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Para leer: La cultura bajo acoso de María Elena Ramos

La autocensura como resultante de vivir dentro de una situación de persecución es la estrategia más común para quienes laboran en ella. Es por eso que en La cultura bajo acoso, publicado en Caracas por Artesano Editores, la autora ya desde la introducción nos pone sobre aviso, acerca de los parámetros puestos a fijar su denuncia del acorralamiento que sufren en Venezuela tanto las instituciones culturales como sus trabajadores, críticos y artistas. “El miedo, la insensible pero progresiva pérdida de autonomía profesional y de conciencia, la resignación, la aceptación de lo no aceptable o, peor aún, la tolerancia de lo intolerable, la censura y la autocensura, el autoacallamiento” (6) adquieren, pues, en estas páginas visos de urgencia, hoy cuando los espacios donde debería privar la libertad de acción han sido tomados por quienes controlan, manejan e imponen sus doctrinas desde Miraflores.

María Elena Ramos se refiere concretamente a la realidad de los museos, pero sus reflexiones pueden perfectamente extrapolarse a la vida nacional en general y a los demás organismos culturales, ya sean editoriales, universidades, conservatorios, publicaciones, televisoras, emisoras radiales y teatros dependientes del sector público. Ello ha llevado a la institucionalización de una cultura paralela, financiada por el sector privado, para que sean las fundaciones, bancos, galerías, medios de comunicación y grupos autónomos quienes tengan entre sus manos la responsabilidad de informar verazmente y mostrar la obra de los creadores, sin que exista el adoctrinamiento demagógico ni la injerencia estatal en sus políticas internas.

Esto, no obstante, tampoco garantiza que dichos canales de promoción, distribución, comunicación y exhibición estén libres de presiones externas. Muchos son los casos de hostigamiento a empresarios, periodistas, críticos, escritores, curadores, directores, autores, pintores y músicos, quienes se ven forzados a pactar con el Estado para mantener una cierta independencia, so pena de quedarse sin insumos, líneas de crédito, locales o sedes, tal cual ha ocurrido con instituciones de gran tradición en el país como el Ateneo de Caracas y Radio Caracas Televisión.

“En estos últimos años se ha venido haciendo evidente en el medio museológico un progresivo debilitamiento de la función intelectual, expresado en incapacidad de visión para (…) hacer frente a las arbitrariedades que se producen en su área”, precisa la autora, al referirse a la decisión de aglutinar el conjunto museístico en una sola Fundación, con objeto de restarles autonomía y centralizar las políticas de exhibición y adquisición de obras. Algo que atenta gravemente contra la calidad de las muestras y las colecciones, patrimonio de la nación, muchas veces adquiridas a muy bajo precio o como generosas donaciones de artistas y coleccionistas quienes veían en el Museo de Bellas Artes, la Galería de Arte Nacional y el Museo de Arte Contemporáneo, para nombrar solo algunas, instituciones punta a nivel continental.

A través de las páginas de este libro, la autora reflexiona en torno a la politización de la cultura y pasa revista a los discursos del poder desde la historización de los procesos y los organismos con la instauración de la democracia fundacional, a fines de los años cincuenta del pasado siglo, hasta el advenimiento de los totalitarismos en el nuevo milenio, mediante una penetración que “de un lado desmonta y refunda espacios institucionales, del otro subyuga, compra o engaña voluntades para ir abonando el viscoso lugar de lo masivo” (32). Y es justamente en ese manejo de las masas para, mediante la excusa de lo colectivo, despojarlas de su capacidad de discernir, donde el libro se detiene, haciendo mucho más cercana y explícita la táctica del Estado buscando lograr “la anulación y la vergüenza de la propia individualidad en aras de lo colectivo, el arrodillamiento al entregarse —entregando el derecho a su juicio propio (mande usted, comandante, que nosotros obedecemos…)” (32).

Desde su experiencia creciendo durante la dictadura pérezjimenista, pasando por una estadía de varios meses en Cuba al principio del castrismo, y tras desarrollar gran parte de su obra durante las décadas de democracia, María Elena Ramos se halla en una posición privilegiada para asumir la tarea de la cual este libro es fiel depositario, y que no es sino la de consignar la gravedad de la situación, no solo de la cultura sino del país, viviendo de los restos de una revolución anquilosada. “Y es que la revolución tiene buen lejos porque el ideal que atrae hacia ella se crece en la lejanía. La vida real dentro de una revolución es, en cambio, dolencia y golpe, nervio en tensión y sangre derramada” (66).

