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Los discursos de Michelle Obama y de Alexandria Ocasio-Cortez, ¿catarsis o distanciamiento?

Tras la apertura de la convención demócrata el lunes 17 en la noche, esperaba con ansiedad el discurso de Michelle Obama a quien admiro y respeto. Su rol como primera dama lo tomó muy en serio y desde ahí luchó por lo más valioso de nuestra sociedad: nuestros niños, promoviendo políticas de educación, nutrición, alimentación saludable actividad física que concientizaran sobre, y atacaran, el corazón de la pobreza y la desigualdad en este país.

Y aunque sé que seré una gota de café en un vaso de leche, no puedo callarme. Su discurso me decepcionó. Pero antes de que me crucifiquen, permítanme que me explique. Quizás haya sido mi formación teatral; en mi otra vida, antes de que la sala de clase se convirtiera en mi escena, fui actriz, y esta vez, como espectadora, el discurso de Michelle me pareció catártico.

Comenzó Michelle estableciendo la deplorable situación que vive el país y llamó a la empatía, a identificarnos unos con otros con esas historias individuales que conforman América, incluyendo la historia de Joe Biden. Llamó a hacer renacer la esperanza que nos llevó a votar por Obama en el 2008 y el 2012, aunque a decir verdad, creo que la pasión y la esperanza fueron motor de fuerza la primera vez, no ya la segunda, y nos exhortó a votar por Biden. Terminó su discurso llamándonos nuevamente a la empatía, esta vez a través de las palabras de John Lewis que nos instan no solo al sentimiento sino a la acción.

Como en la tragedia griega lo escuchamos, nos emocionamos, nos identificamos –porque, qué cosa dijo con lo que no estuviéramos de acuerdo–, purgamos nuestras pasiones y salimos al otro lado purificados. “Todo tiempo pasado fue mejor”, resonaba en mi interior, mientras Bertolt Brecht y su efecto de distanciamiento se deslizaban por mi mente y se encontraban con mi otra yo, la profesora que dedica sus lecciones a enseñar a leer en forma crítica, a pensar, y a expresar lo que se piensa en el respeto a la disensión.

En su discurso, si bien emotivo, verdadero, genuino, Michelle evocaba el pasado, pasado que vimos ilustrado al día siguiente con los discursos y videos de Jimmy Carter y Bill Clinton, es decir el pasado de administraciones demócratas que hoy pueden ser vistas como el “establishment”. En ningún momento se proyectó hacia el futuro sino para decir que tenemos que terminar lo que quedó inconcluso.

El minuto de Alexandra Ocasio-Cortez fue un extraordinario ejemplo de actuación brechtiana: claro, distanciado, directamente no al corazón, sino a la razón. No buscaba despertar las emociones, no buscaba la identificación, buscaba llevarnos a la reflexión; su discurso se centraba en ideas y decisiones y para tomar una decisión sabia debemos mantener la mente clara, libre de emociones que nos lleven a la catarsis.

Como Michelle, comenzó estableciendo el estado de la nación, pero no a partir de lo deplorable de la situación sino de lo positivo surgido de ese caos: el gran movimiento de masas que salió a las calles a luchar por sus “derechos sociales, económicos y humanos acordes con el siglo XXI, incluyendo atención médica garantizada, educación superior, salarios dignos y derechos laborales para todas las personas en los Estados Unidos.” Y en esa primera frase nos catapultó en un segundo a lo que debe ser la agenda prioritaria de quien asuma el poder: “reconocer y reparar las heridas de la injusticia racial, la colonización, la misoginia y la homofobia, y proponer y construir sistemas reimaginados de inmigración y política exterior que se apartan de la violencia y la xenofobia de nuestro pasado.”

Esos son los problemas que todavía en el siglo XXI, vergonzosamente, se siguen arrastrando y que son consecuencia de “la brutalidad insostenible de una economía que recompensa las desigualdades explosivas de riqueza para unos pocos a expensas de la estabilidad a largo plazo para muchos”.

Dentro de la puesta en escena de la convención virtual, cada discurso tuvo un propósito particular y cada uno nos llamó a la acción de forma diferente. Pero mientras Michelle jugó con la emoción y nos envolvió en la nostalgia por el pasado, que puede tener efecto de boomerang, Alexandria nos recordó que el cambio no pasa por idealizar las aguas tranquilas del pasado (difícil olvidar que a pesar de los innegables logros de la administración Obama-Biden, el legado de Obama para la América multicolor emigrante estuvo marcado por su sombrero de deportador en jefe), sino partir de las agitadas aguas del presente donde en estos momentos hay “millones de personas en los Estados Unidos buscando soluciones sistémicas profundas a nuestras crisis de desalojos masivos, desempleo y falta de atención médica” y que es la presencia de esas personas en las calles, las que “organizaron una campaña de base histórica para recuperar nuestra democracia” la garante de que se mire hacia el futuro para encontrar soluciones que se aparten “de la violencia y la xenofobia de nuestro pasado.”

Soluciones no solo para salvar a lo más preciado de esta tierra, el ser humano, donde todos, y no solo unos pocos, podamos vivir una vida digna, sino para salvar este planeta que llamamos nuestra casa, como acertada mente nos lo recordaron el tercer día de la convención los jóvenes que abogan por el control de las armas de fuego o los activistas que luchan por detener la catástrofe del cambio climático, y lo reiteró la candidata a vicepresidenta, Kamala Harris al declarar casi al cierre de su discurso: “Me inspira una nueva generación de líderes. Nos están empujando a darnos cuenta de los ideales de nuestra nación, a vivir los valores que compartimos: decencia, igualdad, justicia y amor”.

En estas elecciones, y las que vendrán, es mucho lo que está en juego, para los millones sin empleo, sin seguro de salud, las millones de familias que habiendo perdido a un ser querido al Covid perdieron su forma de subsistencia y arriesgan perder el techo sobre sus cabezas (que aunque les llamemos sus hogares, no son sus dueños), para los cientos de miles que a través de los años han sido víctimas de la discriminación y el racismo sistémico, de la brutalidad policial, de una desigualdad económica que hiere hasta los huesos, para los millones de estudiantes que a través de los años han ido hipotecando su futuro para poder estudiar y superarse, para nuestro planeta, nuestros hijos y nuestros nietos.

Salgamos en masa a votar, en persona con mascarilla y guardando la distancia, por correo, solicitando desde ya y devolviendo la papeleta de votación sin esperar al último día. No podemos permitirnos no hacerlo. Pero recordemos que la catarsis con su llamado a la emoción y a la compasión puede llevarnos a una especie de complacencia. El distanciamiento, en oposición, centrado en las ideas y las decisiones que nos llevan a la reflexión nos recuerda que el cambio está en la acción constante, y que pasado el 3 de noviembre, si los cambios necesarios y prometidos no empiezan a concretarse, las calles se desbordarán nuevamente para empujarlos.

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