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Los tiranos y la inconsciencia de la muerte

En las formas políticas, el manoseo de la eternidad adquiere un aspecto escalofriante e inmediato. La hybris del poder en el tirano y sus aduladores le hacen concebirse eterno. Por ley o parecer, se borra de un plumazo el significado de los rituales y de la muerte en los hombres, haciendo eterno el cadáver y el pensamiento del jerarca. El solo hecho abriga la perversión, sobre todo cuando quizá la única aspiración del hombre para la eternidad debería ser el anonimato.

La tiranía es una de esas formas políticas donde el déspota asume que es eterno. Entra en trance cuando quita de en medio a todo el que le adversa, con la potestad de impartir la extinción física a quien se le antoje. Así alimenta su estado de posesión.

 

Hierón el tirano

En el Hierón de Jenofonte, Simónides, sabio y a la vez poeta, se atreve a preguntarle a Hierón, quien en algún momento de su vida fue un ciudadano particular y para esa ocasión estaba convertido en tirano, si él, que había ostentado ambas condiciones en su vida, sabía en qué se diferenciaba la vida del tirano a la del particular, en “lo que toca a goces y dolores humanos”. A lo que Hierón responde con otra pregunta: “¿Por qué no me recuerdas también tú, puesto que ahora sigues siendo particular, lo que hay en la vida de los hombres comunes? Porque así es como creo que mejor podría indicarte aquello en que difieren las existencias de unos y de otros”.

La primera sorpresa es que el tirano no recuerda que es ser un hombre común, habiéndolo sido. Su total distancia de la vida de aquellos a quienes les aquejan los asuntos “vanos” y pedestres de la existencia y su falta de  consciencia de cómo ser un particular y un ciudadano es por lo menos aterradora.

Desde entonces no ha dejado de ser así. Si de algo pueden ufanarse los tiranos es de poseer una extraordinaria ignorancia de todo aquello que no está en la inmediatez del apetito de sus sentidos y sus instintos. Y el que más aprecian es el destructivo.

La indiferencia es total en cuanto a la captura, muerte y rituales funerarios de sus rivales. Desprecian la enfermedad de aquellos que bajo la planta de su pie padecen la tortura de vivir a su sombra. Su función no es otra que la de ejercer la tiranía con disfrute.

Hay que agregar que los tiranos actuales, a diferencia de Hierón, o carecen de la consciencia que le permitía a este diferenciar entre una cosa y otra, o parece que les hubiera sido extirpada para, en su lugar, colocar el poder como única guía. Así consideran que todo aquello que apunte a la consciencia o a la cultura es una bolsa vacía, un desperdicio producido por la humanidad que estorba su goce.

 

Antígona y Creonte

Trasladar la lucha de los vivos, sin respeto, al ámbito de la muerte, tiene sus consecuencias. Sófocles hace un retrato sin censuras al tirano Creonte en Antígona. En el inicio de la tragedia, los hermanos mueren por las lanzas de ambos en la batalla, uno defendiendo a Tebas y otro atacándola: Eteocles y Polinice. Creonte queda como nuevo soberano y decide por decreto que Polinice no sea enterrado ni se le rindan ritos funerarios para que su cadáver se lo coman las bestias. Antígona, hermana de los dos fallecidos, desobedece la ley del gobernante y por eso es condenada a muerte.

En un diálogo que mantienen el tirano y Antígona, en el que discuten por qué respeta los rituales funerarios, ella le dice:

“He creído que tus decretos, como mortal que eres, puedan tener primacía sobre las leyes no escritas, inmutables de los dioses. No son de hoy ni ayer esas leyes; existen desde siempre y nadie sabe a qué tiempos se remontan. No tenía, pues, por qué yo, que no temo la voluntad de ningún hombre, temer que los dioses me castigasen por haber infringido tus órdenes”.

El registro del tiempo al que se remontan los ritos funerarios es “atemporal”. Así lo expone ella en su defensa. Son leyes que no pertenecen a los hombres, se deben a los dioses a quienes no se pueden ofender. Esas leyes tienen códigos que el hombre en su respeto a la naturaleza ha protegido. Si queremos ser escépticos, pertenecen a la imaginación de los miles de años que el ser humano ha poblado la tierra, y solo por eso forman parte de su herencia y tradición. Es la sumisión de la consciencia de la vida al límite del tiempo en que existimos y la ofrenda a la imaginación de millones de seres humanos que han poblado la tierra.

