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Maria del Rosario Lara

Los cuarenta y tres

Ave María purísima, sin pecado concebida.  Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día.  Protege a mis hijos y que aparezca mi Chuy.  Padre nuestro que estás en el cielo…

Cada anochecer y cada amanecer repites las mismas plegarias.  No fallas ante la costumbre adquirida desde que entendiste el significado maldito de las palabras hijo desaparecido.  No comprendiste nada al escucharlas por primera vez; fueron un puñetazo que casi te liquida, pero tu cerebro fue descifrándolas y transvasándolas, muy despacio, a un lenguaje muy triste que no conocías.   Tu mundo, con sus días repletos de trajines y las noches amigas del descanso, se reveló en toda su fragilidad en una frase hostil: tú hijo está desaparecido.  A partir de la consumación del ultraje, te obligaron, ellos, los de arriba, eso es lo que dicen en el pueblo, a habitar una cotidianidad mutilada, huella del hijo lejano.  Pero no es fácil hacerse a la idea del hijo desaparecido y todo se ha vuelto tu hijo.  El pueblo es tu hijo; escuchas su voz en los ladridos de los perros callejeros y en los maullidos de los gatos que salen de lugares esquivos.  Todo se ha vuelto tu hijo; el pueblo es tu hijo.  Sientes su respiración en la luz de la puesta del sol que intenta consolarte por las mañanas, y en las flores celestes que antes de su ocaso te salpican con su rocío luminoso en las noches consumidas por tu triste mirada.  Todo se ha vuelto tu hijo; el pueblo es tu hijo.  Acaricias a tu hijo en el escaso mobiliario, a penas el imprescindible, de tu casa y en las imágenes de los santos de la iglesia del pueblo.  Todo se ha vuelto tu hijo; el pueblo es tu hijo. Escuchas en el timbre suave del viento la voz de tu hijo y en la lluvia que baña las calles del pueblo puedes distinguirlo caminando de puntillas.  Todo se ha vuelto tu hijo; el pueblo es tu hijo. Escuchas la risa juguetona de tu hijo en los niños saltarines de las tardes templadas de tu pueblo.  Todo se ha vuelto tu hijo; el pueblo es tu hijo. Intuyes a tu hijo en el crujido de las hojas vencidas por pisadas humanas. Y tú también eres tu hijo; su alma, la de tu hijo, se ha instalado en tu cuerpo y percibes los esfuerzos que realiza por salir en busca del suyo propio.  No está bien que un cuerpo cansino cargue con dos almas, piensas.  Pero, lentamente, vas recuperando la cordura y, pegada a ella, el martirio que te afirma que no es el alma de tu hijo la que llevas enclavada en tus carnes, sino el puritito dolor que se parece a tu hijo.  Eres buena.

Todas las noches buscas mitigar tu dolor de madre desposeída en las súplicas que diriges al Dios que ha permitido tanto sufrimiento.  Tu alma está inquieta y pareciera que te odia. Tu alma, verdugo implacable de tu cuerpo. Todas las almas del pueblo se han emparentado con un sufrimiento tan grande que ya no es posible apaciguarlas más que con el retorno de los cuarenta y tres. Las almas están a la espera del regreso; el regreso no prometido.  De todos modos esperan.  Todo el pueblo espera. Y en la espera los cuerpos se van agotando; cuerpos colmados de dolor.   Las almas reclaman la justicia que se les debe; y, hasta entonces, no podrán retomar su vida.  Pero la vida ya no será la misma; el recuerdo de lo que nunca debió haber sucedido no los abandonará, ni a ti ni al pueblo. El mal, una vez que ha iniciado su marcha, no se detiene.  El mal tiene brazos largos y muy elásticos, tan largos y tan elásticos que puede abarcar presente y futuro en un único abrazo.  El recuerdo de lo que nunca debió haber sucedido reaparecerá sin tregua alguna en el porvenir de las generaciones posteriores al punto de partida del mal, y las generaciones se unirán en la injusticia y el dolor.  El pueblo llora por los que no han sido porque les arrebataron a sus padres antes de la concepción.  El pueblo llora por las novias que no han llegado a ser esposas y por las abuelas que sueñan con nietos que podrían haber sido.   Una vez que el mal empieza no se detiene tan fácilmente y el llanto mero deseo de redención.

