No es posible entender una zona importante de la literatura que en Venezuela se produjo, a partir de los años setenta, sin remitirnos a la experiencia de los talleres literarios que surgieron entonces espontánea e institucionalmente.
Las razones que motivaron la aparición de tales focos de encuentro, especialmente en la capital, tuvieron mucho que ver con la situación general del panorama literario para aquella época, donde la generación del 58, con contadas excepciones, se había asentado, ocupaba los cargos burocráticos del poder cultural, disfrutaba de eternas bolsas de trabajo a expensas del Estado, y/o navegaba en las aguas etílicas de los bares ubicados en la populosa zona de Sabana Grande.
Esta postura de desencanto y apatía tenía sus raíces en la frustración que, por un lado, muchos autores de izquierdas sentían ante lo inevitable de haberse doblegado al sistema capitalista, que la guerrilla de los años sesenta había intentado destruir siguiendo el ejemplo de Cuba y, por otro, a su ausencia del panorama internacional; especialmente cuando con el boom la literatura de la periferia latinoamericana había empezado a ser “descubierta” y, por ende, “redescubierta” en los centros.
Ante un paisaje tan desolador, no extraña que la literatura venezolana de los sesenta llegase a las generaciones siguientes signada por un desprestigio, no tanto de las obras como de los autores que las habían producido. Este malestar, solo intuido entonces por los más jóvenes, se encontraba lúcidamente sopesado por ciertos intelectuales que permanecían al margen de las peñas y grupos autocomplacientes, quienes vieron en el taller una posibilidad de canalizar las inquietudes de unos jóvenes sin rostro ni ídolos con que identificarse.
Sin descontar la importante labor realizada por los talleres a lo largo del país, voy a centrarme aquí en el taller urbano y, concretamente, en los que se formaron en Caracas desde mediados de aquella década.
En 1975, el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (CELARG) por iniciativa de su director Domingo Miliani, Leopoldo Zea, quien desde México había traído la idea y, especialmente, Oswaldo Trejo, fundan los primeros talleres de la serie. Talleres en el clásico sentido de la palabra: financiados por el Estado y divididos en seis áreas específicas —poesía, narrativa, ensayo, cine, teatro y guiones de radio— a los cuales se accedía por concurso, presentando trabajos previamente producidos. Durante un año, un promedio de diez autores se reunía semanalmente con un coordinador a fin de leer y discutir textos propios y de escritores invitados. Cada participante recibía una bolsa de trabajo, con la condición de que al finalizar el periodo entregara un libro que sería publicado en la colección “Voces Nuevas”, creada especialmente para tal fin.
En abril del año siguiente otro escritor disidente, Juan Calzadilla, con el apoyo del profesor José Santos Urriola, funda el Taller de Expresión Literaria de la Universidad
Simón Bolívar, que pondría en circulación la revista La Gaveta Ilustrada (1977-81).
Calzadilla, poeta, pintor y crítico de arte, contaba con una larga experiencia en estas lides, ya que no solo había animado proyectos semejantes en otras zonas del país, sino que había sido miembro fundador de El Techo de la Ballena: colectivo de artistas y escritores, clave para entender la respuesta de los intelectuales al “clima general de violencia que dominó la vida venezolana entre los años 1960 y 1964”.
A mediados del 77, terminadas las actividades del taller de narrativa del CELARG dirigido por Antonia Palacios, varios de sus integrantes por iniciativa de Alberto Guaura, decidieron seguirse reuniendo, ya desligados del compromiso institucional. Surge así Calicanto, taller coordinado por la misma escritora en su propia casa: “Calicanto” —de ahí el nombre adoptado por el conjunto, cuyo órgano de difusión sería la revista Hojas de Calicanto (1977-83).
Por uno o más de estos tres talleres, surgidos consecutivamente, pasaría la mayor parte de los autores que contribuyeron a dar forma a la literatura del fin de siglo y constituyeron también la generación de relevo en los cargos del poder cultural, las editoriales, los museos, la prensa y el periodismo audiovisual.
