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Roberto Ponce Cordero
Roberto Ponce Cordero - ViceVersa Magazine

Los terribles dos

¡Canta, oh musa, la cólera de un niño (o de una niña)!

Se habla siempre de los “terrible twos”, aquella edad legendaria, los dos años, cuando supuestamente todos los seres humanos pasamos por una etapa de egocentrismo exagerado y, encima, determinado de forma categórica por el sino de la madurez neuronal, o más bien por el de la relativa falta de ésta. Digo “supuestamente”, sin embargo, no sólo porque tiendo a dudar de todo lo que es la aplicación irreflexiva de la neurociencia a la antropología y a la psicología –y, vaya… porque, para ser sincero, tiendo a dudar de la neurociencia a secas–, sino también porque toda persona que tenga hijos o hijas relativamente jóvenes y, por lo tanto, aún se acuerde realmente de lo que lidiar día a día con párvulos implica, más allá de los meros enunciados de la psicología del desarrollo for dummies, se habrá dado cuenta de que, pese a su infamia, los terribles dos no son, necesariamente, más terribles que los terribles tres, o cuatro, o cinco o capaz hasta seis… es más, estoy seguro de que hay padres y madres de adolescentes que asegurarían que nada es más terrible que los quince, por decir algo. Los “terrible twos”, entonces, son una etapa arbitraria constituida por la misma necesidad de definir y de analizar que nos caracteriza, ¡en nuestro egocentrismo investigador y “objetivo”, también!, pero no por algún tipo de realidad aprehensible o incluso existente más allá del discurso al respecto.

Mi nene, Emiliano, tiene ya prácticamente cuatro años (cuando este artículo se publique, faltarán pocos días para la apoteósica fiesta) y doy fe, por lo sucedido hace escasas horas y que, de hecho, me impidió empezar a escribir esto más temprano, doy fe, decía, de que sus propios “terrible twos”, lejos de haber pasado, se han profundizado incluso. Ya saben, toda la parafernalia: órdenes emitidas a gritos, no pocas veces contradictorias; expresiones de deseos a cuál más descabellado –desde la perspectiva adulta, al menos– y que se convierten en cansinos mantras que aburren hasta la súbita aparición de nuevos estímulos y, consecuentemente, de nuevos deseos repetidos ad nauseam; esa así llamada incapacidad de mantener la atención de la que adolecen los párvulos y que es realmente, y en justicia, una insólita capacidad de centrar la atención de manera absoluta en lo que sea que se esté centrando la atención, en un momento dado; los llantos y golpes y lanzamientos de objetos, por parte del párvulo, que son, por un lado, fruto evidente de la impotencia pero también, por otro lado y para qué negarlo, frecuentemente aterradores; etc.

Mi nena, Arianne, en cambio, aún no llega a sus propios y personales dos años terribles pero, cuando le pongo videos, decide autocráticamente cuáles le gustan y cuáles no, y me pide… no, me exige a punta de repetidos “no” –por supuesto, y como en el caso de todo párvulo, “no” es una de las pocas palabras que ella realmente domina– que le cambie los que no son de su agrado… y sus gustos son, ¡cómo no!, bastante volubles. Emiliano, en eso, era más dócil, y se quedaba embobado con cualquier cosa que uno le pusiera en la compu, ya fuera música pop, deportes, dibujitos animados o videítos caseros de la vida familiar. Arianne, por lo visto, y ya que eso de las personalidades es un misterio que la misma “neurociencia” (las comillas son programáticas) no llegará jamás a dilucidar, tiene… ¿un criterio más formado, pero también cambiante? Igual me acepta un video musical un día, más claro, y hasta baila a su modo, con éste, como me manda a sacar esa pendejada, ¡carajo!, es decir el mismo video musical exacto, al día siguiente. Para rematar las cosas, y como todo párvulo, Arianne señala también las cosas con el dedo índice, de forma inflacionaria y con gesto clásicamente imperial, para dictaminar su sentencia sobre todo y sobre lo que sea: “¡No!” ¡Me recuerda a algunos presidentes que he padecido, de lejos y de cerca, mi nenita Arianne! Es, al fin y al cabo, y sin duda, la presidenta de la casa. Emiliano viene a ser una especie de primer ministro y nosotros, mi esposa y yo… pues nada, mejor no continúo con la analogía.

Todo esto me lleva a recordar que en 1961, en pleno cenit creativo y comercial de la clásica serie televisiva norteamericana The Twilight Zone (1959-1964 [aunque ha tenido dos remakes, uno en los ochenta del siglo XX y otro en los primeros años cero del XXI, ambos de calidad notablemente inferior a la de la versión original]), conocida en español como La dimensión desconocida, se estrenó un episodio ahora de culto titulado “It’s a Good Life”. The Twilight Zone como artefacto cultural imprescindible para la interpretación de los tiempos extraños en los que nos ha tocado vivir, y el papel de Rod Serling, creador, narrador y principal guionista de la serie, como verdadero heraldo o como verdadera Casandra de la era de Trump, será el tema de mis siguientes tres artículos para ViceVersa Magazine (same Bat-time, same Bat-channel!), por lo que ahora no me explayo en su contexto histórico, en los antecedentes de su irrupción en la cultura y en la psique norteamericana y occidental de la post-modernidad, o en detalles técnicos sobre su realización y sobre su recepción. Baste con decir, aquí, que se trataba de una serie episódica y en la que cada episodio era independiente de los otros, de modo que, en rigor, cada episodio era, en efecto, una película de cortometraje que empezaba con una introducción narrada por Serling, seguía por una historia ambientada en algún lugar particular de la difusa pero omnipresente “dimensión desconocida” y terminaba, usualmente, con un twist narrativo más o menos inesperado y más o menos provocador.

