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El lenguaje arranca al hombre de los códigos deterministas

En un artículo de junio de 1993, titulado La indefensión de las palabras y publicado en el número 199 de la revista Vuelta, el poeta venezolano Guillermo Sucre se escandalizaba de una intelectualidad que había hecho «lo posible y lo imposible por abrirle camino a la conspiración militar, adoptando sus mismos argumentos, sustentando sus mismos objetivos y, por tanto, justificándola». La lucidez del poeta no acababa allí, sino que cobraba visos proféticos: «Si hasta ahora no han llegado a legitimarla públicamente del todo, es por la sencilla y muy pragmática razón de que no ha triunfado. Pero para hacerla triunfar se han valido impunemente de cuanto una democracia les ofrece, y aun con privilegios».

Se quejaba Sucre de la indefensión de las palabras, de cómo habían sido y son pervertidas, de que se escribiera y hablara con tanta desvergüenza, y en un fogonazo de esa concisión propia del verbo poético, Sucre Figarella espetó a la máscara de aquellos Notables –que ganaban para sí la apreciación de inmorales hasta por el estilo que les reservó Ajmátova– una frase que desde entonces no ha dejado de habitar y conformar la memoria de los escritores aún dignos: «Hemos perdido el sentido viril de las palabras».

¡Qué oportuno recordarlo hoy, precisamente! «Se esfumaba una red de palabras / como una dinastía de sal», escribió Guillermo Sucre en De los viajes y el regreso. La misión de un poeta, si es que eso existe, no puede ser el maridaje con quienes silencian la palabra desde el poder.

Y podríamos elucubrar que las palabras han perdido su sentido viril porque el pensamiento ha preterido su fecundidad. No hay modo de que el pensamiento se fecunde a sí mismo y fecunde a la cultura cuando yace prosternado ante el poder, sea de la índole que sea, pero de forma aún más ignominiosa cuando baja la testuz ante el poder totalitario. La escritura no puede ser una patente de corso para simular la realidad e insultar la inteligencia.

Puedo separar al poeta de su poesía a la hora de hacer crítica literaria, pero no puedo separar al poeta de su poesía cuando pretendo hacer filosofía de la cultura. En este sentido, todo texto constituye un producto de la conciencia humana y, por tanto, me sirve como elemento de reflexión filosófica en la que el actor intelectual y su obra construyen un valor o antivalor cultural.

En Lenguaje y silencio, Steiner advierte sobradamente sobre los peligros que entraña el abandono de la palabra: «El lenguaje es el que arranca al hombre de los códigos deterministas, de lo inarticulado, de los silencios que habitan la mayor parte del ser». Las tiranías instauran el determinismo de un pensamiento único, la articulación de un criticismo eunuco y el silencio amordazado con palabras traicionadas. Podría decirse que el lenguaje salva la civilización. Y el silencio que imponen los funestos termina siendo, como dice Steiner, un silencio «desesperado por el recuerdo de la palabra».

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