El campus de Wellesley College está situado en la otoñal ciudad de Boston, es un edificio decimonónico con proporciones geométricas de teorema, una simetría cartesiana, muros con ecos del rugido petersburgués de Nabokov y su primer bloque fue puesto con la intención de darle educación a las que por mucho tiempo no pudieron tenerla. Javier Marías, siguiendo la tradición de su padre, Julián, discípulo de Ortega y Gasset y Premio Príncipe de Asturias, dio también en este instituto un curso del Quijote.
Lo que leemos son las notas para un curso en 1984, el autor nos asegura que su lectura del Quijote no ha cambiado medularmente desde entonces. Se divide en cuatro secciones: una nota previa, el programa del curso y temática, las notas sobre el texto y a manera de epílogo un artículo publicado originalmente en Abc Literaria.
La nota previa asegura que no concibió estas notas para nada más que sus fines pedagógicos, es decir, no planeaba publicarlos, pero cayó en la presión de sus editores. Como asegura, “no hay voluntad de estilo“ (p. 13), son apuntes sin redacción, algunos bastante completos por sí mismos, otros tan sucintos como apuntar las páginas en que ríe el Quijote por primera vez.
Su lectura principal es la de un Don Quijote cuya locura es, en verdad, la del demiurgo. En la primera parte, es una labor titánica mantenerse en el mundo de las caballerías; en la segunda, la gente le sigue la corriente (como los atroces bromistas que son los Duques) en un teatro donde el pobre caballero deja de imaginar y solo asume la realidad alterada que le dan. Marías nos da cierta evidencia de una “locura“ estructurada, usando el caso de la penitencia amorosa donde utiliza el significativo verbo “decide“. Define, entonces, la supuesta locura como “una de referencias, (…) la memoria, la experiencia literaria desempeñan un papel definitivo“ (p. 74).
Algunas acotaciones interesantes, respecto a la segunda parte nos afirma que “al lector se le produce una impresión de que los sucesos están ocurriendo al mismo tiempo que él los está leyendo“ (p. 81). Tenemos unos personajes que se refieren a la primera parte del libro como algo impreso (Marías nos recuerda también que esta primera parte es una interpretación del narrador del Cide Hamete Benegeli, no una traducción literal) y ya ocurrido, mientras en la segunda hay inmediatez y la dependencia del narrador a las decisiones y caprichos de estos personajes ya autónomos.
Podría habérsele agradecido alguna estilización o intención de redacción, especialmente en notas tan dispersas como “Motivos de Sancho Panza: en un principio, y sin disimulo, la codicia“ (p. 53). Aún así, la lectura es fluida y el análisis completo, –por supuesto, como él mismo dice, completo como la lectura personal, jamás con intención totalizadora para uno de los textos que más ofrecen lecturas y dimensiones- aunque el formato quizás limite su lectura a estudiantes y académicos.