Ave María purísima, sin pecado concebida.  Ángel de mi guarda, dulce compañía, nunca te separes de mis hijos a donde quiera que vayan.  Padre nuestro que estás en el cielo…

Desde que tu hijo desapareció, tu alma se ha llenado de obscuridades que se expanden todas las noches hasta borrar el límite que las separa de la penumbra al caer el día.  En el silencio humano de la noche experimentas la presencia del mal que, desde la ausencia de tu hijo, se te ha instalado en la boca del estómago.  Todas las noches sientes como el mal se dilata despiadadamente hasta anudarse en tu garganta: cancelación del grito liberador.  Todas las noches sientes como el mal va carcomiéndote las entrañas.  No puedes nada contra el mal y sólo deseas dejar de sentir; ya no quieres sentir.  No quieres sentir ni tus ojos, ni tu boca, ni tus piernas, ni tus manos.  Ya no te avienes con tu cuerpo.  No quieres sentir nada.  El mal y la noche se han vuelto cómplices y se regocijan en la confirmación de la desaparición de tu hijo.  Te preguntas por qué la noche te ha desamparado, a ti y al pueblo entero. La noche es Dios negándose a los ruegos del día; y, a pesar de la indiferencia divina, no tienes el ánimo suficiente para suspender el ruego.  Después de la larga batalla nocturna y animada por la naciente luz de la mañana, reanudas los rezos para aplacar a ese Dios que te ha desconocido en la ausencia de tu hijo.  Los rezos son apenas murmullos que tus labios dibujan quedamente; el pueblo también reza.  Los rezos son apenas murmullos ocultos de los verdugos de tu hijo.  Presientes que están agazapados, los verdugos, en algún huequito de tu humilde morada, vigilando como se desplaza tu cuerpo maltrecho; vigilando las modulaciones que tu voz ha adquirido con el sufrimiento; vigilando la opacidad de tu mirada que ha perdido interés en casi todo, menos en el horizonte lejano que divisas todas las mañanas al reanudar los ruegos a la espera de la Epifanía. Todo el pueblo espera la Epifanía en el murmullo de las plegarias.  Tienes miedo y por eso rezas en voz baja.  No hay que hacerlos enojar más, a los verdugos, pues ya tienes suficiente con la ira divina.  Eres buena.

Ave María purísima, sin pecado concebida.  Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día.  Protege a mis hijos y que aparezca mi Chuy.  Jesús Doliente que estás clavado en esa cruz por culpa de nuestros pecados, no me castigues más y devuélveme al Desaparecido.

Te preguntas qué pecados habrás cometido para que se te torture de esa manera, Dios.  No encuentras respuesta y los días huyen en ese recuento atroz; avidez de conocer los motivos.  ¿Serán los santos que no pueden con tanto enojo y lo descargan en tu pena? ¿Por qué se ensañan contigo de esa manera los santos del pueblo?  ¿Por qué te castigan?  Tal vez estás pagando por las culpas del pueblo.  Pero no pueden ser tan malos tus santos; no deben, tus santos, vengarse.  El pueblo siempre les ha cumplido con las fiestas patronales, nunca les ha fallado, a los santos.  Ha preferido, el pueblo, arriesgar el sustento cotidiano antes de claudicar ante la obligación sagrada de atenderlos. O, ¿es el diablo quién ha enviado a las cuarenta y tres madres ese dolor desalmado?  El diablo pega donde más duele.  Pero, ¿cómo es posible que Dios no desbarate tanta locura y te devuelva a tu hijo amado?  No te animas a preguntarle al párroco la razón por la cual Dios no se conmueve ante el dolor humano, sobre todo el de las madres. En la pregunta va la exigencia de una explicación y retrocedes ante un Dios que ha dejado de ser Dios.  Retrocedes ante un Dios que ha ocultado su rostro; pero de todos modos le diriges tus ruegos con la esperanza de que algún día vuelva a mostrar su cara.

