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esteban ierardo

Los inocentes de las dos tierras

Junto a los análisis de las guerras por los especialistas en geopolítica, en política internacional, historiadores y demás intelectuales, nunca debiera perder su centralidad, bajo un formato literario o incluso periodístico, la consideración de la muerte, irreparable, de los inocentes, dispuesta por un solo individuo; la destrucción de miles de personas y animales; y de hogares, escuelas, hospitales, caminos, el andamiaje completo de la vida masacrada. Esta actitud de valoración de lo perdido está más próxima a una sensibilidad o “indignación poética” ante la negación del derecho a vivir, que de los análisis de Realpolitick y de la repetición del principio de Carl von Clausewitz de la guerra como continuación de la política por otros medios.

Un ejemplo de esto, de la aproximación a la guerra desde un intento de empatía poética y visceral, y narrativa, con el dolor es lo que se encuentra en obras como La guerra no tiene rostro de mujerÚltimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra mundial, o Los muchachos de zinc: Voces soviéticas, de la Guerra de Afganistán del premio nobel bielorrusa, Svetlana Aleksándrovna Aleksiévich (2015), que incluye también su famosa obra testimonial, Voces de Chernóbil. Crónica del futuro.

Y en la actual guerra entre Rusia y Ucrania, y como siempre, las víctimas inocentes, humanas y animales, solo son el “medio” para un “fin”. La única guerra legítima es la defensiva y de liberación; no la injustificable guerra de agresión, invasión, conquista, que incluso apela a bombas de racimos y misiles termobáricos (que generan grandes incendios y eliminan al oxígeno del ambiente); todas armas estrictamente prohibidas por la Convención de Ginebra.

El peligro geopolítico para Rusia, esgrimido por Putin, de una Ucrania deseosa de aliarse a la OTAN, no puede justificar la matanza de inocentes. Y no puede negarse que Ucrania es un país soberano, independiente. Recuperó su libertad tras la disolución de la ex Unión Soviética.

Y a la inseguridad geopolítica se le agrega la afirmación de la Rusia soviética como “creadora” de Ucrania, lo cual no coincide con la realidad histórica. Antes de Moscú, antes del imperio zarista y de la Unión soviética, la comunidad de linajes rusos fue precedida por la Rus de Kiev…

Para el año 1000, eslavos y escandinavos se integraron y cristianizaron en torno a la ruta mercantil entre el Báltico y Constantinopla. Esto último los acercó a la religión bizantina. Entre finales del siglo IX y mediados del siglo XIII, la Rus de Kiev se organizó como federación de tribus eslavas orientales (de esta configuración política primera procede incluso el término “rusia”). En su origen, intervinieron los varegos. Los varegos eran vikingos suecos que, a través del Báltico y los ríos, navegaron hacia el este y el sur extendiéndose en lo que hoy es Ucrania, Rusia, Bielorrusia, los Balcanes, el Imperio bizantino, entre los siglos IX y X.

Riúrik o Rurik fue un gran jefe varego, que ejerció dominio sobre el lago Lagoda. Según la Primera crónica eslava o Crónica de Néstor, Rurik fundó la dinastía Rúrika y, en 862, Kiev, la ciudad madre de todas las ciudades rusas. La dinastía Rúrika gobernó la Rus de Kiev, y después Moscovia, hasta el siglo XVI.

En 987, el Gran Príncipe Vladimiro I de Kiev se bautizó, y fijó en Kiev el centro de su poder. Con Vladimiro, y con su hijo Yatoslav el Sabio, el Estado de Kiev fue el más importante de la Europa central y centro de las tribus de la tierra del Rus. Pero con el tiempo, el príncipe de Kiev, y su “trono de oro”, se redujo a máxima autoridad rusa solo a nivel simbólico. Su decadencia quedó sellada con el saqueo y destrucción de la ciudad por los mongoles en 1240.

Desde entonces, el Principado de Moscú adquirió mayor preeminencia, hasta la emancipación respecto al dominio mongol en 1480 con el Iván IV, “el Terrible”. Y en 1547 el Estado ruso fue liderado por un zar, el primero, Iván IV, hasta que Pedro el Grande fundó el Imperio ruso en 1721. El imperio zarista, entre muchas otras de sus conquistas, se anexó la actual Ucrania, dominación ratificada tras la revolución bolchevique y su constitución como Unión de las repúblicas socialistas soviéticas, en 1924. Ucrania, y su famoso Ejército Negro del anarquista Néstor Majnó, lucharon por la causa revolucionaria durante la guerra civil tras la caída del zarismo, pero, finalmente traicionados, fueron sometidos.

Ucrania y Kiev son el comienzo, luego continuado por Moscú y el imperio zarista, y el soviético. Existen innegables parentescos entre ucranianos y rusos, pero también diferencias de historia, identidad e idioma. Y la Rusia soviética, en particular, negó esa afinidad a través del horror organizado del Holodomor, la hoy documentada realidad histórica de la muerte por hambre de 1,5 a 2 millones de ucranianos, entre 1932 a 1933, a causa de la confiscación de los silos de granos de la fértil Ucrania por Stalin. Si bien se discute aún la causa última de la hambruna, ésta fue absolutamente funcional a la rusificación compulsiva de Ucrania.

Y Ucrania, país independiente por su origen e historia antes de la dominación zarista bolchevique, ahora está bajo la tempestad.

En su tierra, como en otras, y en todos los amargos tiempos, mueren las víctimas inocentes, esas mencionadas hoy por las coberturas periodísticas, pero inexpresables en su dolor.

