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Loch Raven

Loch Raven, literalmente, significa Lago Cuervo. Me propongo remar en el kayak de orgullosa proa desde el muelle hasta el puente que cruza el lago por la mitad. Sopla un viento amable de norte a sur. Remo contra el viento, orilleando, muy cerca de las bandadas de patos fornidos. No se vuelan al verme y muestran el culito cuando hunden la cabeza para pescar.

Es un viaje de ocho kilómetros, ida y vuelta. A mitad de camino al esbelto puente me pasa un remero que va en un bote sin borda, más ligero que el mío y por tanto más rápido. El remero trata de corregir mi estilo. No alcanzo a decirle que su bote es más veloz porque pesa menos.

Graznan los patos amistosos, nadan los peces en el agua transparente, las palas de mi remo recogen cochayuyos, abundantes en la orilla. Ágiles tortugas huyen apenas pisoteando el lecho, levantan nubes de lodo en el agua que sacia la sed de Baltimore, Maryland, por ahora la tierra y el aire que me acogen y que martirizaron a Poe.

Un pato agita las alas, corre sobre el agua, emprende vuelo. Maravilla aviónica a la que me he acostumbrado.

Mi cuerpo rezuma bloqueador solar, resiste el calor en esta época mesurado pero aún fuerte. Sudo y me hidrato. Llego al puente de hondas zapatas. El otro remero se ha detenido en la orilla este y pesca a la sombra de la columna y de la banda de concreto. Le pregunto si ya tuvo suerte. No. Qué se le va a hacer, no pican los bandidos. Me detengo a dos columnas del pescador, así no cree que le busco charla, y enseguida atravieso la oscuridad que proyecta el puente y encallo en una playa para reposar unos minutos.

Hora de volver. Partida, de menos a más, viento en popa. Curtido en sudor mío y de otros, el chaleco salvavidas me cubre el pecho y parte de la espalda. Tres kilómetros más al sur, llego a una península desde la que se vislumbra el muelle, el destino.

Mis brazos, de nuevo, me han llevado de viaje y piden descanso. He remado el último trecho cerrando los ojos, dormitando durante segundos como cuando toco la guitarra. Debo descansar antes de hacer los mil y pico de metros que me separan de la playa y de mi mujer. Encuentro un lugar ameno, bien sombreado. Enredo el kayak entre las ramas, así no se lo lleva el viento que me refresca entero. Me estiro en la cala del bote hasta quedar semiechado. El chaleco me sirve de almohada, me sostiene la nuca en perfecta posición de reposo. Cierro los ojos y me hundo en el espectáculo de los párpados: qué no veo.

Cantan las aves, chirrían los insectos, graznan los patos, me arrulla el refugio de Loch Raven. Abro los ojos y me cercioro de que el kayak esté seguro entre las ramas, y de que los remos sigan funcionando como pértiga de equilibrista. No sea que me lleve el viento. Por ahora no. El día que me lleve, no sé hasta dónde, ojalá sea en un bote.

Ahora sí me duermo, pierdo la conciencia, sueño con la mujer que me espera en el auto investigando en su teléfono la historia y las leyes de Loch Raven: lo que puedo hacer y lo que no puedo pero hago, como que he atravesado la frontera del puente y encallado en un lugar prohibido para reponerme del esfuerzo.

El ruido incesante de los animales con que vivo, sueño, brisa y sombra disipan el cansancio. Los ojos se abren solos. Ignoro cuánto tiempo he dormido pero me siento fresco como una lechuga. Observo el muelle y la playa de piedrezuelas que me aguarda. Falta un kilómetro, el último de hoy. Mil y tantas paladas y regresaré a la vida de tierra donde extraño el Loch Raven, al que sin duda volveré antes de que caigan las primeras nieves.

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