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Los kilos de un escritor

Una autora se tomó una fotografía de cuerpo entero frente a un espejo. La escena doméstica no tiene nada de peculiar en redes sociales donde no existe la cuarta pared de nuestras habitaciones. Sin embargo, el mensaje al pie, es una declaración que probablemente se escribió sin la intencionalidad de serlo. Anunciaba que había perdido varios kilos, lo que la alegraba, pero lo curioso se encuentra en su apología casi al final del texto donde se disculpa por hablar de algo que no se esperaría de una escritora, de una figura intelectual (ambos los coloca entre comillas, a pesar de que su última novela se ha destacado por su calidad narrativa).

Es curioso que aún exista una disociación entre autor (o intelectual) y una vida mundana, quiero decir, vida normal, de ir al supermercado o al salón de belleza. No hace mucho leí un artículo en el cual quien lo escribía se quejaba de lo terrible (imaginémoslo entre comillas, también) que era leer autores que siguieran vivos, y lo peor, que tuvieran perfiles en redes sociales. Era una queja elitista, de alguien que no soportaba buscar al autor de una lectura reciente que le hubiera calado y descubrir que compartía memes, que tenía sentido del humor, que tenía fotografías en una playa o del su almuerzo.

Kafka, en Carta al padre, escribe sobre las veces que iba a nadar con él. “Yo, flaco, débil, enjuto (…) me sentía miserable frente a todo el mundo (…) íbamos entre la gente, yo tomado de tu padre, un esqueleto pequeño, vacilante, descalzo sobre las tablas, temeroso del agua, incapaz de imitar tus movimientos para nadar.. “, y continúa así, comparándose con el cuerpo fuerte de su padre. De seguro no hubiera tenido problemas con tomar batidos de proteínas y matricularse en un gimnasio.

Tampoco podemos olvidar la vanidad decadente de Oscar Wilde, que tenía un ojo estético para letras y para posar en fotografías, como su famoso retrato a media tinta encorvado sobre una poltrona, con bastón, abrigado y un dedo estratégicamente colocado en la barbilla para que admiraran su anillo. Casi igual de fotogénica era Susan Sontag. Ni olvidarse del Tratado de la vida elegante de Balzac, donde nos dice “para ser fashionable hay que disfrutar del descanso sin haber pasado por el trabajo: o sea, haber ganado el gordo de la lotería, ser hijo de millonario, príncipe, tener sinecura, o varias“.

La visión del escritor en su torre de estratósfera no se me hace caduca, sino más bien una noción ingenua de algo que nunca existió. Parecido al Quijote buscando a su Babieca en el patio de su hacienda, o a los religiosos que esperan que de verdad existan los ascetas del desierto. Solo de los escritores más ridículos he escuchado esa preocupación tan inmensa por una especie de pureza de vida, así como de los lectores que prefieren imaginar al escritor como a un mochilero anarquista o a un académico de cajón, más que simplemente como a alguien que sí, hace dietas, se tiñe las canas y escribe buenas páginas.

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