Antígona, la heroína, y Creonte, el tirano, tienen un apetito voraz y obsesivo en torno a lo que creen. Antígona defiende la ley de los dioses que tanto daño le ha causado a su linaje; pero el otro, el tirano, en su infatuación, cree que gobierna por encima de la muerte. Se siente un poseso de lo que él mismo cree que significa y representa. Tanto, que piensa que puede no respetar a los muertos y determinar la muerte de otros sin ningún tipo de remordimiento, asumiendo que el poder lo puede todo, incluso sin pensar que él mismo o alguno de los suyos está también en el ámbito de la muerte. En suma, se atreve a sacrificar a la prometida de su hijo Hemón por su desobediencia:

“Nada más; teniendo tu vida, tengo todo lo que quiero”.

La soberbia infla al tirano. Cree que la vida y la muerte de quienes gobierna le pertenecen. Por eso se comporta con tanto desprecio frente al hambre, las enfermedades y la muerte de todos aquellos a quienes tiene bajo el puño. Siempre divide a los que gobierna entre quienes le adulan y le sirven, y los “traidores”. Es incapaz de entender que las leyes están para ser discutidas entre los hombres que conforman el reino o la vida de una ciudadanía.

El tirano insiste en que ella le ha ofendido, a lo que Antígona le responde:

“Pero los tiranos cuentan entre sus ventajas la de poder hacer y decir lo que quieren”.

El tirano no tiene en cuenta al otro; en su realidad, inflada de ficciones, solo existe él. El otro existe en tanto le sirve, es decir, si es parte de él: un instrumento que obedece. Llegado a este punto, todos los aspectos evolutivos de la vida psíquica y la individuación del ser humano dejan de existir. La ciudadanía desaparece.

 

Los tiranos modernos

En muchos lugares del mundo, como si se tratara de ciclos de la naturaleza, ha ido surgiendo un extraño delirio y cierto tufo de adoración por los tiranos. Que las sociedades sean poco o muy desarrolladas no es una condición que lo evite. Los tiranos aparecen trajeados de ideologías de derechas o de izquierdas. Parece que fuera una necesidad de la humanidad, que cada cierto tiempo, el verdugo aparezca, pretendiendo encarnar la muerte, tener su misma estatura y poder.

Con un hacha, una soga, un disparo, un ejército, un arsenal atómico o los datos que viajan por las redes sociales, el tirano afloja el andamiaje estructural de la evolución social, el ADN cultural y cognitivo del hombre, para dejarlo inerme y sin memoria.

Su objetivo es negar todo lo que se ha adquirido durante el recorrido de la humanidad. De esa manera desarticula por un instante el entramado evolutivo. El resultado es la reducción de las personas a una masa informe sin registro psíquico. La consecuencia: la manipulación a su antojo. Por la vía del terror logra la rendición de la población, la cual que queda estéril, sin vida, privada de individuación.

El tirano se siente emisario de ultratumba. Espera que sus logros venzan a la muerte. Quizá por eso tiende a relacionarse con rituales oscuros o ritos religiosos relacionados con los muertos.

Hay en todo esto un hecho. Y es que, con cierta frecuencia, cuando aparece un héroe con sus ideas, sucesos destructivos y locura mesiánica, un tirano viene a culminar su trabajo. Entre el héroe y el tirano ocurre una tensión destructiva que conduce a grandes males en una sociedad.

Esa visión ciclópea y única del tirano sobre el espectro de la realidad, la amplitud tubular con que mira cada hecho que le rodea, le hace creer que accede a la eternidad. Es como si por el largo cilindro por donde observa, viera al final de todo, su reino fuera de este mundo. Lo aledaño le sobra, le molesta. Así, el tirano cree que su gobierno será para siempre, como un semidiós o un ser eterno.

La consciencia, que resulta apenas una posibilidad ínfima de separarse momentáneamente del instinto destructivo, se desvanece cuando los hombres deciden trasladar sus luchas al ámbito de la muerte. El estar conscientes de las consecuencias de nuestros actos, lo que representan para los demás o para nosotros mismos, deja de ser importante, se vacía de significado, pues el final siempre será fatal. En su inmensa inflación, el tirano olvida que denigra a la muerte, como también desprecia sus ritos y la consciencia que esta aporta al hombre. Al reprimir los rituales, los hechos y los muertos van a ser las sombras que vagan en las consciencias de los que han sido testigos de la historia.


Este artículo salió publicado en Prodavinci

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