Los talleres del CELARG
Por varias décadas promovieron y sirvieron de punto de encuentro para los nuevos autores; si bien adolecían de fallas, producto de la propia estructura sobre la cual se asentaron. Su institucionalidad los hizo inamovibles e impermeables a los cambios, que no solo los integrantes sino el país mismo sufrió con el tiempo: las bolsas de trabajo perdieron valor con la devaluación de la moneda y la creciente inflación, y la colección “Voces Nuevas” quedó paralizada por falta de recursos, con lo cual el trabajo de los talleres dejó de difundirse. Además, algunas áreas, como la de guiones de radio, debió cerrarse por falta de interés por parte de las emisoras y de quienes en ellas trabajaban.
Ello no significa, sin embargo, que en el pasado hubiesen contribuido realmente a formar escritores. Entre 1975 y 1982, por ejemplo, años del boom tallerístico, el estadio de la formación fue un problema que estos talleres no supieron abordar, a raíz de las características del doble comportamiento que signó al conjunto: una fracción considerable de sus integrantes o contaba con experiencia previa en talleres independientes, surgidos espontáneamente a partir de la interrelación entre sus miembros, que les llevó a anteponer la duda ante la dinámica de estos; o enfrentaban sin interés real este primer contacto, movidos por la posibilidad de disponer durante un año de una beca, como bien lo ilustraba el marcado ausentismo a las reuniones de trabajo y la negativa de muchos autores a entregar una obra al terminarse el periodo.
Por otra parte, algunos de los coordinadores, más que asumir su función como guías de un taller cuya mecánica también exige la disección, experimentación, ejercitación del texto y la práctica manual con el lenguaje, condujeron las discusiones solo a partir de la lectura de trabajos personales de los participantes, en muchos casos anteriores al taller, de escritores invitados y autores varios; ajustando la experiencia al campo de la docencia que provee información pero no se involucra en el enfrentamiento directo entre el tallerista y la página en blanco.
Formación y experimentación son, entonces, los objetivos que un taller debe perseguir para tener un buen funcionamiento; pues no puede confundirse con una clase de literatura ni con lo que, en Estados Unidos, se conoce como cursos de creative writing. El equilibrio que garantiza el éxito de un taller se logra combinando las dosis precisas de ingenio y afinidad entre los miembros, poder de atracción por parte de quien lo coordina y consistencia dcl grupo para reunirse.
Calicanto y La Gaveta Ilustrada, entre 1976 y 1983 aproximadamente, desde mecánicas y con estéticas distintas, cumplieron los propósitos que el trabajo de taller alienta, y constituyen un punto de referencia importante, no solo para entender los antecedentes de muchos autores de las generaciones siguientes, sino para rastrear, a través de sus revistas, una parte de la actividad literaria que se realizó en el país durante aquellos años.
Calicanto: El taller abierto
Visto desde afuera, ya que no participé directamente en la experiencia, Calicanto guarda para mí la forma de un imán que atrajo a autores de generaciones y grupos sociales diversos, con ideologías muchas veces opuestas pero que sin embargo compartían una misma pasión por la palabra y, sobre todo, por el intercambio de ideas y la confrontación de puntos de vista. Ello, sin descontar una profunda admiración hacia su fundadora. De hecho, Antonia Palacios territorializó la experiencia, literalmente, al constituirse su casa, y con ella todo lo que el prestigio de la escritora representaba, en la geografía escogida para los encuentros; y, literariamente, pues su estética, centrada en el poder lúdico del lenguaje y la recuperación a través de la memoria de un país idealizado, sin imponerse, aglutinó los variados intereses dcl taller.
