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Los santos que insisten

Hace mas de 20 años, en vacaciones de navidad, nos dimos al disfrute de deambular según aconseja la excitante sospecha de que los tesoros mejor guardados se hallan muy dentro del país, lejos bien lejos de las autopistas, donde pocos pasan de paso. Tomamos el riesgo de una carretera curveada y de exuberante vegetación tropical, a pesar de que nos la advertían llena de dificultades y derrumbes, y a pesar de que nadie mencionó que al final del camino, nos premiaría la iglesia de San Miguel. Luego del largo camino, tuvimos el privilegio entonces de ser sorprendidos por la extraordinaria belleza de esta iglesia escondida en un recodo olvidado de Trujillo. Su magnífico altar, oficio de manos indias artesanas de hace mucho, está pintado con feliz esmero policromado, hilvanado con motivos de encaje vegetal, flanqueado por ocho ángeles que se esgrimen cada uno con su tema… todos los santos de la iglesia fueron esculpidos por los mismos albañiles que hicieron sus nichos… San Roque, San Antonio, Santa Lucía, San Juan, Santa Apolonia, Santa Clara, con la inocencia del yeso y la franqueza de una frontalidad imposible… ¿cómo olvidarlos?

Diecisiete años después quise volver a ver esa maravilla. Luego de muchas horas de carretera, Burbusay como primera parada, con su plaza Bolívar desierta, torturada por un par de motos que daban vueltas frenéticas a indolente ritmo adolescente. La iglesia cerrada, en la casa parroquial nadie contesta, hay una señora que tiene la llave, pero no está porque ella trabaja en La Mesa, aunque a dos cuadras de la plaza hay una muchacha que puede que la tenga porque ella es muy devota… seguimos entonces camino a San Miguel con igual suerte de iglesia cerrada y allí no había siquiera quien diera razón de alguna llave, nadie sabía del cura y el friso de su fachada mostraba la desgraciada novedad de una textura de protuberancias como si de mazorcas enterradas a la mexicana se tratara. Nos fuimos sin saber si el recuerdo de aquel altar de extraordinaria belleza que viéramos hacía 20 años, no había sido más bien un sueño. Tal vez no fue en San Miguel, ¿habría sido en Burbusay? No lo podíamos saber, todas las puertas estaban cerradas.

En el camino de regreso a Caracas, la frustración se nos instaló en silencio dando origen a una cierta inconfesada necesidad de constatación de aquel recuerdo, eventual tarea del tal vez algún día, cuando podamos volver…

Antes del olvido, en la complicidad de los no dichos que quedan pendientes, se nos hizo fácil en la víspera del Día de Reyes de este 2016, insistir: de nuevo, primero Burbusay, la iglesia de puertas cerradas, de nuevo nadie contesta al llamado en la casa parroquial. Los borrachos del bar de la esquina de la plaza insisten en el remedio de la casa parroquial, al cura hay que llamarlo a gritos. Unos turistas de por ahí mismo sugieren que los que barren la plaza deben saber alguna razón, conversando en un banco de la plaza al sol:

– La señora Ligia Caldera, tiene la llave, cuatro cuadras a la derecha y luego abajo, casi llegando a la esquina…

Pero cuatro cuadras después se termina el pueblo y no hay manera de bajar, en la esquina la señora Antonia sin oficio, presta a dar señales, nos invitó a pasar a su casa, sus dedos como mariposas descuidadas, acarician el brazo del desconocido que pide direcciones apoyado en la puerta del carro. Antonia nos mostró bien dónde era la casa de la señora Caldera, que no, no tiene la llave pero a la derecha y luego a la izquierda tres cuadras mas, lo que ya abarcaba toda la geografía del pueblo del otro costado, Eloína tiene la llave.

La casa de Eloína estaba abierta de par en par, su sala olorosa a desinfectante de lavandas lejanas, ocupada por un pesebre gigante de colinas de papel habitadas por las mismas imágenes de todos los pesebres a lo largo del camino. Eloína salió de la cocina con sus manos húmedas de faena doméstica, bello rostro bien tallado y delantal, y me miró con descarada agudeza por detectar si las mías eran buenas o malas intenciones…

– No puedo abrir sin el permiso del padre y él se fue a San Miguel a visitar a su mamá. Vamos a ver si contesta porque no siempre tiene señal, tanto que trabaja dando misas por todos esos caseríos que no le da tiempo ni de ver a su mamá…

Casi pierdo las esperanzas, de tanto que trabaja el cura que la iglesia siempre está cerrada y por la mala señal que es capaz de acabar con cualquier intención por muy buena que sea.

