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Los anti-happenings

En el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA) se puede ver en estos días la exposición «La teoría como acción» de Oscar Masotta (1930-1979), el intelectual argentino reconocido en los años 60 y 70 que introdujo el psicoanálisis de Jacques Lacan  en Latinoamérica y España.En momentos de grandes cambios históricos, Freud siempre está al abasto.

La base principal del legado artístico de Masotta fue como agitador al introducir y explorar paradigmas teóricos como modos de intervención política emancipadora.  Formó parte de una vanguardia artística argentina de aquel momento con grupos como el Arte de los Medios, liderado por Eduardo Costa, Roberto Jacoby y Raúl Escary, cuya obra fundacional fue lo que llamaron los «anti-happenings». ¿Cómo los describían? Pues, como un evento que no se ha producido y que se materializa no por lo que es, sino por la circulación en los medios de masas.

Masotta declaraba en 1967: «Algo cambiaría: de crítico, o de ensayista, o de investigador universitario, me convertiría en happenista. No sería malo -me dije- si la hibridación de imágenes tuviera al menos como resultado intranquilizar o desorientar a alguien».

Los «anti-happenings», acontecimientos no acaecidos difundidos masivamente, serían en cierto modo similar a las «fake news» de ahora, de la era de la llamada posverdad (en la que los hechos objetivos pierden valor a favor de las creencias personales y emocionales). De hecho, la desinformación siempre ha existido: en los frentes de batallas, en las comunicaciones oficiales y gubernamentales, en momentos de conflictos políticos y sociales, cuando interesa desorientar al adversario, cuando se requieren apoyos o cuando se desea reprimir la disidencia.

La manipulación y distorsión de las imágenes, de los contenidos, de los significados de la realidad que se difunden como noticia no son risa, aunque a veces lo parezcan, y pueden hacer mucho daño. Uno de los ejemplos históricos más académico es la invención inicial de la guerra hispano-estadounidense en 1898, que acabó siendo real; la famosa guerra de Cuba, en que España perdió su colonia. Y aquí estamos, en este nuevo panorama periodístico, en el que discernir lo que es verdad o mentira se ha convertido en una tarea a veces compleja, cuya repercusión mayor es la obstaculización del libre debate de las cuestiones públicas y que además erosiona la democracia en sí.

Las autoridades, como es el caso de la Comisión Europea, se limitan a pedir una autorregulación del sector, es decir que sean las propias empresas Facebook, Twitter, Google, que tomen medidas, con un batallón de fact-checkers (verificadores de datos) para contrastar la noticia. Un 83 por ciento de los europeos consideran que las «fake news» son un peligro real para la democracia.

El primer paso lo ha dado Facebook. Mark Zuckerberg, ante el descrédito y las presiones que pedían que  se hiciera algo sobre la privacidad y la falsedad informativa, anunció que la torre Agbar de Barcelona acogería su sede para combatir las «fake news». Facebook ya tenía una empresa de filtraje de su contenido en Berlín, pero ahora será una subcontratada austríaca Competence Call Center quien filtrará los contenidos violentos, pornografía y otros abusos.

Poco o nada se ha dicho sobre su estrategia para abordar las «fake news», una vez se instalen en el centro que albergará este edificio emblemático de Barcelona, en lo que se ha considerado una operación inmobiliaria de gran calibre. El edificio debía albergar la Oficina Europea del Medicamento, pero no obtuvo el aprobado.

Las noticias falsas tienen un gran impacto no sólo en las actitudes y en los comportamientos de la gente, reforzando los sentimientos y los resentimientos, sino que por otro lado crean un escepticismo generalizado. Ponen la «duda» encima de todo. La mente de la audiencia se ofusca en busca de la certidumbre, con lo que aumenta la necesidad y la obsesión por las pruebas que fomenten un debate reflexivo sobre lo que sucede.

Nadie quiere pecar de ser el ojo orwelliano, y menos si lo que se abandera es un derecho fundamental como es la libertad de expresión. De hecho, según decía el filósofo y economista británico John Stuart Mill, la libertad de expresión es esencial para el descubrimiento de la verdad. Los juristas estadounidense Oliver Wendell Holmes Jr. y Louis Brandeis, acuñaron el término «mercado de ideas» (la verdad de una idea se revela en su capacidad de libre circulación en el mercado). Pero también existen sus límites, como ya expuso en el siglo XIX,  J. Stuart Mill,  con su «principio de daño»,  y que recogió el filósofo legalista estadounidense Joel Feiberg en su «principio de ofensa».

Las «fakes news» se extienden como la pólvora en las redes sociales (un 70 por ciento mayor de poder de difusión respeto a las noticias veraces, según el MIT),  y su efecto nocivo puede implicar la ruina y el descrédito de una persona, una empresa, un candidato, un presidente, una marca, una ciudad, un país, etc, etc o provocar un conflicto o controversia irreversible. Pero los medios tradicionales no están libres de culpa, pues, en muchas ocasiones también cooperan con la causa, haciéndose eco de la falsedad noticiosa de Internet.  Esto hace que al día de hoy, la «duda» se haya  situado en la mente de la gente, que se ha vuelto escéptica con los medios de comunicación,  que ha abandonado el periodismo de investigación para aupar a los opinadores tertulianos, con la convicción de que la información ya no importa, pues es gratis en Internet.

Pero detrás de la intoxicación que producen las «fake news»  no sólo hay razones políticas o ideológicas, sino también económicas. Crean tendencia. «Lo que veo, me lo creo». Es el poder de la imagen, que despierta emociones y destierra la racionalidad. «Las fakes news» son tramposas, porque se aprovechan de la debilidad y desconfianza de la audiencia, porque juegan con la confusión y desorientación, porque empujan a la polarización de la sociedad, porque muchas veces dependen de los intereses partidarios y empresariales, porque crean inflexibilidad al confirmar las convicciones personales, porque imposibilitan hacer y relatar la historia actual y porque, al fin al cabo, desmerecen el oficio de periodista como informador. «Es más fácil engañar a la gente que convencerla que ha sido engañada» (Mark Twain).

El  llamado «cuarto poder»  (término que acuñó para designar a la prensa el político irlandés Edmund Burke) está en horas bajas en cuanto a credibilidad. Los colectivos de periodistas ya han empezado a alzar la voz y a pedir veracidad y dignidad para los profesionales del periodismo ya sea reporteros o fotógrafos. Que la profesión se está reinventando con las nuevas tecnologías, pues sí. Que los vientos de cambio empiezan a notarse cada vez más. Pues sí. Las «fake news» parecen ser el principio del fin de un modelo periodístico que empieza a considerarse pretérito. Pero vaya a donde vaya el periodismo, como un ecosistema informativo con nuevos modelos de negocios y nuevos paradigmas financieros, debería  tener en consideración su credibilidad. Y esto se consigue solamente apostando por la calidad y la veracidad. Cuando nos ha dejado el máximo exponente del nuevo periodismo, Tom Wolfe, es necesario volver a capturar el espíritu de nuestro tiempo.  Y aunque la objetividad sea difícil (cada uno construye sus propios hechos), la verdad siempre es la verdad. Siempre basada en la realidad.

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