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Leopoldo Gonzalez Quintana

Llevar a un país a la ruina

México es un país único y singular en el mapa de las Américas, que a veces ha sido luz y en ocasiones obscuridad de sí mismo.

México ha sido obscuridad de sí mismo cuando ha extraviado su ruta o perdido el enfoque de su propio horizonte y grandeza, al tolerar injerencias omnímodas del exterior, consecuentar el abuso de poder y soportar vejaciones de dictaduras de horca y cuchillo.

Incluso, hay un subconsciente autoritario que conduce a los pueblos no sólo a desarrollar una íntima identificación con sus verdugos, sino a adorarlos ciega y acríticamente, sin pensar en el grave retroceso histórico que ello implica.

México comenzó a madurar como un ser colectivo, cuando abandonó el conformismo y la actitud infecunda de maldecir la oscuridad para dedicarse a abrir filtros y sendas de luz en su propio beneficio.

En esa historia única y grandiosa que ha sido la historia de México figuran la rebeldía indómita, el rechazo a cualquier forma de ninguneo social, combatir intentos de opresión silenciosa o institucional que ahogan la dignidad y, en el extremo, hacer de “la convulsión -como vio Octavio Paz- nuestra forma de crecimiento”. Todo esto podría sintetizarse en una expresión: el pueblo de México es comodino y aguantador, pero sabe rebelarse frente al atropello sistemático del abuso de poder.

Nuestro país vive hoy un momento plástico, no exento de riesgos y grandes peligros. Es una coyuntura que podría ser definida de este modo: es de absurdo, de incertidumbre y obscuridad, porque nada en el país indica una mejoría sensible y medible, pero es el peso de ciertas minorías clientelares el que sostiene a un gobierno fundado en el error, el capricho, la necedad y la obcecación.

La pregunta “¿en qué país estamos, Agripina?”, que formula al viento uno de los personajes de Rulfo, con toda la carga de desolación y dramatismo que conlleva, podría tener su equivalente literario en la pregunta que hizo uno de los personajes de Mario Vargas Llosa, si no mal recuerdo en la novela “Conversación en la Catedral”, en la que con sólo preguntar “¿en qué momento se jodió el Perú?”, dibuja la crisis de rumbo y el desaliento de encrucijadas que marcan al México de hoy.

Una transformación en un sistema democrático es compleja, de larga duración y frecuentemente traumática, cuando la política es un arte que colinda con la alfarería. Decir que sustituir un régimen democrático por uno dictatorial es una transformación de época, es no saber lo que se dice: las dictaduras son un vómito negro en la historia de los pueblos.

Engolar la voz para afirmar que un estado militarista es una bendición de la historia, es algo más que terrible ceguera e irresponsabilidad: es una temeridad, cuyo tamaño la propia historia ha de juzgar y medir un día.

Cuando alguien ve luz en cerradas madrigueras de oscuridad, conviene preguntarse si esa luz que alguien ve no son los ojos de un coyote, los de un lobo o los de un crótalo reptante. Más vale saber -racionalmente- qué es aquello a lo que algunos llaman luz, porque los casos de debilidad y tortícolis visual abundan hoy en día.

Claro, en todo esto cabe la subjetividad de un punto de vista diferente, que podría ser válido a condición de que se exprese no visceral, sino racionalmente, porque lo que importa de un punto de vista no es sólo el enfoque en sí mismo, sino lo que da soporte y verosimilitud a la opinión.

Me temo que México, en estos años, ha caído en un bache de obscuridad que hace décadas no veíamos, no sólo porque el prejuicio y el estigma son la piedra de toque del clima de polarización adueñado del país, sino por la verificable renuncia a pensar y a razonar que ha puesto en vilo a nuestra generación.

En días de tiempo nublado, se extraña y es de extrañarse con legítimas razones la actividad y el pensamiento crítico de que tanto se ha hecho gala en el piso social, a la altura de la intemperie civil. Donde se ocupa la crítica y sin embargo no se ejerce, no hay nada que pueda remplazarla.

He escuchado a Gustavo Petro, el recién estrenado presidente de Colombia, una opinión de rufián que condena a los pobres a eterna pobreza, porque, según él, no deben tener aspiraciones y querer acumular más es casi un pecado, porque cuando llegan a tener lo que su esfuerzo y talento les permiten -dice Petro- “se vuelven de derecha y de ultraderecha”. Por tanto, la “idea” de Petro es convertir al mundo en una confederación de cofradías de la pobreza franciscana, para que el globo terrestre siga siendo de “izquierda”. ¿Imagina usted la chatez de pensamiento de este señor? Kafka podrá sentirse orgulloso en el más allá, cuando en el más acá se le rinden tantos homenajes involuntarios.

México y Latinoamérica viven uno de los peores momentos de su historia. El desenlace de la coyuntura actual es aún incierto. Lo que sí se sabe es que el tiempo nublado tardará en disiparse todavía un poco más.


Pisapapeles

Quizás el despertar de México es una nota que subraya y da colorido a nuestro terco surrealismo.

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