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Alejandro Varderi

Los privilegios latinoamericanos de clase y sus consecuencias (II)

Miti-mota, la segunda historia del film Mansacue (2008), dirigida por el realizador franco-chileno Marco Enríquez-Ominami, acerca de las historias de algunos premiados en la lotería nacional, pondrá en boca de los protagonistas comentarios derogatorios con respecto a la vida de las clases más desasistidas, por parte de quienes se sienten superiores al pertenecer a un estrato socioeconómico privilegiado.

La película se desarrolla en Cariquima, un pueblo en la Región de Taparacá a donde llega un geólogo con su novia con la intención de encontrar una veta de cobre que lo haga rico. Pero la suerte no la hallará en la minería sino en otro cartón de la lotería; si bien la costumbre del lugar de compartir a medias las posesiones chocará con la codicia de la pareja, dando lugar a diversos desencuentros y enfrentamientos.

Esta vez serán las diferencias entre el comportamiento de los jóvenes profesionales viviendo en entornos urbanos y el conocimiento de la cultura indígena lo que movilizará la diégesis, teniendo nuevamente al azar como catalizador de las relaciones. Las panorámicas del extenso paisaje y los planos de conjunto del pueblo perdido en aquella inmensidad enmarcarán los diálogos donde será la sabiduría milenaria de los habitantes de la zona lo que ponga en ridículo las percepciones de Mario y Tere; en especial de esta última, quien no comparte el romanticismo del geólogo. Así, al Mario querer sugerirle que se involucre en la vida del lugar, ella responderá que lo que quiere es “playa, un mall y comprarse ropa”, y no hundirse por varios meses en “ese poblacho” donde, sin embargo, “todo lo compartimos. Sobre todo la felicidad”, como indica la madre del campesino amigo de Mario.

Las aspiraciones de la mujer cosmopolita chocan, consecuentemente, con los anhelos de la mujer indígena incomunicándolas, pese a hallarse ambas envueltas por la misma atmósfera de lo latinoamericano, que aboga por una identidad supranacional, paradójicamente negada aquí a causa de la intolerancia de quien no comprende ni intenta acercarse a lo propio pero desconocido. Una realidad palpable a lo largo del continente, al instaurar una distancia y fomentar la sospecha, en lugar de abrazar el entendimiento y respeto mutuos, tal cual Mario intenta, sin lograrlo todavía al no haber comprendido aún su destino.

En tal sentido, Miti-mota es para el geólogo una escuela donde irá aprendiendo a apreciar diversos aspectos de la cultura chilena y, por extensión, latinoamericana, hasta entonces inexplorados, pese al contacto profesional con la tierra y sus secretos. “Yo acabo de ver una cosa fascinante, un florecimiento del ganado, y tú, yo siento que podrías ayudar a la gente”, refrendará ante la novia, a fin de reconciliarse consigo mismo y con el propósito último de su vocación, todavía oscurecida por el brillo del dinero.

Al enterarse de que es el único ganador del Kino, ese resplandor cegará sus buenos propósitos lanzándolo a una carrera contra el tiempo para salir del pueblo, tras una tormenta que ha cerrado los caminos, y llegar a la frontera boliviana desde donde tomar un autobús a Iquique y reclamar el premio. Tere lo secundará, pese a haberlo engañado con un joven del lugar, en una secuencia donde lo burlesco se superpone a lo erótico y, como en la historia anterior, la ubica a ella en una posición de inferioridad humillándola; como si el poder fálico fuera lo único que puede someter lo femenino a sus designios, más allá del estatus socioeconómico, y cuyo placer carecerá de importancia ante los apetitos masculinos.

