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Toni Garcia Arias

Libertad de expresión o el totalitarismo de la ignorancia

Dice el economista estadounidense Thomas Sowell que “no hay una forma más estúpida de tomar decisiones que ponerlas en manos de personas que no pagan ningún precio por estar equivocados”. Aprovechando esta frase, hoy voy a hablarles de un tema que me preocupa. Y me preocupa porque cada vez hay más. Estoy refiriéndome a los necios. Sé que hablar de los necios puede causar cierto rechazo, por eso de que hay que respetar a todo el mundo y ser políticamente correcto. Y, efectivamente, todas las personas son respetables, pero sus opiniones-en cambio- no tienen por qué serlo.

Para que sepan de lo que estoy hablando, les diré que los necios son esas personas que hablan sin tener conocimiento de causa. O, directamente, sin tener conocimiento. Como los necios son profundamente ignorantes, no dudan, lo cual los hace muy peligrosos. Hace unos cuantos meses, por ejemplo, publiqué un artículo donde criticaba el bilingüismo en las escuelas españolas. Advertí que, tal como estaba diseñado, sería un completo desastre -como efectivamente está siendo- y expuse que -en lugar de invertir tanto dinero en introducir el bilingüismo- el gobierno debería fomentar el español en el extranjero, la segunda lengua en el mundo con mayor número de hablantes como lengua materna. Escribía en aquel artículo sobre la importancia de nuestra lengua desde el punto de vista económico y, sobre todo, cultural, cuya riqueza es enorme, y criticaba que estuviese tan discriminada en instituciones internacionales y en locales –hoteles, restaurantes, etc.-, donde se traducía antes al francés o al italiano que al español. Pues bien, uno de esos necios que pululan por el mundo escribió un comentario sobre aquel artículo diciendo que deberían prohibirme escribir en un periódico -toda una muestra del totalitarismo propio de los necios- aduciendo que aprender inglés era importante porque –increíble- él tuvo que emigrar y para emigrar había que saber inglés, como si el emigrar fuese la finalidad de un individuo. En lugar de exponer su opinión, este palurdo escribió que yo no sabía lo que era emigrar -a mí, que procedo de una familia de emigrantes y que vivo a mil kilómetros de donde nací-. Así, sin conocer nada de mí, este individuo se permitió el lujo de expresar su absurda y estúpida interpretación de quién soy rajando mi vida de arriba abajo con total impunidad. En un par de líneas, insultó a los millones de personas que opinan como yo sin despeinarse. A mí, en cambio, su música me parece una mierda –con perdón de la expresión- pero no le niego el hecho de poder seguir difundiéndola.

Hace unas semanas, mientras paseaba por la fábrica de Schindler en Cracovia, estuve sacando fotos a la exposición, la cual es maravillosa. En un momento, me saqué una foto en un pasillo repleto de banderas nazis -igual que antes me había sacado una foto junto a un traje militar polaco o a una vitrina llena de armas alemanas-. Después de sacarme la foto, una española que venía detrás de mí -sin saber que yo era español- le comentó a su amiga “sacarse una foto con la bandera nazi me parece…” y no dijo más. No dijo más porque, posiblemente, el tema de los adjetivos no lo llevara bien, como la gran mayoría de españoles, que subsisten a base de frases hechas y latiguillos del tipo “ya te digo”, “vaya marrón”, “lo siguiente”, “en plan”, “qué subidón”, etc. Y es que España es, irónicamente, el país donde peor se habla el español. Pues bien, a esta mujer, el que yo me sacase una foto con la bandera nazi le parecía no sé qué (la cruz que llevo colgada a mi cuello no deja de ser un instrumento de tortura y asesinato de la época romana y, sin embargo, a esta mujer mi cruz no le pareció nada). Seguramente, esta mujer no ha conocido a ningún superviviente de Auschwitz -como conocí yo- ni a ningún suboficial alemán de la época -como conocí yo-, ni sabrá que la esvástica apareció ya hace once mil años pero, aun así, mi foto le parecía no sé qué. Evidentemente, si yo me hubiera sacado una foto con la lengua de fuera en plan selfi o con los dedos haciendo la señal de la victoria, entendería la crítica, pero esta mujer no sabía nada de mi vida para juzgar ninguno de mis actos. Sin embargo, el totalitarismo de su necedad se lo permitió. Si allí había algún nazi, en cambio, sin duda era ella, porque juzgó y discriminó sin saber, basándose en su desconocimiento y su propio criterio absolutamente limitado.

Todos juzgamos, es cierto. Juzgar es algo innato y propio de cualquier individuo y de cualquier sociedad. Pero hay quien juzga según unos criterios objetivos (una persona tira una lata a la calle y, por tanto, es un mal ciudadano, además de un cerdo) y quien juzga y sentencia según sus opiniones y criterios personales (a quienes están en contra del bilingüismo hay que prohibirles escribir, quien se saca una foto con una bandera nazi es un nazi o la raza blanca es superior a la raza negra).

Aunque pueda parecernos intrascendente, la necedad es tremendamente peligrosa, porque es el arma fundamental del exterminio intelectual y cultural de cualquier sociedad, y el exterminio intelectual y cultural es el inicio de cualquier otro tipo de exterminio. Por eso, debemos ser más beligerantes con los necios, porque –como estamos comprobando- poco a poco están alcanzando mayor cota de poder, y esa extensión de la necedad en el mundo puede ser el principio de nuestro propio fin.

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