En este sentido, Hojas de Calicanto, en su eclecticismo, abrió sus páginas a poesía, prosa, ensayo y entrevistas con autores de múltiples tendencias. Desde la experimentación con el lenguaje en Lourdes Sifontes y Alberto Guaura, pasando por la poesía de amplio registro de lo femenino en Yolanda Pantin, hasta los textos cargados de humor y anclados en lo cotidiano de Eduardo Liendo, Calicanto demostró que la pluralidad de muchos cuerpos distintos podía tener cabida en un mismo espacio textual y físico.
Un encuentro de tal naturaleza por un periodo sostenido de varios años permite, evidentemente, que se vayan perfilando afinidades y aparezcan grupos con propuestas mucho más definidas. Fue este el caso de Tráfico y Guaire quienes, tomando como referencia lo citadino y reaccionando contra la sensación de torre de los panoramas que iba envolviendo a Calicanto, se decidieron a “dialogar con el país”. Ello, elaborando una “poesía de la calle” donde se trasplantó lo conversacional de Roque Dalton y Nicanor Parra, así como el impacto de la metáfora en Vicente Gerbasi, Rafael Cadenas, Alfredo Silva Estrada y Luis Alberto Crespo, al marco urbano.
El surgimiento de estas disidencias es una prueba concreta del éxito del taller abierto; una modalidad que ha reaparecido con fuerza, especialmente en España otros países hispanoamericanos y Estados Unidos, de la mano de autores de aquella generación, aglutinando a las voces del nuevo milenio.
La Gaveta Ilustrada: El taller cerrado
Si bien el taller literario de la USB no se pretendía cerrado, la misma mecánica del trabajo llevó a que, al año de haberse empezado a reunir, el núcleo quedase constituido.
Emilio Briceño Ramos, Juan Calzadilla Arreaza, Gustavo Guerrero, Elvira García, Antonio
López Ortega, Julia Marina Müller, Miguel Ángel Piñero, Tomas Richter, y yo mismo, con la coordinación y guía de Juan Calzadilla, laboramos durante dos años, martes y jueves, en las aulas 201 y 202 del Edificio de Matemáticas y Sistemas y, a partir de 1978, en las casas de los integrantes.
La razón por la cual La Gaveta funcionó como taller cerrado se debe en gran medida a las condiciones que motivaron su aparición. Fue creado dentro de una universidad científica y atrajo a alumnos de los primeros semestres, así que la media de sus integrantes no alcanzaba los veinte años. Además, la mayoría estudiaba física, química, ingeniería o matemáticas; con lo cual se rompían los esquemas que encasillaban al hecho literario dentro del marco humanístico.
Asimismo, poca o ninguna práctica teníamos en la literatura, lo cual le permitió a Juan
Calzadilla poner en funcionamiento sus teorías sobre “la escritura abierta”, llevándonos a asumirla como tarea lúdica, de juego y celebración. Una fiesta donde, a través de los ejercicios de escritura automática, aprendimos a desinhibirnos, vencer el temor inicial ante la página en blanco, y descubrimos, simultáneamente, el poder del lenguaje para trascender la realidad del objeto que nombra e imbricarse en una red infinita de asociaciones, a fin de producir textos con sentidos diversos que convergerían en un texto único.
Comenzando con las experiencias más sencillas de automatismo psíquico propuestas por los surrealistas, y que comprendían el cadáver exquisito y el poema collage, el grupo generó una voz colectiva, múltiple y univoca. No una pluralidad de cuerpos, tal cual era el taller abierto, sino un Cuerpo plural —título del primer libro publicado— donde las individualidades se diluían, hasta el punto de hacer imposible reconocer quién había escrito tal o cuál fragmento.
Ello nos permitió ir ampliando el radio de acción; decir ángeles o paisaje o vuelcos o suicidio e, inmediatamente, escribir cada quien un texto, que al ser leído en alta voz se conectaba con los otros hasta generar una historia de sentido único. También, apropiarnos, por ejemplo, de las imágenes contenidas en una fotonovela, para inventarle un nuevo diálogo que la trasplantara a un contexto mucho más actual y crítico. O desmantelar el poema “Vuelta a la Patria” de José Antonio Pérez Bonalde, recortando todas las palabras del mismo a fin de volverlo a armar bajo el título, “Patria a la Vuelta”.