  El abandono de Dios se parece al mal que se nutre de tus entrañas todas las noches, ausencia de luz.  Pero, a pesar del desamparo, insistes en murmurar las palabras de la plegaria, que una vez creíste poderosas porque Dios las escuchaba. Eres buena.

Ave María purísima, sin pecado concebida.  Ángel de mi guarda, dulce compañía no me desampares ni de noche ni de día.  Protege a mis hijos y que aparezca mi Chuy.  Virgencita, tú eres madre como yo y sabes lo que sufro, apiádate de mi hijo y de mí.

Si Dios no te escucha, entonces recurres al Hijo del Hombre, al Cristo Crucificado, y le encargas al Ausente.  No, reflexionas y te corriges a ti misma, debe proteger a todos, a todo el pueblo.  Tienes miedo de despertar un día y descubrir un pueblo desierto, especialmente ahora que muchos vecinos andan en las marchas exigiéndole al gobierno el retorno de los cuarenta y tres.  Eres buena.  Pides por todos, quieres evitar más ausencias forzadas.  Pides por todos, no quieres más madres dolorosas.  Tal vez el Hijo del Hombre si te escuche; el Hijo del Hombre es hombre y, por eso mismo, debe saber de miedos y de angustias, de deseos y de esperanzas.  El Hijo del Hombre también supo de la necesidad y el dolor.  El Hijo del Hombre debe estar más cerca de tu sufrimiento que Dios Padre.  Le rezas al Hijo del Hombre con la mirada puesta en el porvenir, en ese porvenir que tarda en llegar y que te devolverá al hijo.

Al Hijo de Dios no lo desaparecieron, nadie lo hurto.  Lo crucificaron y su madre estuvo allí para verlo. Poncio Pilatos o ¿Pilato?  Te confundes, no sabes si es Pilatos o Pilato, pero sí sabes de lo que estás hablando y lo que estás sintiendo.  Por lo menos el romano le concedió a la madre, en medio de toda su desgracia, ver morir a su hijo y enterrar el cuerpo, cuerpo de hijo, en sepulcro conocido.  Tú careces de un cuerpo y de una tumba y compruebas que sí hay mujeres más desgraciadas que la Virgen del Tepeyac, aunque el párroco afirme lo contrario. A ti, la incertidumbre te va debilitando día a día, aunque ya has aprendido a convivir con ella.  Pero a veces, es tan grande que te estremeces toda sin poder controlar los estertores del dolor.  Y cuando el dolor alcanza su clímax, le dices que quieres acariciar la cabeza de tu hijo y no te dicen dónde está; le dices que anhelas oír su voz y te tapan los oídos; le dices que añoras aliviar las cicatrices de sus manos morenas gastadas de trabajar la tierra y te las esconden; le dices que necesitas verte reflejada en su mirada para saber que la vida todavía tiene valor y te han vendado los ojos.  Eres buena.

Ave María purísima, sin pecado concebida.  Ángel de mi guarda, dulce compañía no me desampares ni de noche ni de día.  Protege a mis hijos y que aparezca mi Chuy.  Dios misericordioso y lleno de amor, ya tráeme a mi hijo sano y salvo, pero que me acompañe aquí en la tierra, así como hace el tuyo en los cielos.

Siempre, al caer el día, intentas traicionar el destino de la noche; noche hecha para el sueño.   Quieres mantener la conciencia alerta para cuando aparezca tu hijo.  Pero, a pesar del esfuerzo, tus ojos, ahora hinchados permanentemente por el llanto infinito, empiezan a cerrarse.  Las imágenes y los sentires se van tornando caóticos a medida que vas entrando en el túnel oscuro de la inconsciencia y te cuesta trabajo distinguir las penas de las esperanzas.  Los recuerdos se superponen unos a otros sin ningún orden cronológico; y, de repente, aparece una imagen del Ausente.  Entonces, te armas de valor y vuelves a dar batalla al sueño que te dice la verdad: tu hijo está desaparecido.  Te niegas a entrar al mundo de la noche, al mundo de los muertos y de los fantasmas.  En la vigilia la esperanza vive; en la vigilia tu hijo vive; en la vigilia tu hijo es.   De nuevo estás a punto de cerrar los ojos, pero una voz te pone en guardia y te dice que vas a claudicar. Voz de la vigilia, seguramente, que quiere al hijo vivo.  Voz entrañable que mantiene encendidos los débiles susurros de la vida.  Vuelves a abrir los ojos atormentados, tu hijo todavía no llega.  Eres buena.

