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Gleiber Alvarez
Gleiber Alvarez - ViceVersa Magazine

Los de Omelas: Divagaciones sobre la no publicación

Recuerdo que mi maestro solía decirme: El que no publica no existe. Ignoro si la frase es de su autoría o si se trata de un refrán del mundo literario; de lo que estoy seguro es de lo que decía Marshall Mcluhan: “Publicar es una autoinvasión a la privacidad”. Y no es para menos. El que escribe para sí mismo (o para sus allegados) encuentra en ello una enorme satisfacción, sin importar los adjetivos que se usen para calificar esta forma de ser.

Sin embargo, en todas las conductas, especialmente las que no se pueden llevar a un diván en este día, siempre hay algo que se escapa o se oculta en el fondo mismo que se pretende esclarecer. Por consiguiente, conjeturo que los trastornos de carácter volitivo, en el orden de las dificultades psicológicas que de visu observo, jugaron un rol central en la mayoría de los literatos no solamente reticentes a publicar, como en los casos de Emily Dickinson y Franz Kafka, en los que la heteronomía fue decisiva, sino también los que no tuvieron en vida el mismo reconocimiento que tienen hoy en la palestra pública.

En este sentido, la heteromanía se caracteriza por la necesidad imperativa de valoración externa sobre aspectos individuales (Barrera, 2008). Ellos llegaron a publicar en vida, pero cultivaron una imagen pública. Y parte importante de su corpus se dio a conocer tiempo después de haber finado (casi todo en el de Emily Dickinson).

Lejos de ser una realidad ajena al mundo de la literatura “la no publicación” se manifiesta en todas las ramas del saber. Conocida es la obra de Ferdinnan de Seassure que vio la luz por medio de sus alumnos, las clases de Wittgenstein y así muchos otros. De los antiguos vates que lanzaron o casi arrojaron sus escritos al fuego, el que más sobresale es Virgilio.

La catártica redacción de versos, el ensimismamiento o la manera en que llevaron a cabo la contemplación, creo que se acentúan en la figura del escritor maldito; sobre todo si hay censura o autocensura. Y la endopatía que pudiere sentirse por estas obras, por su estilo único y lo que pudiere tildarse de lapsus en el recurso…

Acaso todo estriba en el goce de la privacidad propia, cuestión contradictoria, según veo, sin que haya o no heteromanía. El estadounidense J. D. Salinger de facto la ilustra, ya que seguía persiguiendo fútilmente su “preciado anonimato” después del reconocimiento como autor.

Aunque en cada caso se hallan particularidades —no solo por el factor espacio-tiempo y el social— que los diferencian ostensiblemente, todos ellos compartieron, me parece, una marcada cohibición a interactuar con las masas, cierta fobia a la palestra pública, como Thomas Pynchon. (Cabe aclarar que no siempre la renuencia a interactuar con el ámbito de lo público significa el rechazo de los premios.)

Sus aberraciones, como muchos han tildado a aquellos renuentes a publicar, tienen varias versiones. Mas pocos pueden aspirar el eterno anonimato de las obras maestras de la literatura oral y de las escritas, como El lazarillo de Tormes, el Cantar de Mio Cid y una exhaustiva lista en distintos idiomas.

El rechazo de las editoriales, el ostracismo, la exclusión que tácitamente hicieron sus coetáneos, así como el miedo al éxito y al fracaso, pudieren haber motivado las inhibiciones que muchos suponen hoy. En John Kennedy Toole se da exactamente lo contrario, pues a diferencia de los escritores que no pudiendo arrojar ellos mismos sus obras al fuego, como todos los que he mencionado, y prefiriéndolas dejar a su suerte, el no conseguir una casa editorial que aceptara “La conjura de los necios” lo condujo a suicidarse.

Ahora no sé si conviene crear una palabra que designe a los que no publican, en tanto que incluya a los post mortem o sea un sinónimo lejano de esta expresión. Sean cuales fueren los motivos por los cuales no se atrevieron a publicar del todo, al presente tienen la gloria que no tuvieron en vida.


Referencia

Berrera, M. (2008). Sugerencias para redactores, comunicadores e investigadores. Ediciones Quiron/Sypal, IV. Caracas – Venezuela. pp. 30.

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