Hacia esa certeza apunta La cultura bajo acoso, sin dejar de reconocer los logros que pudo tener en sus inicios un modelo de izquierdas, apoyado por numerosos intelectuales de todas partes del mundo, pero desde la distancia que da el no vivir el día a día revolucionario. En talsentido, la autora critica la comodidad de pensadores, profesores, activistas y politólogos quienes, instalados en la comodidad de sociedades liberales y económicamente privilegiadas, han justificado al castrismo y ensalzado los “logros” del chavismo. “Algunos cultos intelectuales europeos y latinoamericanos que alaban hoy el régimen venezolano no querrían uno semejante en cuerpo propio, ni siquiera durante pocos meses, aunque lo defiendan en lontananza por años o décadas” (66), prosigue la autora, para demostrar la hipocresía de quienes defienden ciegamente la revolución pero mantienen a buen recaudo su capital, invirtiendo en países más estables y prósperos.

En el lado opuesto a esta verbosidad cómplice, La cultura bajo acoso denuncia el silencio que se ha ido apoderando de todos los espacios del vivir público y privado. Sus consecuencias se observan en el temor a disentir, a expresar, a exigir por miedo a las represalias conducentes a la expulsión del trabajo, la pérdida de prebendas, las amenazas contra la integridad física y mental. “El cuándo oportuno obliga a decir, en el momento justo, lo que es justo decir, evitando que el silencio perezoso de hoy abone un terreno crecientemente ganado por el terror” (78). Un terror, directamente proporcional al incremento del conformismo y la evasión de las responsabilidades, puesto a privilegiar una connivencia con el régimen, infortunada en todos, e injustificable en quienes poseen los medios para contrarrestarla pero no lo hacen, pues se hallan aferrados a sus privilegios.

Ciertamente, el caso venezolano no es único ni original. A lo largo de su historia, Latinoamérica ha sido desangrada por absolutismos, caudillismos, populismos y dictaduras, contando para ello con cuantiosos colaboracionismos donde ha privado la ignorancia sobre la inteligencia, tal cual José Enrique Rodó consignó en su Ariel hace más de un siglo: “En el ambiente de la democracia de América, el espíritu de vulgaridad no halla ante sí relieves inaccesibles para su fuerza de ascensión, y se extiende y propaga como sobre la llaneza de una pampa infinita”.

Aunque, hay que reconocerlo, se hace difícil encontrar en el continente, un lenguaje más descalificador e injuriante que el que Chávez y Maduro han utilizado para insultar al pueblo venezolano, desde su ascenso al poder. Un agravio, pretendiendo erosionar la autoestima y capacidad de decisión de la ciudadanía, como maniobra para, mediante el empobrecimiento colectivo, asegurar que el dominio político del régimen sea absoluto e imperecedero; del modo como el mismo Fidel Castro le propuso actuar a un representante del Estado, en una de sus visitas a La Habana: “Sea muy permisivo para que se hagan cosas fuera de la ley; y haga que sea muy difícil hacerlo dentro del marco de la ley. Así forzará a que las cosas se hagan fuera de la ley y mantendrá a la gente amarrada, comprometida, dominada e inhabilitada”.

María Elena Ramos, como otros creadores, críticos e intelectuales, no ha cedido a tal dominación y este libro es prueba fehaciente de ello. Grandes son los obstáculos, sin embargo, entre el país actual y la esperanza de futuro por la cual trabajan un gran número de venezolanos, mientras defienden bravamente los girones de la Venezuela que fue, desconocida por quienes han crecido en los últimos veinte años. Pero, como ocurrió muchas veces en el pasado, esta Tierra de Gracia volverá a serlo, aunque sin olvidar este triste período, a fin de que las nuevas generaciones no vuelvan a repetir errores, cuyas nefastas consecuencias reverberan por décadas sobre los destinos de incontables vidas, y sobre los cimientos de una patria que tanto trabajo y tanta sangre les costó a sus próceres fundar.

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