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esteban ierardo

Lo que alguna vez fue ir al cine

Hoy solemos ver una película o una serie, cómodamente, en nuestra casa. Una pantalla nítida, colores brillantes, buen audio, una suerte de cine doméstico en miniatura. Además, podemos detener lo que estamos viendo, para ir al baño o contestar un mensaje y seguir. Por un control remoto, está a nuestro alcance interrumpir y repetir secuencias.

Ese modo de ver contemporáneo es también un acto privado, solitario o en pareja. Esta agradable visión en casa desde los tiempos del video-casete, luego el DVD, y ahora las plataformas de streaming, escamotea la dimensión más importante del cine que, en definitiva, es su percepción en el espacio ambiental de una sala. En el acto cinematográfico es esencial la labor de los cineastas y los actores, la realización, la producción y la distribución, pero también el espectáculo del cine como experiencia central.

Hoy seguimos acudiendo a las salas que ofrecen estrenos o reposiciones. Pero esta acción ya no tiene el mismo significado que cuando la única manera de acceder a las películas era a través del ir al cine, en el tiempo pre-streaming online. Ese carácter único se ha desvanecido. O solo subsiste de forma débil o contaminada por las otras formas paralelas de visionado de los films. Por eso nos referimos a la experiencia de ir al cine como parte de un pasado perdido, al menos en toda su intensidad de otrora.

Entonces, frente a la pantalla de la sala de cine, primero en oscuridad, y luego iluminada por constelaciones de animadas figuras, se iniciaba la magia de trasladarse a otros tiempos, otros lugares; un viaje compartido por todos en la sala, desde nuestro ámbito conocido hacia los otros mundos propuestos por la particular mezcla de técnica y arte.

En lo personal, recordar el rito perdido de ir al cine nos retrotrae a cuando éramos muy pequeños. Estábamos, entonces, frente a la televisión. Se transmitía un informe periodístico. Su tema eran las opiniones de los espectadores que salían de cines de la ciudad de Buenos Aires, luego de ver el estreno de El exorcista, en 1973. A pesar de todo el tiempo pasado, recordamos la vívida impresión de terror que provocó a las personas consultadas la historia inspirada en la novela de William Peter Blatty, dirigida por William Friedkin, y protagonizada por la inolvidable Regan, interpretada por Linda Blair. El impacto de los conjuros del padre Merrin, en la piel de Max Von Syow, cuando intentaba exorcizar a la poseída, no hubiera sido tan intenso en medio de interrupciones, ruidos hogareños, y avisos de mensajes de WhatsApp, ascensores subiendo y bajando, o el mecánico rumor de automóviles infiltrándose por ventanas entreabiertas.

O también nos asaltan los recuerdos cuando, entusiasmados, visitábamos la mítica calle Lavalle, la calle de los cines en esta ciudad frente al más ancho río que parece un mar. Tantas películas, o documentales… Recordamos como si fuera ayer, el estreno de Recuerdos del futuro de Erich von Daniken, que en ese entonces nos fascinaba sin las sospechas críticas que luego cobijaríamos respecto a las supuestas intervenciones extraterrestres en la antigüedad.

En las funciones de cine de antaño, las películas podían ser muy extensas. Como el Doctor Zhivago (1965), de David Lean, con Omar Sharif y Julie Christie. Este film, inspirado en una novela de Boris Pasternak, estaba dividido en dos partes, con un intervalo. Esa interrupción permitía los anuncios de golosinas por el acomodador que primero había chequeado las entradas; y que, por una módica propina, con linterna en mano, con amabilidad y discreción, guiaba a las personas entre corredores y asientos, para encontrar su debido lugar en la caverna mágica, si se llegaba luego de empezada la función. Y a veces la cinta en los proyectores de las viejas películas se cortaba. Se apagaba la imagen. Se iniciaba entonces una espera prudencial. Entonces, si la pantalla no revivía oportunamente, estallaban los silbidos y abucheos.

Aún antes, las funciones consistían en dos películas precedidas por un noticiero, y otras variedades.
Pero el ritual de ir al cine tenía varios costados.

Ir a la sala del cine suponía una experiencia ritual. Para comprender esto hay que recordar, primero, lo ritual originario. En el horizonte arcaico, en las culturas antiguas o “primitivas” en cuanto a que “primeras”, el rito, como siempre nos recuerda Mircea Eliade, es experiencia de salto de un nivel de existencia a otro; un pasaje desde el murmullo de lo cotidiano y profano hacia lo sagrado y extraordinario. El ritual, en su esencia originaria, es entonces el pasaje de lo conocido y decolorado hacia lo intenso y radiante.

De forma semejante, el ir al cine era una práctica inconsciente de repetición de un pasaje o tránsito desde las angustias y rutinas en el mundo exterior hacia un ser en otra parte dentro de la intimidad de la sala.

Ir al cine como experiencia de pasaje era también un regreso simbólico a los orígenes cavernarios. Esto podemos entenderlo si acudimos a Werner Herzog… El aventurero cineasta alemán, en su famoso documental La cueva de los sueños olvidados (2011), filmó los dibujos en piedra más antiguos de la humanidad en la cueva de Chauvet, Francia. Bisontes, osos, lobos eternizados por gruesos y nítidos trazos.

