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Los otros hilos del bordado

Fue Fernand Braudel, un inspirado historiador de la modernidad, quien observó que, en el tiempo, como en el espacio, la masa determina la gravitación. Esta paráfrasis alegórica de la teoría de Einstein permitía ejemplificar que acontecimientos remotos, como las confrontaciones campesinas o religiosas de la Europa antigua o medieval, influyeran en el sangriento siglo XX. Los lazos eran casi fantasmales pero explicativos y sugerentes. Quizás nuestra época, tan vertiginosa, imprevista y ajena a la meditación histórica convencional, sea la más propicia para el hallazgo de esas elipses o causalidades curvadas del largo tiempo histórico. Afinidades míticas, sombras remotas o dibujos inconscientes, son formas que ilustran como un friso, iluminan el relieve lejano que sucede en bambalinas. El paralelismo en estas misteriosas causalidades pareciera gestar un multiuniverso. Lo fantástico procura ser simultáneo, había intuido la literatura, pero en la amplitud del espacio y el tiempo también eso sucede. Thomas de Quincey, en su arrogante ensayo “El crimen como una de las bellas artes”, había observado que los crímenes pequeños eran espejo de los grandes. Su vigilante espectro hoy podría observar que casi al tiempo que en California se descubrió una familia disfuncional que había tratado cruelmente a sus hijos como prisioneros durante años, el decreto paralelo de Trump contra familias de inmigrantes condenaba a muchos niños a una traumática prisión federal en aislamiento de sus padres. Ambos crímenes se hacen señas hoy sobre una sociedad dislocada. El mismo gobierno que pone a sus hijos o yernos como ministros (en el estilo nepótico de las satrapías latinoamericanas), trata a los hijos de otros como subhumanos. La familia descubierta en California es un revelador “Flash” de esta corrupción genérica de los vínculos, un siniestro paralelismo los atraviesa.

Hebe de Bonafini, una de las madres de la Plaza de Mayo que se dedicó a degradar su heroica experiencia con actos posteriores de baja calaña, es también un largo espejo empañado de la trágica historia argentina. Como muestra de sus gestos de ruptura, había adoptado a Sergio Shocklender, uno de dos presidiarios mellizos condenados por parricidas. El imputado había estudiado tenazmente derecho en la cárcel y propulsó su estudiada liberación con el decisivo aliento de su madre sustituta. Incorporado por Bonafini a su corrompida Fundación popular, el constructivo empuje adoptivo culminó en dura confrontación. La furia crónica de la “Madre” anuló su filial inclinación del comienzo, para acusar oportunamente al expresidiario de los desfalcos que ambos habían cometido en su entidad. La extraña relación, un subproducto del siniestro “proceso” argentino, también hace pensar en un canje simbólico entre un parricida y una filicida (crimen premonitoriamente analizado por la teoría de un psicoanalista argentino, Arnaldo Rascovsky, más de medio siglo atrás). Muchos padres de los militantes desaparecidos o muertos por la dictadura militar padecieron luego injustificados, pero inevitables, sentimientos de culpa de origen traumático. Las pérdidas atroces suelen tener esa secuela, pero esta tenía un borde político. El carácter necrofílico que asumió la izquierda argentina, tan aprovechado por el encubridor populismo, también alude a una generación mandada a la muerte por muchos dirigentes que luego usaron las prebendas del poder político sobrante. La fastuosa corrupción actual que, más que un crimen, delata una cultura, debe mucho a estos encubrimientos de épocas enteras. Es la persistencia de ecos históricos muy lejanos. También en el siglo XIX el exterminio de los gauchos se encubrió con la exaltada mitología criolla. La mítica presencia gaucha y el tardío y persistente folklore, el más lavado de América Latina, fueron alentados por los mismos beneficiarios de sus asesinos.

