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Francisco Martínez Pocaterra

Los locos comen pupú

No es que sea yo pro-Biden. No lo soy, aunque reconozco mi tímida simpatía por el partido de Roosevelt y Kennedy, y, por qué negarlo, cierta antipatía por el del honesto Abe (creo yo, más por herencia de mi madre, que sí sentía particular aversión por el GOP). A pesar de ello, sé que Ronald Reagan – un actor mediocre – hizo un buen trabajo en el despacho oval. Y, pese a sus pillerías, sería injusto tildar de malo al gobierno de Richard Nixon. Como injusto sería reconocerle méritos a una administración anodina como la de Jimmy Carter.

No obstante, más allá de las diferencias entre uno u otro partido, cada uno con sus bondades y sus vicios, está un personaje detestable: Donald Trump. El gerente mediocre de una mediana empresa familiar, como lo calificara Francis Fukuyama. Pero, y no deja de haber un aura trágica en ello, aun los mediocres pueden tener carisma. Lo tenía un cabo acomplejado que llego a ser el «líder» de una nación. Lo tuvo un felón ignorante como lo fue, en fechas más recientes, Hugo Chávez (triste personaje que no traigo a este texto porque sea yo venezolano… ¿o sí?).

No viene al caso enumerar los vicios y perversiones del otrora conductor de ese bodrio televisivo llamado «El Aprendiz». En un libro, ya lo hizo su sobrina Mary Trump. Nos atañen las consecuencias de sus acciones.

No es un secreto: Trump perdió. Tal y como lo preveían las encuestas (que me molesté en indagar antes de las elecciones), su contendor le aventajó por unos 7 millones de votos y, lo que realmente importa en Estados Unidos, 306 votos electorales contra 232. Más de 80 millones de estadounidenses votaron por Biden (o contra Trump), concediéndole al candidato demócrata la victoria. Aún el 6 de enero de 2021 – fecha en la que el Senado debía certificar la votación del Colegio Electoral -, el presidente saliente se negaba a concederle el triunfo a Biden. Él no es tonto ni loco (como decía la suegra de mi hermana mayor, los locos comen pupú y el señor Trump no lo hace), y al tanto debía estar de su derrota (creo yo, aun antes de las elecciones) y de lo absurdo de sus teorías (negadas por más de medio centenar de tribunales). El otrora dueño del «Miss Universo» apuesta a otro juego…

Hordas (no tienen otro nombre) de seguidores del presidente Trump asaltaron Capitol Hill y la policía tuvo dificultades para contenerlos. Demuestra el magnate neoyorquino qué poco le importa la nación y cuánto le interesa una agenda oculta que esa masa descontrolada no ve o no desea ver, disfrazada de una ilusoria lucha contra un enemigo derrotado hace tres décadas, cuando menos. Entiendo que se decretó toque de queda en Washington DC a partir de las seis del día 6. Como vimos todos, no obstante, la mayoría del partido Republicano no se dejó presionar ni adoptó medidas contrarias a los principios democráticos para complacer a un hombre que, a los ojos de los analistas serios, está dañando a la democracia estadounidense. Entre ellos el senador Mitch McConnel (republicano), que claramente dijo que revertir el resultado electoral dañaría la república para siempre.

Trump sabe – o debe saber – que no tiene apoyo suficiente para imponerse a pesar de la derrota en noviembre pasado. Sin embargo, con una masa importante de seguidores convencidos de un fraude que, en efecto, no existe más allá del discurso del presidente saliente; este señor, cuyos escrúpulos no solo son escasos sino maleables, y cuyo único mérito es tener dinero, busca crear dudas sobre la victoria de Biden y, luego, crear una base política considerable (no olvidemos que fue el segundo candidato más votado en la historia de Estados Unidos, después de Biden) para proyectarse en una presidencia futura que, en principio, no podría exceder un período, pero, y aunque estoy especulando, podría perseguir emular a hombres fuertes como Putin (a quien ha demostrado una admiración impropia del presidente de una nación democrática).

Triste y desolado, abandonado por su propio partido, Trump se refugia en una masa exacerbada por su discurso, y, sobre todo, por el miedo que ha ido infundiendo desde que, a mediados del año pasado, las encuestas empezaron a mostrarle la derrota que sufriría en noviembre, le cree el adalid de la justicia y el patriotismo, cuando en realidad no es más que un autócrata nacionalista. Triste y desolado, desamparado por sus aliados, anda la ruta que tras el fallido Putsch de Múnich anduvo Hitler. Quizás el pueblo estadounidense se desencante pronto de un patán megalómano, de un narcisista enfermizo, y renazcan líderes más presentables. Pero puede que no… puede que, como el pueblo de Beethoven y Goethe, se dejen seducir por los barritos de un rinoceronte.

No, mi rechazo hacia Trump no nace de una filiación ciega hacia Joe Biden o Kamala Harris, sino de la conducta de un hombre que me evoca mucho a un felón que, de mi país, hizo un estercolero. Y por ello, temo que una de las democracias más sólidas del planeta termine en un régimen trágico, cruento, como lo fue el de un cabo colmado de complejos y resentimientos, autor del holocausto. Mi rechazo es motivado, y si bien puedo errar, no soy el único que ve en Trump, la réplica de Chávez, como lo dijera en el 2016, la revista británica «The Guardian».

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