Muchos son animales dibujados uno después del otro como si simularan una sucesión, como si se hubiera buscado una ilusión óptica de movimiento. Esa sensación quizá era acompañada por eventuales relatos de historias de caza por chamanes del paleolítico. Esto quizá generaba, en un público dentro de la cueva, la impresión de movilidad; un cine por las imágenes en piedra, al tiempo que fluía un relato y el poder evocador de la palabra. Un proto-cine en un lugar otro cavernario. Esta tesis es la de Marc Azéma, cineasta y doctor de Prehistoria de la Universidad de Touluse.

Ir al cine, entonces, como un regreso, sin pensarlo, sin comprenderlo, al origen, por la intimidad de la sala devenida continuación simbólica de la profunda y misteriosa caverna del principio, en tanto lugar diferente a lo visible, inmediato y cotidiano.

Por su parte, en su libro de ensayos Ballaciner, el premio nobel de literatura J.M.G. Le Clézio, concibe que el proyector de cine, la sala, la pantalla, componen una suerte de atmósfera visionaria. La sala en la que se difunde la oscuridad remite a la noche, y la luz del proyector funge como sol que ilumina la luna de la pantalla, de cuya lisura brotan otros mundos.

En el ir a la sala de cine, algo de estos procesos inconscientes, olvidados, simbólicos, se derramaban en el espectador moderno; que en algún resquicio de su sensibilidad añora la magia que el cine proporciona como viaje visual hacia otro tiempo y otro lugar.

La intensidad ritual de ver cine en un espacio en oscuridad y recogimiento, es experiencia posible no solo para el espectador de lo creado por los cineastas, sino también para ellos mismos… Como es el caso de Ingmar Bergman. El director sueco de El séptimo sello, El manantial de la doncella Fanny y Alexander, tenía en la isla de Fårö, su refugio y hogar, en el mar Báltico, a casi 300 kilómetros de Estocolmo. Allí, en un granero montó una sala para una repetida experiencia ritual de inmersión en la imagen fílmica. Todos los días, a las tres en punto, en su cine privado, Bergman se proyectaba a otros tiempos y espacios, generalmente mediante viejas películas clásicas en blanco y negro.

En algún momento del siglo XIX, el gran pintor paisajista romántico Kaspar David Friedich había acondicionado su taller para que la contemplación de una de sus pinturas tuviera un realce ritual. Para llegar hasta la imagen pintada, primero había que recorrer, lentamente, un corredor en penumbra. De forma semejante, el cineasta escandinavo se zambullía primero en la oscuridad compacta de su improvisada sala de modo que, de a poco, sus ojos se habituaban a la nueva situación, hasta que la imagen en la pantalla se mostraba con una luminosidad acrecentada.

Pero ir al cine no suponía solo un revivir las potencias del paso de lo oscuro a la luz, como si se tratase de la sucesión de la noche de lo invisible hacia la claridad solar del día. El acudir a la sala implicaba también el tácito acuerdo en compartir una experiencia con desconocidos. El público. La congregación de los espectadores. Un acuerdo grupal, en principio, para entretenerse y escapar de las presiones diarias. Pero también, en algún punto, renacer por un momento siquiera, en la sorpresa, lo distinto y otro.

Ir al cine no se agotaba en la contemplación compartida dentro de la sala. El efecto de lo visto continuaba en las charlas de café, sobre el sentido de la película, sobre sus pormenores o trasfondo. La gimnasia de diálogo sobre otras psicologías, otros lugares, otros momentos del tiempo o geografías del espacio, que de una u otra forma enriquecían al espectador.

Todo lo dicho no puede negar también el eventual uso del cine para adoctrinar, para inducir orden y control, o el puro olvido de la realidad asfixiante. Pero esto no podía extinguir las otras aristas de la experiencia ritualizada del ir a la sala de cine; y tampoco podía anular la indirecta enseñanza de otros modos de ver a través de los grandes hacedores del cine de arte (como Bergman, ya mencionado, o Tarkovsky, o Visconti, por ejemplo); o incluso del cine que podía narrar lo común, pero deslizando el ojo hacia una percepción artística y extraordinaria (como en Orson Wells, Coppola o Kubrick).

El ir al cine era entonces pasaje ritual a otros tiempos. Espacios. Mundos. A otros modos de la mirada. A un acto colectivo o compartido. Y a un posible religarse con las propias emociones, que las historias, el modo de su filmación y el impacto de la música del cine, genera en los espectadores.

El ir a la sala del cine, al ser recordado mucho después, es un inevitable salto nostálgico hacia la propia infancia, como un tiempo perdido. Es el caso del Salvatore de Cinema paraíso, de Giuseppe Tornatore. Cuando era niño, a Salvatore lo llamaban Totó. Un modesto cine pueblerino, de Giancaldo, Sicilia, Alberto le ensenó el arte del manejo del proyector. Para Salvatore, Alberto se convirtió en una suerte de figura paterna.

Alberto quedó ciego. Salvatore siguió su camino. Su amor por el cine lo convirtió en cineasta. Y un día lo llaman para decirle que Alberto murió, y que dejó un carrete de película para él. En Roma, curioso, Salvatore proyecta esa cinta. Cubierto de lágrimas, ve una secuencia que Alberto había editado para él: los besos apasionados en el cine que la censura había cortado en su momento.

Alberto había conservado y pegado cada beso, antes cortado, como una suerte de legado, como testimonio de la fuerza emocional y ritual de ir al cine, que es parte de lo perdido. Pero que hoy nos recuerda que el cine es más que entretenimiento, pochoclos y persecuciones de autos, es un lenguaje que, cuando es percibido en lo que tiene de arte, nos permite ir más allá de nosotros mismos. Ese momento cuando los ojos se agrandaban en la sala, cuando la luz brillaba en la oscuridad.

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