La culminación de esta técnica se encuentra presente en dos proyectos escritos a ocho manos: Sylvia, novela colectiva, y Ritos cívicos, libro fragmentario centrado en lo urbano. Y al llegar a este punto, cabe precisar que la ciudad fue el espacio físico y estético del grupo. No solo porque todos habíamos nacido en Caracas o vivido allí desde la infancia, sino porque únicamente ella, en su carácter de corpus colectivo, y por ende anónimo, puede producir incontables encuentros tan intensos como efímeros. Efectivamente, no existía comunión entre nosotros más allá de la que requería el lenguaje. Una vez levantada la sesión de trabajo, cada quien seguía separadamente su camino.
La Gaveta Ilustrada como órgano de difusión del taller, se perfiló estéticamente, pues, en torno al trabajo colectivo que incluyó, igualmente, proposiciones abiertas del grupo hacia el ambiente cultural local, con objeto de desmitificar ciertos usos y criticar otros. Surgieron, así, Victor Melián Vedia y Collazos Varela: dos autores ficticios a quienes, en el caso de Melián Vedia, se proveyó de copiosa obra inédita, a fin de dar origen a un escritor que habría pasado desapercibido para la crítica; mientras que a Collazos Varela se le puso a ganar concursos literarios, plagiando textos de autores como Antonio Arráiz y Dionisio Aymará. Esto, con objeto de condenar la manipulación y el facilismo de tales eventos en el país.
De hecho, la mayoria de los integrantes de La Gaveta se negó siempre a participar en concursos, figurar en sus listas de jurados y ocupar cargos dentro de los organismos culturales. En este sentido, la propuesta grupal superó el marco cerrado del taller para tomar la posición claramente opuesta, tanto a los concursos como a la parcialización de la crítica en general, la burocratización e inercia de las instituciones culturales del Estado y la negativa de muchos sectores a aceptar el carácter lúdico de la escritura como vía para la renovación del lenguaje, tal cual lo consignan los manifiestos publicados en los números 1, 5, 7 y 9 de la revista.
Como los primeros talleres del CELARG y Calicanto, La Gaveta debía tener una vida limitada. En su etapa final, Edda Armas y Celeste Olalquiaga se incorporaron activamente al grupo, aportando ideas y textos. El año 1981 marcó el agotamiento definitivo de la propuesta colectiva y la disolución final del taller.
Algunos de sus integrantes seguimos explorando las posibilidades de la ciudad como tema, asociándonos al Grupo Peligro: colectivo de escritores, arquitectos, fotógrafos, cineastas y artistas visuales que, entre 1982 y 1984, realizó una serie de performances y proyectos centrados en el manejo artístico de la escala urbana.
Los radicales cambios experimentados por Venezuela en el nuevo milenio, hicieron realidad el sueño revolucionario de muchos autores involucrados con las experiencias del taller o con el desarrollo intelectual de los más jóvenes. Se abrieron entonces los espacios donde se había sedimentado durante más de cuatro décadas el resentimiento y la venganza, tal cual ha afirmado Ana Teresa Torres. Esto les permitió a algunos de ellos seguir disfrutando de las prebendas obtenidas con la democracia fundacional o aferrarse, finalmente, al poder que la alternancia partidista les había hurtado al pacificarse el país.
La Historia se encargará de juzgarlos.
En cuanto a los talleres literarios, los frutos de tales experiencias, como apuntó Oscar Rodríguez Ortiz, no nos pertenecen. Lo único cierto es que marcaron un periodo y perfilaron una parte importante de la literatura del fin de siglo, constituyéndose en un espejo donde, con todos sus aciertos y errores, quienes en ellos participamos no podremos dejar nunca de reconocernos.