a fin de que nos ayude a sobrellevar la angustia de la deshumanización a la que nos ha condenado el mercado y su vocación globalizadora. Desgraciadamente, no se vislumbra ninguna solución al estado de cosas actuales por varias razones. En primer lugar, al insistir en que la solución tanto de nuestros problemas emocionales como de los materiales es individual, ha restringido considerablemente el surgimiento de una verdadera solución que sería social. Luego, y en íntima conexión con lo anterior, no hay a quién dirigir nuestras demandas y nuestras incertidumbres. Ya no podemos recurrir a las autoridades, representantes de lo que queda en pie del Estado-nación o de cualquier otra institución, en busca de ayuda y de justicia. Hemos perdido la condición de sujetos (nos hemos vuelto invisibles) y, en el mejor de los casos, cuando se nos reconoce como tales, es para hacernos culpables de las desgracias e infortunios que nos apremian sin haberlos ni siquiera convocado. Y por último, las grandes corporaciones y los grandes negocios, encarnados en nuestros lugares de trabajo, carecen de un rostro humano al cual podamos exigir una explicación de nuestra condición.

En resumidas cuentas y para terminar, nuestra vida se ha reducido al movimiento sin pausa en la búsqueda de los bienes materiales que sostengan nuestros cuerpos; cuerpos nuestros despojados de proyectos, de sueños y de objetivos. Ya no buscamos ninguna trascendencia al estar enteramente inmersos en “el aquí y en el ahora efímeros.” Hemos dejado de preguntamos que habrá más allá o más acá de “este aquí y de este ahora,” completamente desarraigados de la condición humana. Quizás seamos el vivo retrato de un zombi al haber aniquilado sin ninguna resistencia la larga historia de la construcción de lo “humano” para, descender sin más, a la categoría de pura materia inerte.[1]


[1] Esta reflexión surgió a raíz de la lectura de dos obras del sociólogo y filósofo polaco Zygmund Bauman: Vida líquiday Retrotopía, y de la fascinación que algunos sienten, o más bien sentimos, por las películas de los zombis.

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