A mediados de los años cincuenta, los jóvenes críticos de Cahiers du Cinéma, encontraban en el trabajo de otro joven francés, alguien a quien llamar autor después de Jean-Pierre Melville: Roger Vadim, quien en 1956 dirigía la obra “Y Dios creó a la mujer”, protagonizada por su esposa, Brigitte Bardot. Román Gubern la llama femme-enfant y comenta que es solo parte de un linaje de mujeres-niña que parecen extraídas de los retratos del pintor Jean-Gabriel Domergue y que inició con la señora de Fairbanks, Mary Pickford, seguida por Carroll Baker en Baby Doll (Elia Kazan, 1956) y que muy pronto encontraría su lugar, en el imaginario cinematográfico en la voluntad del joven Stanley Kubrick, en Lolita (1962).
La historia comienza por el final. El profesor inglés Humbert Humbert (James Mason) ha llegado a la casa del magnate de Hollywood Clare Quilty (Peter Sellers) armado para enfrentarlo, pues sabe que estuvo con Lolita. Se da el enfrentamiento y Kubrick cuenta entonces qué nos llevó a semejante desenlace, cuatro años atrás. Humbert está en los Estados Unidos, es escritor y va a dar clases en una universidad americana. Llegó a alojarse en casa de Charlotte Haze (Shelley Winters), quien vive con su hija de 14 años, Dolores (Sue Lyon). Humbert queda prendado de la joven en el instante en el que la ve. A partir de esto seremos testigos de una historia de amor y obsesión.
Las escenas más interesantes visualmente son aquellas que parecen tener la mano del director, no la del guionista, como la del juego de ping pong entre Quilty y Humbert, la muerte de Quilty a través del cuadro de una joven, Humbert recibiendo el pésame de los vecinos en la bañera, el juego de manos entre Humbert, Dolores y Charlotte en el autocine; la escena de comedia slapstick, en la que el empleado del hotel y Humbert intentan armar la cama extra sin que Dolores se despierte; el pie de Lolita en los créditos iniciales y, sobre todo, aquella en la cama en la que Charlotte le informa a Humbert que enviará a Dolores a un internado; en una mesa de noche está el retrato de la chica, en la otra, el viejo revólver del difunto marido de Charlotte. Se hacen visuales los conflictos en unos pocos segundos con la puesta en escena. Es sabido que el guionista, Vladimir Nabokov, entregó un guión que daba para una película extraordinariamente larga, por lo que Kubrick tuvo que recortarlo.
Luz de mi vida, fuego de mis entrañas
Hubo asuntos ineludibles en el proceso de realización de Lolita para ambos hombres, Kubrick y Nabokov, como la censura de la Legión Católica de Decencia. Kubrick declararía más adelante que su único aspecto criticable es que la relación, la obsesión erótica, sexual, limitada entre Humbert y Dolores a miradas y alusiones, no le permitió que fuese inesperado revelar, en esa escena en la que vemos a Lolita desmejorada y en estado, que Humbert está enamorado. Sin embargo esto podría haber llegado a jugar a favor de la película. En la versión de 1997, a cargo del director Adrian Lyne (Nueve semanas y media, 1986), la censura no preocupa a nadie y la Lolita es casi inverosímil por la niñez forzada a través de muñecas, moños y trenzas afortunadamente ausentes en la versión de Kubrick. Lolita (en ambas versiones) estaba -en cambio- enamorada del depravado Quilty y la ligereza de su relación con Humbert pareciera que obedece a que ella sabe que será pasajera.
Y es que en la versión de Lyne la obsesión del profesor (Jeremy Irons) está justificada por la muerte de Annabel, una novia que tuvo cuando contaban catorce años, quien murió repentinamente y a quien la versión de Kubrick omite. Lolita es entonces para este Humbert, una construcción más cercana a la fantasía que a la Dolores real –se podría imaginar a Jimmy Stewart como Humbert, persiguiendo a Lolita como a Kim Novak en Vértigo–, y esto hace de la escena de la confesión de su amor ante una Lolita en estado, algo menos poderoso que en la de Kubrick, donde la obsesión de Humbert no tiene asidero, es obsesión pura; algo que al obsesivo Kubrick debió parecerle fascinante. Sabemos que las llamadas lolitas del mundo son infantiles, pero maduras a los ojos del que se obsesiona con ellas. La biología no niega la madurez corporal de Lolita y mucho menos la de Humbert, cuarentón. Mas la infantilización, ineludible y comprensible en el caso de la lolita (sea Brigitte, Baby Doll o etcéteras), es en Humbert pulso de nuestros tiempos. Obsesivo, celoso, impulsivo, casi trágico, soporta desprecios, condenas; se desgarra las vestiduras. Humbert ama adolescentemente porque también es infantil, casi como el objeto de su obsesión. ¿Y cómo ofrecerle resistencia a la nínfula si no se tiene voz?