En el mundo de las comunicaciones tecnológicas más sofisticadas, del telescopio espacial Webb, de la creación de nuevos materiales, de la robótica industrial y antropomorfa cada vez más avanzada, de los automóviles autónomos, la brutalidad medieval, y de la segunda guerra mundial, derrama de nuevo su ácido sobre los niños entre los escombros, las madres tendidas en charcos de sangre y rastros de metrallas, escuelas y hospitales demolidos, o sobre los que corren con lo que pueden llevar en una mano para, en cualquier momento, ser silenciados por la muerte que llega desde el cielo o los tanques.

La inocencia de las víctimas de una tierra, la tormenta de los cuervos y el hielo. La contradicción, en el siglo XXI, entre la modernidad del progreso y el asesinato por los misiles. Toda una sofisticada maquinaria para matar a una indefensa familia, sin ningún valor de objetivo militar, que huye por una calle, con una valija con ruedas en la mano, dejando todo atrás, para encontrar un refugio a la barbarie en el siglo de la nanotecnología y la edición genética. La regresión y lo primitivo quemando la carne en el ojo del presente, mientras mueren los inocentes en silencio, sin palabras.

Al tanto que otros inocentes, padres, hermanos, hijos en edad militar, luego de soñar una vida familiar o profesional, tienen que tomar las armas, despedirse de su esposa e hijos, de sus ciudades y pueblos. Para morir, sin merecerlo; mientras se derrumban los edificios, y las madres escapan con sus hijos por millares a través de la frontera con Polonia, Hungría y Rumania.

Millones de refugiados, de desplazados, desde sus hogares, muchos ya destruidos, hacia algún remoto colchón tendido por manos compasivas.

La muerte de los inocentes, los no responsables de las supuestas causas que “justifican” la guerra. Y los inocentes también están en la otra tierra…

En Rusia, miles que protestaron contra la invasión, ahora están en prisión. Y entre sus soldados algunos adhieren seguramente a las consignas del poder, pero muchos, quizá la mayoría, solo quieren volver a casa, y vivir, y ya no saber nada de esas guerras contra los pueblos, como también en este siglo, la de Chechenia, tan diferentes a la justificada guerra defensiva soviética ante la invasión nazi en 1941. Los que protestan en Rusia, y muchos de sus soldados que mueren en Ucrania, y sus madres y hermanas que lloran por ellos, los inocentes de la otra tierra.

Muchos en Rusia repudian el personalismo autoritario y la propaganda a la que están sometidos. Frente a esto, poco sentido tiene la prohibición en Europa de la circulación de la cultura rusa de un Dostoievski o Tarkovski. Tarkovski convocaría ahora a la ayuda y libertad de Ucrania, sin dudas.

La indefensión de los inocentes de todas las tierras es una de las expresiones más directas de la degradación ética en el siglo XXI, en el que supuestamente se fortalecerían derechos y libertades.

Y parte de esta noche degradada es el negocio de la guerra, de la industria de las armas, del cual Occidente también participa. Nadie es puro y limpio en el ruido global. Rusia quisiera forjar ahora a Ucrania a su imagen y semejanza, como Estados Unidos, en su momento a Irak, bajo la mentira de su posesión de armas de destrucción masiva, o al Vietnam que sometió a la invasión y los bombardeos con napalm, la matanza de My Lai, o el Programa Phoenix.

El napalm de ayer reaparece transformado en la sombra del temor ante la posibilidad de ataques químicos. Pero aun cuando todo termine ya, la centuplicación de la pobreza está asegurada en el país soberano agredido, y también en el agresor, por las medidas económicas en su contra y los gastos de la guerra.

La superación del primitivismo de la violencia, sostenido por negocios armamentísticos actuales de alta tecnología, sería un indicio cierto de progreso moral hacia otro nivel civilizatorio. Pero nada indica, en lo inmediato, que ese ascenso se produzca. Más bien lo contrario.

Mientras tanto, los misiles y tanques destruyen barrios y matan a los civiles inocentes en Mariúpol, sobre el mar de Azov, en Odessa en el Mar Negro, o en Dnipropetrovsk, a orillas del río Dniéper, y otras ciudades ucranianas. La evidencia física de la destrucción recuerda que el latido trágico de lo real es lo que siempre se dirime fuera de las pantallas, y de la ciberguerra paralela con, a veces, información verdadera, pero también con sus corrientes de propaganda, desinformación, fake news, para favorecer una u otra posición.

Mientras tanto, en el centro el dolor encarnado en las víctimas inocentes, en los muertos, humanos y animales; las muertes innecesarias, injustificables… no solo la información y la transformación de la guerra en una suerte de espectáculo en línea.

Y cada guerra es, de alguna manera, el eco y la reaparición de todas las guerras. El regreso del poder de la vida y la muerte en manos de unos pocos, la tristeza de los inocentes que no deciden y mueren bajo el tinglado demolido de la esperanza. La guerra, sus culpables, sus víctimas inocentes como roles atemporales en cada caso encarnados por seres nuevos, singulares, únicos.

Y cuando nos referimos a la reaparición de todas las guerras, aludimos también a las otras guerras que se libran en el mundo ahora, sin coberturas periodísticas y casi desde la indiferencia absoluta del mundo civilizado. Ahora, y antes de esta guerra, y desde hace años, se mata sistemáticamente en conflictos bélicos en Etiopía, Yemen, Siria, Myanmar (Birmania), o Afganistán.

En el centro de todas las guerras entonces, en el rugido de todas las tormentas, los inocentes humanos, ya sin palabras, latidos ni mañana; los inocentes animales, inmóviles, con su vieja mirada de ternura ahora cegada. Todo, el fruto robado a alguna madre. Toda esa vida pudo florecer como árboles en primavera.

Pero ahora solo queda esta y la otra tierra, y el nombre de esta madre, de este niño, de este soldado, de este anciano, que ahora mueren, cuando tenían el derecho de vivir.

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