Su objetualización, como constante en Mansacue, responde a la visión estereotipada que el varón latinoamericano tiene de la mujer como pieza intercambiable en la pirámide poblacional, dependiendo del lugar ocupado por él en la misma. Voluble, frívola, infiel, despreciadora, manipuladora, insensible adjetivan a los personajes femeninos y encienden la mecha de las intransigencias, depositando en ellas la culpa de los percances dables de obstaculizar el éxito que, por derecho, les corresponde a ellos. “No ha llegado el mecánico”, comenta Mario. “¿Y por qué cree que no ha llegado?”, interroga una mujer del lugar. “Por irresponsable”, responderá Tere. “¿Y no ha pensado usted que tal vez no ha llegado porque están cerrados los caminos?”, concluirá aquella, poniendo en evidencia, tal cual hizo La chica con Chichi en la historia anterior, las coordenadas de una superficialidad intrínseca a su sexo, especialmente si el estatus social de aquella está por encima del suyo.

Ello se hace más evidente en Miti-mota pues, aun cuando Mario presenta una personalidad inmadura —le encantan los cómics y atesora una figura de Snoopy— es Tere quien será vista por el pueblo como un objeto sexual y caprichoso, estorbando con sus pequeñeces las serias labores del geólogo, cuyos temores masculinos a ser descubierto en sus debilidades más íntimas, encubren sus propias inadecuaciones, complejos y comportamientos sexistas. “Yo en el pueblo no puedo caminar tranquila. Todos me miran el culo”, se queja Tere. “Si no quisieras que te miraran tanto, entonces empieza por vestirte de otra forma”, replicará él, reforzando la creencia de que la culpa de los abusos, acosos y violaciones es de la mujer misma por estar tentando constantemente al macho.

El juego de plano-contraplano entre Tere retozando con el muchacho local y Mario escuchando en el bar los números sortarios del Kino con los hombres del pueblo, refrenda la subordinación de la mujer sexual, racial y socialmente, al tiempo que la alinea con lo inconstante y aleatorio del azar; cual si fuese otro elemento de la suerte dable de tocarle, en su doble acepción, a cualquier postor. Y es, justamente, en esa fricción entre lo carnal y lo casual, en contacto con lo identitario, donde se encuentra el nudo argumental de Mansacue y, consecuentemente, su éxito, si no de crítica, ciertamente de público, al reflejar muchos de los comportamientos del latinoamericano medio, independientemente de su nivel educativo y económico, tal cual lo refrenda el constante acoso a Tere, ya sea caminando por el pueblo, esperando en la frontera frente a los policías o subiendo con los pilotos al avión que la lleve lejos de allí y, ultimadamente, de la vida de Mario.

Efectivamente, tras el accidentado periplo para lograr volver a la capital y hacerse con el premio, los resultados de la educación recibida en el pueblo, si no flaubertiana, sí sentimentalmente cónsona con la conciliación racial y social producto del enfrentamiento consigo mismo y con otras maneras de vivir, se harán patentes en el geólogo. “Recuerdo sueño y creo cada día en lo que aprendí contigo, Juan, en tu cultura, costumbres y tradiciones”, le escribe al amigo, en tono de expiación, sobre las panorámicas de la planicie y los campos cultivados del lugar.

La cámara abarca, así, los espacios geográficos y afectivos, borrando intransigencias e incomunicaciones; especialmente cuando Mario, arrepentido de su comportamiento anterior, donde a la exnovia le achacó gran parte de la culpa, enmienda errores por el lado más urgente. “Te cuento, además, que voy a devolver la mitad de mi premio, que no me corresponde, para que construyan la escuela que tanto desean, y para que así otros puedan aprender las leyes tácitas, enseñar su lengua y esa mirada dual de la vida”, concluye la voz en off del protagonista, abarcando con este plano-secuencia los preceptos y criterios imprescindibles para mitigar fanatismos y exaltaciones; si bien el tono paternalistas no deja ninguna duda en cuanto a quién es el patrón. Una realidad que sigue perpetuándose en Latinoamérica, pese a los movimientos reivindicativos de las mayorías oprimidas, que ni los gobiernos democráticos ni los de corte autocrático han escuchado hasta el sol de hoy.

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