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Francisco Martínez Pocaterra

Lo que un día fue ya no es

El sufragio, una institución muy vieja (alrededor de dos siglos y medio, si la diferenciamos del voto o «electo» de la antigüedad), adolece de las mismas deficiencias que otras igualmente viejas, debilitadas por el paso avasallante de la contemporaneidad. Su idoneidad para resolver crisis ya no luce tan clara como sí hace medio siglo. Huelga decir que en las últimas dos o tres décadas ha degenerado su esencia al extremo de convertirse en una herramienta más de tiranos y déspotas.

Sin adentrarnos en las disquisiciones que sobre el voto ha planteado Yuval Noah Harari en su obra «Homo deus», la gente, distinto de lo que propone la doctrina sobre el sufragio, no elige racionalmente. Por lo contrario, un caudal de reacciones bioquímicas, nos dice este autor israelí, explotan en la cabeza del elector cuando se encuentra solo frente a su sentencia en el cuarto de votación. Su decisión no es del todo «libre» pues, y está condicionada por un alud de ardides publicitarios que, sin dudas, juegan un rol determinante en el fallo final del ciudadano.

El Brexit fue prueba de la visceralidad del sufragio, y aún más, de la manipulación no de las votaciones, sino de los votantes. Hace 250 años era impensable, y aun inimaginable, pero hoy es una realidad palmaria (y, sin dudas, peligrosa).

No hablamos de la «libertad relativa» de cada quien al momento de votar que refería Maurice Duverger en su libro «Las dos caras de occidente», ni mucho menos, a la inevitable desigualdad de condiciones y oportunidades de los contendores propuesta por este autor en esa obra. Hoy por hoy, la IA se nos anticipa y bien nos conoce, aun mejor que nosotros mismos, para lograr que actuemos de un modo que otros desean y, por ello, podríamos afirmar que la libertad de elección pregonada desde hace más de dos siglos es, en nuestros días (tal vez tanto como entonces), fundamentalmente una ficción.

Sumémosle a esto el hecho de que nuestra sociedad está inmersa en lo que el premio Nobel Mario Vargas Llosa llamó «la civilización del espectáculo». La sociedad contemporánea solo presta atención a lo superfluo, a lo inmediato. Una sociedad embriagada por «likes» y «emojis», por «followers» y «hashtags». Difícilmente se adentra en la búsqueda de razones más allá de lo que pueda leer en Wikipedia o cualquier página de algún influencer predicante de teorías conspirativas descabelladas (como esa que endilga a George Soros una suerte de organización maligna semejante a las de los villanos de las novelas de James Bond o esa versión barata y de mal gusto, El Dr. Evil). Nos dice Harari, y creo yo, acertadamente, que saturada por un enorme alud de información chatarra, la gente ya no logra distinguir lo superfluo de lo profundo… Ha dejado de meditar.

Ignoro si es falso o no, pero existen acusaciones sobre la manipulación del electorado estadounidense para que, en las elecciones del 2016, en lugar de Hillary Clinton, optara por Donald Trump, un candidato más dócil para los intereses rusos (aunque debería decir los de Vladimir Putin). La IA puede acopiar y procesar datos personales (recogidos de las páginas de las redes sociales, donde ventilamos nuestras vidas sin pudor alguno y gratuitamente para los grandes mercachifles de la información) y, de ese modo, «sugerirnos» como votar. Sobre todo a esas personas desinteresadas por las profundidades ontológicas del voto, de la doctrina política y del propio ser humano, que se cuentan por miles de millones.

El voto puede ser pues más que una herramienta para dirimir diferencias dentro de un orden democrático, un instrumento perverso para legitimar y robustecer órdenes autocráticos y totalitarios. Creer lo contrario supone negar los riesgos y retos de la contemporaneidad.

Si bien no hay, por los momentos, un mecanismo mejor, también lo es que la existencia de instituciones, más que condiciones, resulta esencial para la eficacia del sufragio, para que este sea en efecto expresión de lo decido en las urnas, así como para hacer valer el Estado de derecho, aun si atenta contra una «decisión soberana», como lo es, por ejemplo, aceptar legislaciones francamente contrarias a derecho, cuyo mejor exponente son las leyes de segregación racial aprobadas en Núremberg, el 15 de septiembre de 1935.

El nazismo, en efecto, llegó al poder gracias al fanatismo nacionalista alemán y al descontento general del pueblo alemán frente al fracaso de la República de Weimar, pero fue, ciertamente, el fanatismo ciego y visceral lo que hizo el triunfo de Hitler posible, y no una decisión meditada de los alemanes. Ya sabemos cómo acabó todo.

Casos sobran en la historia. Chávez fue, sin dudas, uno de ellos. También lo fueron Mussolini y Perón. Recientemente, en las elecciones estadounidenses del 2016, la opinión sesgada por medios invasivos, sea Fox News o la intervención de hackers rusos, y un discurso destinado a exaltar más la visceralidad que la razón del elector, llevaron a Donald Trump a la Casa Blanca aun cuando era obvia su falta de temple político para el cargo.

No podemos endilgarle propiedades mágicas al voto. No las tiene. Ha sido desde siempre una herramienta útil para tomar decisiones y dirimir diferencias, pero, en todo caso, se cimienta sobre instituciones que aseguran su eficacia. No es pues, que las elecciones resuelvan crisis, sino que el cambio del status quo y su eventual solución por otros medios, pacíficos o no, permitirán elecciones eficaces.

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