Los días se han vuelto meses y los meses casi son un año.  Desde que te enteraste del secuestro de los cuarenta y tres hijos el tiempo se ha detenido, aunque el calendario embustero te diga otra cosa.  El tiempo se estacionó en un punto implosivo.  El tiempo es el instante en que manos, ojos, voces y armas de fuego cercenaron el pueblo cuando te quitaron a tu hijo.  Ese instante es lo único que sobrevive en el tiempo y en tu memoria. El instante eterno.  Ese instante es probeta que ha engullido los otros pasados. Ese desquiciador instante, pura presencia, en su avaricia también se ha tragado el futuro.   Ese instante se ha eternizado en la ausencia de Dios. 

Ese instante maldito desborda cualquier medida, carece, el instante, de toda razón.  Sólo es, el instante, concentración y densidad de todo el mal de la vida.  La existencia, la tuya y la del pueblo, es ese instante; instante sumergido en un océano de miedos y desesperanza.  Miedos y desesperanza, corolario del abandono divino; miedos y desesperanza, certeza del rechazo de las súplicas por un Dios que no deja ver su rostro.  Lo has comprendido: Dios carece de rostro, carece de corazón y el Hijo del Hombre es impotente ante tanto mal.  El Hijo del Hombre no ha regresado a la tierra como lo había prometido; tal vez en su primera venida consumió todo el dolor que su cuerpo podía almacenar y ya no tiene más espacio para absorber el dolor humano.

Te vas percatando que el pueblo se va consolando en la aceptación de la supuesta muerte de los cuarenta y tres. El pueblo necesita una explicación, no importa cuál, para fracturar el instante y poder así restaurar el pasado y el futuro.  El pueblo necesita volver a vivir. Sientes que la noche ha vencido a los cuarenta y tres y a los vecinos del pueblo.  Los ha vencido a todos con su posible verdad, verdad sin cuerpos.  Sin embargo, el pueblo necesita volver a vivir y esa respuesta es el ancla que lo sujeta al flujo de la vida. Tú te rehúsas a entrar de esa manera a la vida, no quieres traicionar a tu hijo; habitantes de la vigilia siguen siendo madre e hijo.   Escuchas al párroco pedirles a los padres resignación, única respuesta humana ante los designios inescrutables de Dios.  Pero tú intuyes lo que ha sucedido, y te lo callas. Tú has dado con la respuesta divina: Dios se ha vuelto malo. Dios sí tiene un rostro, se te ha revelado en la conformidad del pueblo y en la injusticia no resarcida.  Has descubierto el secreto divino; Dios es la Serpiente.  Sientes su maldad en tu cuerpo.  Al separarte de tu hijo, la maldad de manos ágiles te escamoteó tu lugar en el mundo.  Pero, ¿qué se puede esperar de un Padre que sacrificó a su único Hijo?  Tú hubieras rechazado el sacrificio ofreciéndote como el Cordero Pascual.  Pero ese Dios malvado prefirió la muerte del Hijo antes de sentir dolor humano.  ¿Desde cuándo se volvió malo?  No estás segura, pero debió haber sido al séptimo día de la creación, el día en que descansó.  Después del reposo divino, el mal y la corrupción se confundieron en la creación y en su Creador.

Desde que desenmarañaste el misterio divino, ya no ruegas.  Ahora vives pendiente de la ocasión en que el instante se va a tragar todo, a ti y a tus vecinos, al sacerdote y a sus santos de barro, a los campos y a las cosechas, a la lluvia y al viento, a los muertos y a los vivos.  Le deseas al Dios-Serpiente la misma soledad a la que te ha condenado a ti y al pueblo entero.  Eres buena.

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