– Bendición… aquí hay una señora que quiere ver la iglesia por dentro… Dice que vino hace tres años y que no pudo porque estaba cerrada… está bien… Sí, está bien… Bendición.

Logramos abrir las puertas de la iglesia, con su nave central de nobles proporciones, vehículo que lleva al cielo de los que creen, un altar a la medida de la estatura indígena, horizontal, de belleza imposible en cualquier otro lugar. Pero no era la iglesia del recuerdo. La ornamentación de un nicho lateral sí era la misma que recordábamos. ¿Sería que el altar policromado de esmerado encaje decorativo, había sido tapado con pintura?

– No. Ese que usted dice es el de San Miguel, que está todo pintado bien bonito, porque esos indios de allá eran más hacendosos, los de aquí eran más flojos.

– ¿Y esta escalera… da para el campanario?

– Sí, pero sólo suena una campana, la otra está mala.

– ¿Y son las campanas originales?

– No. Las originales están en una quinta en Caracas.

– ¿Y cómo sucedió eso?

– Parece que el cura de antes las vendió. Porque cuando el robo que hubo aquí hace años, no se llevaron campanas, sólo santos. La versión que se maneja es que se escondieron en el campanario mientras la misa, y después salieron por la puerta de la sacristía. De todas maneras los santos que se llevaron no tenían mucho valor… El San Miguel de la iglesia de San Miguel, sí. Un muchacho del pueblo que fue para un museo en Caracas lo vio y escondido sacó el teléfono y como pudo tomó la foto y la gente se organizó y fueron a buscar su San Miguel… Usted sabe como es, aquí somos patrimonio pero llegó uno que se movió, dicen que hasta la UNESCO y sacó el permiso para construir pegado de la iglesia, y nos quitó toda la vista y ya no somos el mismo patrimonio.

Agradecidos con Eloína que parecía saberlo todo, seguimos camino a San Miguel, a la aventura de abrir las puertas de su iglesia. Ya en el pueblo, el camino a la iglesia estaba minado de tarantines y toldos de venta de fritangas y cerveza, cornetas que manchaban el lugar de músicas altisonantes distintas, preparando la fiesta de reyes del día siguiente. Pero la iglesia ya estaba de fiesta, parecía un milagro de puertas abiertas, un regalo de la vida que nos invitaba a pasar: el cura presidía desde el altar, el recinto repleto de campesinos locales, las paredes retumbaban al golpe de los tambores en una suerte de tamunangue andino. En el pasillo central bailaban arlequines de colores como salidos de la edad media, apostados en dos filas enfrentadas, al ritmo en que chocaban unos palos cortos que movían a diestra y siniestra, como en un mantra que seguía el tempo de los tambores, de los corazones. Sus sombreros altos hechos con cintas a la manera de un sebucán, serpenteaban cual zarandas. Sus máscaras magníficas, cada uno hizo la suya, con piel de animal, cartón o tela, a semejanza de todos los rostros posibles… todas las edades también, viejos, jóvenes y niños, un diablo grande recorría el camino al altar a zancadas, de su mano un diablo chiquito; un muerto con su guadaña, se detenía por posar para las fotos; una rubia de greñas hechas de barbas vegetales, subía y bajaba meneando su melena, y una niña trajeada de joropo con máscara de media de nylon, la misma que usaban los malandros en tiempos en que necesitaban esconderse cuando en Venezuela se iba a la cárcel por matar. Los músicos se apostaron al pie de los Santos convocados a la procesión. Una larga fila de creyentes desfiló frente a San Miguel y San Benito que metidos en sus casitas de puertas abiertas, reposaban sobre una mesa para facilitar los besos y las caricias. Santos iguales a los que se pueden comprar en cualquier tienda de santos, que bien muestran la resiliencia de un pueblo que se ejerce a pesar de los embates del maltrato por menosprecio al patrimonio, o la falta de escrúpulos del que sí lo aprecia y se lo roba para instalarlo en un museo o en el salón de su quinta en Caracas.

Revividos en mi recuerdo, el resto de los santos, de enorme valor patrimonial, observaban la fiesta desde sus nichos confiados porque hechos de mampostería y pintados al estuco, no se los pueden llevar ni que quiera el cura. Por eso aún conceden milagros: el milagro de permanecer como uno de los altares más bellos de Venezuela.

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