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Miguel Ángel Hernández

Leer la ausencia

Pocos días antes había leído una nota breve contra el acto de compartir. Luego, quizás por resonancia, me llamó la atención cuando escuché en la televisión una propaganda en la que una voz en off dice: «Compartir es lo que nos gusta». Una y otra hacen referencia a las redes sociales y a su requerimiento de publicar y multiplicar contenidos (cualesquiera que sean, principalmente de nuestra cotidianidad).

En el primer caso, si bien se señalan puntos clave (como el inconveniente «de que el valor de […] una lectura quede supeditado al entusiasmo que despierte entre aquellos con quienes la hemos compartido»), igualmente se cuela algún lugar común y al final el lector puede echar en falta un mayor desarrollo, lo cual, sin embargo, podría justificarse por el espacio de la publicación.

Por otro lado está la publicidad que se suma a la fiesta del compartir, puesto que es eso «lo que nos gusta». En dicha fiesta es requisito que todo cuanto hacemos sea expuesto a la mirada pública; en principio para los «amigos», pero ya sabemos que con cada gesto derivado nuestro post se hace visible para otros. En todo caso, la operación es perfecta: nosotros producimos, nosotros consumimos.

De todas formas, no es de social media que hablamos. Nos preguntamos en cambio por las posibilidades de ejercer silencio, de callar en la fiesta. Si aceptamos la premisa de que la cotidianidad es exhibida y deviene objeto de consumo, entonces podemos preguntarnos también por cuán modificada está la percepción. Desde aquella prehistoria predigital hasta ahora, ¿cómo ha cambiado la forma en que miramos?, ¿cuáles han sido y son los modelos estéticos y sus funciones?, ¿cuánto hemos ido alterando la vida diaria para que se adapte, por ejemplo, al formato que prescribe Instagram?

No sé si es posible responder estas preguntas —solo tres entre tantísimas que se pueden hacer— en medio de las voces que nos interpelan, que nos urgen a expresarnos… como si expresarnos fuera una posibilidad cierta. A lo sumo, podremos repetir, decir lo dicho o lo asignado por el virus del momento.

Ahora mismo, la construcción de sentido y su resonancia pasan por arrimarse al mitin social, a los hits actuales (¿a la doxa?), de manera que cualquier discurso medianamente tangencial corre el riesgo de pasar del todo inadvertido, bien por no conseguir interlocutor, bien por parecer sin sentido, pura voz absurda. Sin embargo, es necesario tomar el riesgo, incluso como gesto político, de modo que el silencio, la aparente falta de voz, pase a ser un discurso propositivo, más que vacío ilegible. Algún lector sabrá mirar estos signos (a contraluz tal vez), leer la ausencia.

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