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carlos noyola

Los personajes

¿Por qué las personas siempre cargan algo? Me refiero a las físicas: libros y regalos, comida y documentos, un desarmador, unos lentes, una maleta. A lo mejor Shakespeare en verdad fue un sabio: “el mundo es una obra, y todos los hombres y mujeres actores”.

Sentado en el Italian Coffee del zócalo pienso en niños con pelotas y muñecos, u hombres de traje y corbata con portafolios, toda clase de utilería necesaria para desempeñar su papel y que la historia avance. Al menos hombres sentados con un expreso hojeando el periódico, que apenas les cabe en las manos, pero no. Hay un joven en la banqueta que disimula el paso, aunque tiene prisa. Saca el celular del pantalón cada ciertos segundos, rítmicamente: prende la pantalla, observa, la apaga y vuelve a meterlo en la bolsa, como si la cadencia del movimiento estuviera por provocar aquello que espera.

Los demás hoy no son tan distintos: celulares en todas sus variaciones: con audífonos, enfundados en plásticos rositas gigantes o con la funda azul estándar. A lo mucho una mochila, una pequeña cartera cruzada del hombro en mujeres jóvenes. Por lo demás, las variaciones normales del ser humano: algunos niños mimados con celulares que no necesitan (embebidos en pasar al siguiente nivel del videojuego), señoras que sacan el teléfono de la bolsa, adolescentes que lo traen como tatuaje en la mano y señores que resuelven la cita a la que no podrán llegar con voz afable. En casos extremos un descuidado que, sin funda, suelta el aparato y acaba estrellándose en el concreto.

Los mejores papeles son de los miembros de otras generaciones. Una mujer con dos pajas de libros a punto de caerse los anuncia como frutas: ¡dos por cincuenta! Un bolero portando ufano la estrella de policía que es el orgullo de su vida; una niña y un niño entretenidos con una hoja de álamo al pie de una columna en los portales.

Sin embargo, todos los personajes, protagónicos o extras, están yéndose. Entran en escena, intentan vender, cumplen con sus diálogos, y se retiran. Recuerdan a los hombres que inquietaron a Kafka: “imagen de desilusión en una calle donde todos están levantando los pies perpetuamente para escapar del lugar en donde están”.

Vivimos en espera de algo, sí, en espera de irnos. En la mañana al trabajo, a la escuela, al banco, a arreglar los pendientes, de irnos a comer, de irnos a terminar el pedido, a hacer el súper, a comprar la cena, a recoger a los hijos, a bañarnos, a dormirnos. Y a dormirnos para empezar todo, de nuevo, todo, otra vez. Las calles se vacían en la noche, y entonces todos siguen yéndose, cada uno a su paisaje de encuentros extraños.

Ahora sentado en Chicory, en South Bend, ni un joven apurado que pase con celular. Ni jóvenes, ni adultos ni niños. Un vaivén de coches, no interminable, sino esporádico y quieto, como este villorrio. Coches lancha, camionetas grandes (como todo aquí), con motores que rugen más en los prolegómenos del invierno.

El conductor también carga con algo. Es más difícil distinguir, pero las señales de tránsito que prohíben el uso de celular son suficientes para saberlo. Igual que en el caso de los peatones, parece que los papeles protagónicos son más para mujeres, sobre todo las mamás: no importa el tamaño, auto compacto o camioneta suburban, los coches van atiborrados, en mezclas que nunca dejan de reflejar el caos de criar a otro humano.

Si los hombres caminando en las banquetas son una imagen estremecedora de insatisfacción, aquellos humanos abordo de coches son el epítome del que no soporta la existencia. Ni siquiera tiene que tocar a momentos la tierra, está despegado por completo. El automovilista no huye, vuela de sí mismo.

El último hombre que vi tenía más de sesenta. Barba corta, de pocas canas. Un coche destartalado, viejo, a diferencia de su ropa pulcra. Lo vi una vez, y luego otra. En una gran metrópoli jamás me hubiera percatado. Pasó una vez en cada dirección del cruce, cuatro en total. Cada vez que llegaba a la intersección frenaba bruscamente, como si estuviera por pasarse un alto inexistente. Y cada vez que volvió a descubrir la falta de coches, decepcionado, arrancó frenéticamente. A lo mejor los accesorios físicos solo son un pretexto para las verdaderas cosas que cargamos. Si hubiera estado en un coche lo habría seguido, pero era tarde, y yo también me estoy yendo. Agarré mi mochila y salí de escena.

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