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Luis Enrique Castro Vilches
Luis Enrique Castro Vilches

Los lunáticos. Apuntes para un ensayo retórico sobre la lucha contra el tiempo (Parte I)

Iniciar por lo que podría ser una dolorosa conclusión. La premisa de donde puede suscitarse el principio de gran parte del malestar de los últimos tiempos. Decir: No tengo tiempo. Esa frase…

(Y si se presenta la ocasión, seguir recolectando frases acerca del agobio que produce una vida sujeta al ritmo vertiginoso de las neurosis cotidiana, la prisa y la urgencia, la urgencia de la urgencia y la falta incesante de pausas en el día a día. Nada que no se haya dicho antes. La afronta del ser humano contra la tiranía del tiempo es tan ancestral como la rebelión de los dioses olímpicos ante la devoradora omnipotencia de Cronos.)

…Decir esa frase en primera persona, a pesar de saber que todo intento de queja se diluye entre las voces apaciguadas por la resignación a la carencia universal del tiempo individual, porque no hay otra forma de esgrimir una causa generalizada que partir del bastión de la propia inconformidad y experiencia.

Por eso, «abajo el silencio del que se queda callado», escuché decir, innumerables veces, a Fernando Delgadillo cuando era un cantante de tendencia al que yo escuchaba de niño –y probablemente haya sembrado parte del instinto de insubordinación que motiva a la escritura de estos apuntes–. Y puestos a emplear la voz del trovador, añadir la estrofa: «creo que mi vida empezó el día en que quise crecer y elegir mis cadenas como cualquier otro ser».

Porque sí, puede ser que tal vez con crecer no se ganan derechos y responsabilidades, sino que comienzan a cederse libertades a cambio de obligaciones. Y el primer paso hacia tal condena es la reducción irremediable y totalitaria del tiempo para ser, más allá del ejercicio de un oficio u ocupación. Tiempo para, simple y llanamente, ser.

O del tiempo para hacer.

Porque a lo largo del día, completar con éxito y totalidad una larga lista de tareas se vuelve una proeza inalcanzable. Entonces, decimos que el tiempo en que transcurre y se escurren nuestras vidas ya no alcanza para todo. Ni tampoco, ni mucho menos, es tiempo que nos pueda pertenecer.

No podemos decir que el tiempo es nuestro sólo por llevarlo en los relojes.

En todo caso, ¿Desde cuándo comenzó el tiempo a ser tratado como una moneda transnacional, o un objeto de valor cuantificable y material? ¿Desde cuando «el tiempo es oro», y se gana o se pierde, o se roba o se invierte?

Se suele preguntar: «¿a qué dedicas tu tiempo libre?» porque se sabe, con resignación, que las jornadas laborales consumen lo mejor del tiempo de cada uno; el espacio distendido para pensar; la energía suficiente para crear.

Y el tiempo libre que queda después de una jornada laboral (o peor aun: el tiempo de libertad que resta, como restos de un cadáver arrojado al abandono atemporal de una fosa profunda) resulta ser demasiado breve. Y transcurre tan rápido como la sensación que produce entregarse al abrazo de los felices sueños. Un placer que, como cualquier otro, se acaba tan pronto la mente se restaura, se instalan todos los updates del reset nocturno y listo, buenos días, un día más para vivir un día menos. Bienvenidos a la realidad laboral, como solían llamar en la universidad a esta agonizante forma de vida.

Si el tiempo, tal como lo conocemos, no ha dejado de ser una bestia que nos persigue, hambrienta, y nos alcanza en cada anochecer, ¿por qué no viene alguien a enfrentarlo? ¿Por qué nadie nos libra de sus fauces ferales? ¿Hay alguien allí que quiera poner el cascabel al gato?

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