Hace unos años un ministro de Justicia del Perú me contaba de una visita suya a Alemania para conocer el sistema penitenciario. A los criminales de mayor peligrosidad se les tenía completamente aislados y en la lombrosiana celda donde pagaban su condena había sin embargo una nevera con cerveza o vino para que no perdieran el vínculo con sus raíces nacionales. Cosas de civilizados, se dirá en la república de pranes. Los castigos varían según las épocas: ya no hay necesidad de freírle la cabeza en aceite a nadie como se hizo con José Félix Ribas o José María España, acusados de alta traición contra su majestad el Rey. Y a pesar del pulgar hacia abajo que muestren los extremistas, la pena de muerte no es más que un brutal despropósito del pasado. Todos los que deambulan en el corredor de la muerte en las prisiones federales de Texas se han convertido en unos evangélicos militantes a los que el mismísimo Jehová acompaña el día de la inyección letal. En los Estados Unidos al menos se tiene el detalle con el convicto de ofrecerle una comida “a la carte” el día antes de su ejecución, gesto que no garantiza el buen sueño si recordamos aquel verso de John Donne de que nadie duerme en el camino que conduce de la cárcel al patíbulo. Quien quiera indagar sobre suplicios y castigos, disponga del recomendable texto de Michel Foucault, Vigilar y castigar.
Nuestra contemporaneidad que cada vez nos aísla más en nuestros barrotes de la pantalla del teléfono inteligente, nos ofrece a cambio la epifanía de las redes sociales que sirven para absolutamente todo: desde interactuar socialmente, pedir una pizza con pepperoni, un masaje shiatsú o una cita a ciegas. Pero las redes también disponen de penas muy originales que conforman un sistema punitivo autónomo en que raras veces hay que acudir a la autoridad. Afortunadamente la web no tiene gobierno y sólo los chinos, erdoganes, putines, yihadistas y demás tiranos alternos que representan lo peor de la humanidad, se han atrevido a censurarla. El castigo es impuesto por los propios interesados actuando de jueces y no es otro que de los clásicos griegos: el ostracismo.
Dejar de seguir en Facebook, expulsar a alguien de un chat, bloquear a un tuitero o restringir en Instagram, son hoy las penas infamantes a que se puede ser condenado. La red no lo anuncia pero los desterrados siempre se enteran de que el brazo secular del verdugo los ha alcanzado. Se produce entonces la desaparición digital, que desvanece parte de las gracias de ese planeta inefable que es el ciberespacio y en el que basta accionar un botón para desmoronarnos del paraíso como ángeles caídos.