 

En el episodio de marras, “It’s a Good Life”, Serling nos cuenta que, en algún lugar de Ohio, hay un pueblo llamado Peaksville en el que, sin mayores explicaciones, un niño ha nacido con poderes mentales sobrenaturales y descomunales pero, alas!, también con una personalidad tan egocéntrica y tan sensible a toda circunstancia que pudiera perturbar su propia autocomplacencia que, en un arrebato de furia infantil, ha decidido literalmente eliminar todo lo que fuera externo a Peaksville y, además, someter a la población de su comunidad a un dominio despótico y siempre destinado a satisfacer sus caprichos más efímeros o más irracionales. “Just by using his mind”, dice Serling, “he [Anthony] took away the automobiles, the electricity, the machines —because they displeased him— and he moved an entire community back into the dark ages — just by using his mind”.

Más allá de eso, Serling enfatiza la paradoja de que el régimen autoritario de Anthony, quien gobierna no por méritos ni por capacidad sino sólo por, por esas cosas de la vida, tener poder para decidir quién vive y quién no, se vuelve aún más autoritario porque el gobernante resulta que, ¡encima de todo!, quiere que sus súbditos lo idolatren y estén contentos con su gestión, por lo que, por descontado, los obliga a demostrar, permanente y performáticamente, satisfacción: “And you’ll note that the people in Peaksville, Ohio have to smile”, narra Serling. “They have to think happy thoughts and say happy things because, once displeased, the monster can wish them into a cornfield or change them into a grotesque, walking horror. This particular monster can read minds, you see. He knows every thought, he can feel every emotion”. La NSA en esteroides, el tiránico Anthony, entonces, sólo diez años después de la fundación, y décadas antes del contemporáneo apogeo, de la NSA.

Sucede que en el episodio vemos cómo Anthony ejerce sus propios “terrible twos”, aunque ya tiene seis años (nunca se dice a qué edad “el monstruo”, como se lo llama recurrentemente, empezó a someter a Peaksville a su irascible voluntad… pero se puede intuir que la situación no es nueva, ¡quizás fue, precisamente, a los terribles dos!), y obliga a la comunidad de adultos a los que domina a ver horas enteras de obras de teatro en las que hace que sus juguetes de dinosaurios se peleen entre sí, por ejemplo… y, crucialmente, a aplaudir después demostrativamente por la supuesta “calidad” de dichas obras (en realidad, bodrios totales), en una competición de elogios en pos del favor de un líder que recuerda a lo peor de las repúblicas bananeras de la América del Sur, del Centro y, actualmente, del Norte. Sucede también que, como es indispensable para el drama, uno de los adultos se rebela, repentinamente, en este episodio, y se atreve a denunciar el sistema establecido por Anthony en términos que amenazan con dejar claro, a todos y a todas, y especialmente al dictador que tiene poderes mentales, que… nadie es realmente feliz, y más bien todo lo contrario… que todo es una charada.

Y sucede que un gobernante como Anthony, que domina de forma absoluta a su pueblo, pero que en el fondo sabe que lo odian y por eso exige que no lo odien sino que lo amen, perdiendo de entrada una guerra abierta por sí mismo y que ni se puede ni tendría sentido ganar, reacciona como el sátrapa de turno, y vaya, como el párvulo con sus “terrible twos”, o “threes”, o “fours”, etc., y convierte al rebelde que estaba poniendo en duda lo sobreentendido en su propia cultura política y social en un juguete con forma de payaso, en un objeto inanimado, en fake news, en algo propio de un castigo de un niño (o de una niña), para eliminarlo sin matarlo y sin que el resto del pueblo se atreva a decir o a hacer nada porque… “forget it, Jake. It’s Ohio”.

 

 

Si acaso, Ohio entero manifiesta su aprobación a la violencia del líder, después del fútil arrebato del rebelde…si acaso, nos dice “It’s a Good Lfe”, tod@s estamos un poco en esto…

¿El comentario de Rod Serling, al final del episodio?

“No comment here, no comment at all. We only wanted to introduce you to one of our very special citizens, little Anthony Fremont, age 6, who lives in a village called Peaksville, in a place that used to be Ohio. And, if by some strange chance, you should run across him, you had best think only good thoughts. Anything less than that is handled at your own risk, because if you do meet Anthony, you can be sure of one thing: you have entered The Twilight Zone”.

Creo que no necesito decir, en esta plataforma específica, que el mundo already HAS MET Anthony Fremont, y que Anthony reside, actualmente, y con un nombre aún más ridículo (¡Donald!), en 1450 Pennsylvania Avenue NW.

Sí necesito decir, no obstante, que mi Emi y mi Ari no son Anthonys… después de su pataleta de hoy, que me impidió empezar a escribir más temprano, por ejemplo, Emi abrazó por fin a su mami, después de media hora de agresividad total, y le contó que cuando estaba peleando con ella y conmigo y con el mundo se le había “rompido” el corazón, pero que con el abrazo de ella “vinieron las herramientas” y se lo compusieron. ¡Son unos déspotas, las niñas y los niños! Pero también luchadoras y luchadores por la libertad y, ¿me atrevo a decirlo?, por el amor.

Mi Ari, eso sí, cuando le pongo videos que, por cualquier razón aleatoria, no le gustan, me sigue diciendo que le saque esa pendejada.

¡Carajo!

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