Venezuela, creadora y difusora mayor del “secuestro expréss”, modalidad delictiva popular de la que nadie era inmune, excepto los esbirros chavistas, ilustraba en paralelo un secuestro gradual de la sociedad por el gobierno. Esa multiplicación fractal del crimen, se registraba en diversas dimensiones, por ejemplo, el discurso monotemático, oficial de la gran espera histórica como destino y el incremento de las colas para esperar atención en mercados, hospitales y farmacias; la peligrosa anarquía de la vida cívica y el creciente ordenamiento subterráneo de las cárceles, submundo gestionado minuciosamente por jerarquías de malhechores; la consigna de “Patria, socialismo o muerte” y el consecuente genocidio por hambre de la población no afiliada al régimen. Esta reproducción política en el espacio tiene su correlativo eco en el tiempo: la migración masiva de los venezolanos desesperados rememora aquel masivo éxodo mantuano por la costa, cuando escapaban de las feroces tropas de Boves durante la guerra de la independencia, la más sangrienta de América. Las cartas ultimas de Simón Bolívar a su monárquica hermana sobre el porvenir de su sobrino, tienen el mismo pesimismo nacional que el destilado por un emigrante venezolano actual sobre su arruinada patria.

Attilio Momigliano, reconocido investigador literario, había observado que el romanticismo no idealizaba tanto la muerte como el sepulcro. Este crítico, de cepa judía desde los tiempos de Julio Cesar, según sostenía el gran historiador Arnaldo Momigliano, había sido uno de los mayores comentaristas en el siglo XX del Dante, Ariosto, Manzoni, Torcuato Tasso, Leopardi. Su visión del romanticismo planteaba una importante sutileza que excedía la estética. El sepulcro es la marca del tiempo, la herencia, la aceptación y el enlace vivo con la mortalidad. Implica una elaboración cultural, la ritualizada institución de la muerte, y por lo tanto escritura de la vida. El episodio de la muerte misma, por violencia, por suicidio u homicidio, es al contrario una trasgresión sin elaborar, lo que otro italiano, Agamben, incluyó como la “nuda vita”. El romanticismo cubría ambos aspectos, pero el segundo alimentó los violentos extremismos. Quizás en su detenida reflexión sobre los sepulcros, Momigliano, investigador también del arte, habría pensado en el “Cementerio judío” , aquella pintura anticipatoria de Jacob Van Ruisdael. Este oleo del siglo XVII, fue uno de los primeros francos antecedentes del género romántico. En aquel tiempo transformador, cuando tanto Sabetai Zevi como Spinoza precedían el iluminismo, en aquella Holanda que germinaba lo novedoso, este cementerio judío era una honda señal del tiempo y del final. El óleo de aquellas lapidas destilan tiempo, invocan la historia y la antigüedad tal como después sucedieron en la nostalgia romántica. Curiosamente, el romanticismo, que parece empezar con las sombras vagarosas de un cementerio judío, en aquella Holanda que esbozaba la modernidad europea, termina dos siglos más tarde con judíos sin cementerios, una fosa en el aire, como musitó Paul Celan en el verso mayor de su poema. A espaldas de la historia dramática convencional, la reflexión y el enigma giran en ese periplo del sepulcro al humo.

Aludiendo a la primera guerra, Walter Benjamín había sostenido que, a diferencia del pasado, la suya era la primera generación que no había logrado convertir su sufrimiento en experiencia. Sin embargo, podríamos objetar, quizás la convirtieron, pero en una experiencia distinta y sin título, ya que circulaba en una memoria más vasta, de muchas lecturas cruzadas que ya no podían jerarquizarse. Esa impotencia alentó en muchos el olvido o la amnesia traumática. Ahora, cuando esa dispersión sucede sin guerra, por mero vértigo civilizatorio, en una era de presente perpetuo, es la recuperación de una memoria distinta lo que sucede, los ángulos inéditos del recuerdo, de la infinita lectura y del populoso pasado cuando emerge en escorzo en tierras del presente.

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